DEL FASCISMO HISTORICO AL TERCER MILENIO

LA POLISEMIA DE UN CONCEPTO

El concepto de populismo ha sido adoptado con gran entusiasmo por muchos analistas que resaltan la impronta “antisistémica” de esta corriente, su contraposición con los políticos convencionales y su desconocimiento de la institucionalidad.

Pero ninguna de esas características define a las corrientes que participan de la actual oleada reaccionaria. Sus conflictos con el sistema político son datos secundarios, en comparación a su propósito central de transformar el descontento actual, en un sistemático hostigamiento a los desamparados. Ese objetivo regresivo de confrontar a la clase media (y parte de los asalariados) con los sectores más desprotegidos, no tiene el menor parentesco con el populismo.

Los liberales utilizan el término para descalificar cualquier postura crítica del individualismo, el mercado o a la república. Pero la nueva derecha no es ajena, ni enemiga de esos paradigmas. Simplemente ha ganado terreno con un discurso que objeta la tormentosa realidad contemporánea que apadrina el neoliberalismo. Tampoco se ubica fuera del régimen institucional, cuando cuestiona con gran demagogia a los partidos políticos prevalecientes.

Los liberales equiparan a los derechistas con las fuerzas provenientes del polo opuesto de la izquierda. Estiman que el populismo amalgama ambas vertientes en una postura semejante. De esa forma presentan a dos conglomerados contrapuestos como si fueran complementarios. Disuelven la evaluación de los contenidos en disputa y enfatizan aspectos menores de estilo o retórica. Por ese sendero analítico, no existe la menor posibilidad de esclarecer algún rasgo relevante de la nueva derecha.

Los medios de comunicación hegemónicos han generalizado esta mirada, que descalifica superficialmente al populismo para relegitimar al neoliberalismo. Con esa óptica realzan la centralidad de un término particularmente vago, que mezcla distintos sentidos históricos derivados de raíces disimiles.

En su vieja acepción estadounidense o rusa, el populismo aludía a proyectos de protagonismo popular o a exaltaciones del comportamiento sano y amistoso de las poblaciones rurales, que habían sido maltratadas (y corrompidas) durante su conversión en asalariados urbanos. El populismo reivindicaba esa pureza inicial y proponía recrearla como fuerza transformadora de la sociedad.

El discurso derechista actual recoge algunas facetas de esa añoranza, pero modifica su significado regenerativo, comunitario o amigable. Lo utiliza para desenvolver una contraposición con las minorías hostilizadas. Suele exaltar a la clase obrera castigada por la globalización y la desindustrialización, atribuyendo esa degradación a la presencia de los inmigrantes (Traverso, 2016). Ningún eco significativo de los viejos propósitos de hermandad está presente en la nueva acepción ultraderechista.

La denigración liberal del populismo ha motivado también una simétrica mirada elogiosa. Esta visión defiende la validez de ese concepto, para representar a los sectores oprimidos de la sociedad. Resalta particularmente la consistencia de esa noción en las naciones de frágil estructura constitucional (Venezuela) o larga tradición para institucional (Argentina). También reivindica el rol de sus líderes y justifica todas las variantes que observa de esa modalidad (Laclau, 2006). Este planteo pro populista es el reverso de la diatriba socio-liberal y no aporta pistas para esclarecer la impronta actual de la nueva derecha.

Para comprender el sentido de ese espacio hay que indagar las raíces sociales de su acción política. La oleada reaccionaria actual es un proyecto de sectores de las clases dominantes, para restablecer la corroída estabilidad del capitalismo. Pretenden lograr esa recomposición generalizando las agresiones contra los sectores más desprotegidos de la sociedad.

Esa atención al sustrato de clase de la ultraderecha queda diluida, en el ambiguo universo de las observaciones sobre el populismo que enaltecen sus defensores. Rechazan la evaluación de los intereses en juego, porque desconocen el rol protagónico de las clases sociales, ponderando la centralidad alternativa de una variedad indistinta de sujetos con identidades contingentes, que logran centralidad a través de sus discursos.

   Con esta óptica resulta imposible registrar cuáles son los intereses sociales subyacentes, en las disputas de cada escenario político. No hay forma de comprender porque irrumpe actualmente la ultraderecha y cuáles son las fuerzas económicas que sostienen su presencia. Esa óptica indaga los discursos en sí mismos, sin ofrecer explicaciones de la forma en que se articulan con sus determinantes sociales. Por esas imprecisiones, no logran tampoco esclarecer el sentido de la ideología reaccionaria en boga (Anderson, 2015).

EXPERIENCIAS CONTRAPUESTAS

El análisis de la ultraderecha debe enriquecer la lucha contra esa corriente. La evaluación de ese espacio apunta a conseguir la derrota o neutralización de una fuerza, que atenta contra la democracia y las conquistas populares.

En América Latina, la experiencia reciente evidencia resultados muy distintos, cuando prevalecen respuestas decididas o reacciones vacilantes. En el primer caso se ubica la batalla del gobierno venezolano contra el golpismo, que a un costo económico-social descomunal logró doblegar las guarimbas de las bandas reaccionarias.

Una actitud del mismo tipo se perfila en Bolivia a partir de la detención de Camacho. En lugar de aceptar pasivamente las provocaciones de los grupos neofascistas, el gobierno tomó la ofensiva y emprendió una osada operación para contener a un impiadoso enemigo. La derrota del fallido golpe en Brasil con detenciones de los involucrados, juicios a los responsables e investigación del financiamiento se inscribe en la misma dirección.

Estas posturas contundentes han permitido frenar la andanada reaccionaria, en contraste con las actitudes conciliatorias, que facilitaron la escalada golpista contra Lugo en Paraguay o contra Dilma en Brasil. Castillo ha repetido esta misma conducta en Perú, abriendo el camino para una sangrienta asonada cívico-militar.

Estas vacilaciones constituyen una seria advertencia, para los países dónde la derecha tantea mortíferas incursiones. Es el caso de Argentina, la consumación del fallido intento de asesinato de Cristina habría generado consecuencias inimaginables.

Esa agresión provocó una gran reacción democrática de manifestaciones inmediatas. Pero el propio gobierno desalentó esa respuesta y promovió tan sólo rechazos de ocasión con figuras conservadoras. En la gran experiencia de batallas democráticas de ese país, las posturas consecuentes son coronadas con esclarecimientos (Mariano Ferreyra, Kostecki-Santillán) y las actitudes de resignación desembocan en la impunidad (AMIA, Embajada de Israel y Rio Tercero).

Ya se han verificado muchos nexos de los fallidos asesinos de Cristina con organizaciones cuasi fascistas. Si predomina un camino de movilización esas complicidades saldrán a la superficie. Pero si prevalece el curso opuesto, la derecha volverá a lucrar con la confusión imperante (como ocurrió con el suicidio de Nisman).

Finalmente, la experiencia chilena ilustra cómo las vacilaciones del oficialismo facilitan la vertiginosa recomposición de una derecha envalentonada. Luego de tres años de sucesivas derrotas, esa fuerza logró imponer el rechazo en las urnas al proyecto de reforma constitucional. Usufructuó del desconcierto, la inacción y las capitulaciones del gobierno. Recompuso su presencia frente a un mandatario que desactivó la protesta y desconoció sus promesas electorales.

En América Latina ya se han observado, por lo tanto, varias experiencias exitosas y fracasadas de confrontación con la ultraderecha. Ese sector reaccionario recién despunta y la prioridad es aplastarlo antes de que pueda asentar su prédica (Colussi, 2022).

La autoridad de la izquierda depende de su capacidad para demostrar firmeza, frente a un enemigo decidido a arrasar con las mejoras sociales. La experiencia reciente de Europa ilustra los efectos autodestructivos de rehuir la batalla mirando para otro lado. (Febbro, 2022)

El principal terreno de esa lucha es la movilización callejera contra un enemigo que también actúa en ese terreno. La ingenua creencia que ese ámbito pertenece a la izquierda ha quedado definitivamente refutada por la activa presencia de sus adversarios en marchas y manifestaciones.

En algunos casos esa intervención precedió a la pandemia (Brasil) y en otros ganó intensidad con la irrupción de los negacionistas (Argentina). El protagonismo de esas formaciones ha crecido en la confrontación con los gobiernos progresistas (Bolivia, México) y en el rechazo de las revueltas populares (Chile, Colombia, Perú).

Esta disputa por la preeminencia callejera obliga a evaluar con mucho cuidado el sentido progresivo o regresivo de las movilizaciones que abundan en la región. Las convocatorias con banderas explícitamente socialistas o derechistas son tan poco corrientes, como los actos con perfiles políticos acabados. Caracterizar el contenido de cada evento es vital para distinguir las acciones progresistas de su antítesis reaccionaria.

No hay ninguna receta para acertar en esa evaluación, ni siquiera constatando la composición social de los participantes de cada mitin. El barómetro de la izquierda y la derecha aporta el instrumento básico para extraer alguna conclusión. No alcanza con registrar la legitimidad de las demandas en juego. Hay que observar también quién las motoriza. La derecha suele incentivar la irritación popular contra los gobiernos progresistas, mientras repudia cualquier lucha por las mismas aspiraciones, cuando prevalece una administración conservadora.

(Continuará)