Por Daniel Briguet
Luces azules, la música de Crónica TV, el cartel del hotel que anuncia “El vikingo”. Los patrulleros deben estar por un choque o una trifulca callejera: Y el olor a esmalte de uñas que flota en la habitación pequeña, del segundo piso, con vista al mar.
Ella sabe que a él no le gustan las uñas pintadas pero se empeña en hacerlo como si fuera una tarea encomendada. El pincelito sobre los dedos de los pies y los labios encimados en señal de atención.
-Ahora dicen que fue asesinato, ¿vos que pensás?
En la pantalla se repite la imagen del fiscal que pasó a mejor vida. Un rostro de un tipo no muy grande, más bien inexpresivo.
-Asesinato o suicidio inducido, un bulto que le tiraron al gobierno. En política los muertos se miden por el peso que ejercen en la otra parte.
-¿Y qué, no me vas a decir que todavía defendés a esa guacha?
-Yo no defiendo a nadie. Pero moderá tu lenguaje. Esa guacha fue elegida presidenta de los argentinos y como tal debe ser tratada. Y te digo algo que mi viejo solía comentarme cuando yo era péndex. El peronismo no es bueno. Es lo único que hay.
-Será por eso que andamos tan bien.
-Podríamos estar peor. Pero no estoy interesado en discutir. ¿Te falta mucho?
-Me falta lo que me falta – dice ella-. Si estás apurado, salí solo y de paso le tirás un piropo a la colorada de la recepción.
-Cortala con eso. Y cambiá de canal que este caso ya me cansó.
-Para mí que el tipo traicionó a alguien y por eso fue boleta – replica ella, como si algo de lo que ve y escucha la obsesionara.
-No sé. La mafia política tiene otros códigos.
-¿Por ejemplo?
-Condena la traición si va acompañada del fracaso.
La pantalla cambia de titular y sobre el fondo rojo, las letras blancas anuncian el hallazgo de la mochila de Lola, una piba que apareció muerta en una playa de Uruguay.
El saca la pistola, revisa el cargador y vuelve a colocarlo. Algo lo turba y no es el olor del esmalte.
-¿Sabés lo único bueno de que te pintés las uñas? La curva de tus muslos sobre la cama.
Y se levanta como si fuera a hacer algo. Ella siente que es tarde para evitarlo.
2
En la cárcel a él le pusieron Belmondo por su parecido con el actor francés. Sobre todo en la nariz y los labios, de los que suele pender un pucho. Es un seudónimo que lleva con algo de orgullo y algo de ironía, según el ánimo.
Caminan los dos por la calle central, que viborea de gente, y constituyen una pareja llamativa. El, con su aire de galán otoñal y un maletín que cuelga de su mano derecha, cuya exhibición no es fácil de explicar. Solo con el atenuante de la compañía de ella, que atrae la mayoría de las miradas, enfundada en un vestido negro sin breteles y suelto abajo que marca su condición de rubia escultural, montada en unas sandalias con plataforma. En realidad Lara – tal su nombre – llamaría la atención aunque fuese vestida de abadesa.
El tránsito de peatones es tal que los lleva a detenerse frente a una pareja de acróbatas. Un hombre y una mujer jóvenes desplegando figuras que salen de lo convencional. El se fija en la chica y dice que ella es la base de actuación.
-Vos, si es una mina, la marcás aunque fuese una bruja – dice Lara, que aún conserva la mirada turbia y la marca de los forcejeos en la cama.
-Otra vez con ese estribillo – dice él.
-El que lo repite sos vos. Y a propósito. Hoy es la última vez que me curtís mientras me estoy arreglando.
-¿No te gustó?
-No es el punto. Lo que no me gusta es que me tratés como un yiro a tu servicio.
-¿No sos mi acompañante de tiempo completo?
-Tu hermana debe serlo.
El va a replicar pero siente que es inútil trenzarse en una discusión ni bien empieza la noche. Le da cien pesos a la malabarista que pasa la gorra. Lara no se sorprende.
Caminan hasta la esquina donde un grupo de chicos reparte tarjetas de promoción para boliches. Vestidos con el uniforme clásico de su edad, según Belmondo: jeans de marca, ojotas baratas y raros peinados. Algunas chicas relojean. Belmondo saca pecho.
-Escuchame – dice Lara – si tu intención es pasar inadvertido, te digo que el maletín no te ayuda.
-Ni loco dejo la guita en el hotel.
-Hubieses buscado una caja en el banco.
-Ya está, Baby. Tus lolas también son llamativas y hasta ahora nadie hizo la denuncia.
Ella hace un gesto de fastidio y finalmente pregunta:
-¿Adónde vamos a comer? Al final de esta calle había un comedero económico.
-Hey – reacciona él – ¿tengo cara de ciruja?
-¿Y eso a qué viene?
-A que Belmondo come donde quiere, no donde le cobran barato.
Al final terminan en un restobar de una calle lateral, de aspecto distinguido y olor a madera en su interior. Lara empieza a relajarse. Imagina que deberían moverse en ambientes como ese pero sin la mochila de la persecuta.
-Una última duda y no te jodo más. ¿Toda la guita que levantaste la llevás con vos?
-Toda.
-¿Lo tuyo no fue traición?
-Nones. El que roba a un ladrón tiene cien años de libertad condicional.
-Lo que no quiero es que te quedés pronto sin un peso.
-Pronto voy a tener mucho más que ahora. Esto es para solventar un golpe maestro que me salvará hasta el próximo diluvio.
-¿Me salvará o nos salvará?
-Ey, nena, hoy estás quisquillosa. Belmondo es como el doctor Zhivago: va donde suena el Tema de Lara.
-No sé de qué hablás – dice ella, súbitamente tímida-. Yo quiero confiar en vos.
-Entonces seguime, que no te voy a defraudar – dice y llena las copas-. Probá este Sauvignon.
3
Reconciliados después de un día de trajín, se acuestan juntos. Ella cruza un brazo sobre su pecho con vellos. Su boca entreabierta arroja un aliento tibio. El alcanza a decir:
-Mañana alquilamos un auto y nos vamos a yirar.
-Ay, dale. Si conseguís, que sea uno de esos que aparecen en la tele. Rojo y blanco, convertible.
Lara se despierta por el resplandor del sol. Tantea a su lado y solo encuentra los pliegues de la sábana. Es una inquietud fugaz porque enseguida piensa que Belmondo fue por el coche que quería alquilar. El sol se filtra por las hendijas de la persiana. Ella se sienta y se arregla un poco el pelo. Luego raspa el esmalte en sus manos y en sus pies. Quiere cambiar su look de Hollywood por una onda más natural, como le gusta a él. En el baño sostiene la caida discreta de sus pechos en el espejo, que no desentona y a la vez anuncia la cercanía de los cuarenta. Sentada en el closet, oye una bocina que suena desde la calle. Corre a la ventana y ve a Belmondo parado junto a un Caprice rojo, descapotable con saetas blancas a los costados.
Lara termina de desarreglarse, junta cosas en un bolso y baja casi corriendo las escaleras. Lleva un short de jean y una remera a rayas finas y horizontales. Abajo la recibe Belmondo, de pantalones cortos a rayas, una camisa roja y un sombrerito.
-No es el que querías, rubia, pero no está tan lejos.
El Caprice arranca con bríos y él no tarda en ponerlo en las 90 millas, algo así como ciento cincuenta kilómetros por hora. Salen a la ruta, recorren Ostende y Valeria del Mar. Luego, en una incursión por Cariló, el se hace pasar por un turista americano y lo llevan a visitar una mansión rodeada de árboles que está en venta. Belmondo hace bastante bien de Johnny Belmondo. Compran dos cajas de latas de cerveza, que ella coloca en la conservadora portátil. De vuelta por un camino de guadal, tragan las nubes de polvo que levantan los coches de adelante. Ella, después de acabar su segunda lata, le sugiere que paren porque quiere apretar detrás del tronco añoso de un eucalipto.
El la mira con paciencia y dice:
-Rubia, quiero ir en cana por algo más serio, sin desmerecer.
Al fin terminan en un tour por Mar del Plata, ciudad que, ayudada por el cielo azul y un sol potente, se muestra como una postal de sí misma. Comen un par de hamburguesas en un parador de playa Varese, ocasión que aprovecha Lara para quedar en bikini, soltar sus breteles y broncearse la espalda, ante la mirada vigilante de Jean Paul.
Retornan al atardecer por la entrada a la Villa.
– Observá esto porque no lo viste antes – dice él mientras empuña su pistola Browning con la mano izquierda, como si sacara un conejo de la galera
-¿Estás loco? – inquiere ella con voz trémula.
-No todavía – dice él y apunta a un cartel de vialidad ubicado a prudente distancia. De los tres disparos, dos dan en el blanco.
-¡Guardá esa pistola o me tiro del coche!
-¿Otra vez quisquillosa? No es para tanto.
Más distendida, Lara se suma a la placidez de un retorno tipo pic nic en el campo.
Frente a la hostería los dos se enredan en un apriete vigoroso que no llega a mayores por la gente que pasa. Entran a la recepción y Belmondo saluda a la pelirroja con un cálido “Hola, bonita”. Ya en la habitación, Lara pregunta con cara de perra.
-¿Qué le dijiste a la colorada?
– Hola, linda.
-No le dijiste eso.
– Hola, bonita. Es igual.
-Escuchá: estoy harta de tu histeria con cuanta mina se nos cruza. Pasamos un día piola y lo arruinás con ese baboseo.
-Cuidado con la lengua, rubia. Bordeás la banquina.
– La puta que te parió es la que bordea. .
En el ambiente, Belmondo es conocido por su puntería y la fuerza de sus puños, que supera un físico flaco. Antes puso a prueba la primera y ahora parece el turno de la segunda. Un trompis que arroja a Lara sobre la cama y le hace sangrar la boca.
-Qué al pedo – dice él, luego de rozar el labio partido-. Te lo voy a decir en caliente: en este barco, yo soy el capitán y vos el grumete. Si no te entra esto de una vez, te sugiero que te borres. Y ponete hielo.
Descuelga el sombrero del perchero, agarra el atado de puchos y sale, llevando el maletín.
Ella se levanta, saca hielo de la heladerita, lo envuelve en un pañuelo y lo coloca sobre la cara amoratada.
Piensa que debe hacer algo rápido. Y que tiene una sola opción. La opción es un mensaje a larga distancia.
Cuando vuelve un rato después, él encuentra a Lara acostada con una tanga fina por todo atuendo. Parece una provocación pero tal vez sea una bomba de tiempo.
4
A la mañana siguiente salen del hotel y él le ofrece desayunar. Ella dice que no tiene ganas. El se detiene para encender un cigarrillo. Al levantar la vista, tropieza con la cara de ella, el labio superior hinchado y la piel más pálida.
– Yo tengo muchas perradas encima – dice -. La de ayer fue bastante grossa. Es algo que no controlo pero sé que eso no justifica.
Ella permanece en silencio.
-Voy a patear por el centro, quiero comprarle algún regalo a la piba. Si querés, esperame en el bar de la esquina –y sale caminando.
Ella entra al boliche, pide un café doble, esquiva la mirada del tipo que la marca desde que entró. Tampoco le importa esperar porque está en un estado próximo al sonambulismo. Su único pensamiento es una obsesión que llena su cabeza y tiene forma de mensaje: “El chancho llegó a la Villa y tiene su chiquero instalado en El Vikingo. No se despega de la mosca. Pasea entre los médanos”.
Ya no sabe qué siente por Belmondo pero le gustaría borrar esas palabras, una a una, como si estuviera frente a la pantalla de la PC. Tampoco serviría. Las palabras echaron a volar, como pájaros de mal agüero, y seguro que abrieron la jaula de los esbirros.
El llega un par de horas después.
-Tardaste – dice ella, en un tono natural -. Pensé que te había pasado algo.
-No, me costó encontrar un regalo que me gustara – y saca de una bolsa de papel madera una muñeca tipo Pepona.
-Es linda – dice ella luego de agarrarla.
-Es parecida a Luciana, por eso la compré.
Ella espera que él continúe. Belmondo vacila antes de hablar.
-Rubia, si querés irte yo te doy unos mangos, hasta que podás arreglarte sola.
-No hablé de irme – dice ella, sin pestañear-. Todavía te tengo una pizca de confianza. Cuidala porque no hay más.
El agarra su mano más cercana, le besa el dorso, ella insinúa una sonrisa.
El día amaneció soleado pero a media mañana empezó a nublarse, con un viento fresco del sur. En la playa sopla la arenilla mientras ellos caminan descalzos. Casi no se ve gente.
Caminan y hablan con frases sueltas, separadas por largas pausas. El pasado común es el tema recurrente. Pero un pasado poblado de hechos triviales o flashes gratos. Lara lleva su habitual short de jean y una remera corta en tanto Belmondo calza unos bombachudos verde oliva
-Nunca estuviste tan cerca del agua – dice ella.
-No me preocupa porque me siento bien – replica él.
-¿Adónde vamos?
-A ninguna parte.
Llegan a la zona de los médanos El mira hacia adentro como si buscara un reparo para descansar. Ella hace lo mismo, para asegurarse de que no los sigue nadie. Al fin dice.
-Voy a darme un chapuzón.
-Te vas a congelar.
-Lara es nadadora de tiempo completo.
El asimila el golpe, ve caer su short y contempla sus espléndidos cantos separados por el cordel de la tanga. Observa el mar encrespado y cree que no es tan temible con una rubia adentro. Lara regresa tiritando y él la seca como puede con su campera. Permanecen abrazados. Al menos hasta que ella ve un movimiento sobre un montículo de arena y grita:
-¡Están aquí! Tirate al suelo.
A menos de cincuenta metros, medio cuerpo de un tipo asoma apuntando con un rifle automático. Pero él, en vez de hacerle caso, reacciona como un killer. Saca su pistola e intenta darse vuelta. Tres disparos lo sacuden y lo dejan tendido.
Lara, que se había apartado, se acerca arrastrándose en la creencia de que Belmondo está muerto.
Sin embargo, escucha su voz entrecortada:
– Sé que fuiste vos…Ya está…Lo único, quiero ver otra vez tu tanga…
Y más allá de lo insólito del pedido, Lara siente que no corre peligro. Se para y abre sus piernas sobre el cuerpo ensangrentado de Belmondo, quien levanta apenas la cabeza y luego la deja caer.
Es cuando suenan tres disparos que perforan la tersa espalda de la rubia de modo letal.
EPILOGO
-Loco, en este maletín no hay un peso. Solo recortes de diarios.
Y muestra el interior mientras los papeles empiezan a volar.
– ¡Cómo carajo! – dice el Esbirro Dos -. Este guacho escondió la guita en otra parte.
– Hay una sola parte. El hotel.
– Volvamos al hotel antes de que el Vikingo escape. Hay que dar vuelta todo.
Y los dos esbirros corren entre los médanos como muñecos desarticulados mientras cerca del mar, de la bolsa de papel madera, asoma el rostro de una Pepona sonriente.