Hace 259 años, un jurista italiano, Césare Beccaria (1738/1794), escribió un libro que lleva el mismo título que esta nota (Primera edición en 1764). En dicho libro, el entendido criminólogo sostiene que a cada delito corresponde exactamente una pena, y eso es lo que está estipulado en el Código Penal en forma positiva (si no está escrito en el Código como delito, no existe como tal), cual si fuera una correspondencia automática entre el delito y la pena establecida por el estado para con el perpetrador del delito en cuestión.

Sin embargo habla de la proporcionalidad de la pena (a más grave el delito, más grave es la pena), pero entiende que si somos todos iguales ante la ley, a cada ciudadano corresponde la misma pena por el mismo delito (no diferencia características singulares entre los autores de los delitos ni en los hechos penales en sí mismos).

Los últimos juicios emitidos en vivo nos han remitido a todos y todas a opinar sobre el tema penal, todos somos y hemos sido, fiscales, jueces y abogados.

Hubo una amplia condena social y popular hacia los dos homicidios que se trataron en estos juicios: el de Fernando Báez Sosa y el de Lucio Dupuy.

Había un consenso profundo de que las condenas a cumplir tendrían que ser ejemplificadoras, tanto para los criminales como para el resto de la sociedad.

Por las características propias de ambos homicidios las condenas fueron a prisión perpetua en el caso de Lucio Dupuy y a perpetua para 5 rugbiers y a 15 años para los otros tres imputados en el homicidio de Fernando Báez Sosa.

Lo que no considera Beccaria en su libro es lo que se estipula y conoce en los códigos penales como las características propias de cada hecho penal: los atenuantes de la pena o los agravantes de la misma.

Se le dice atenuante, a grosso modo, a las características singulares del hecho penal, por las cuales se puede o se tiende a morigerar la gravedad de la pena.

Se le dice agravante a las características del hecho penal en sí, que hacen que la pena sea más larga y más grave en sus efectos condenatorios para cada caso.

En el caso de Lucio todo fue desde un principio terriblemente grave: la madre lo abandona porque se va de mochilera con la novia, el padre se va a Buenos Aires y lo deja con los abuelos paternos porque forma  otra familia y no lo podía llevar, los abuelos se lo dejan a los tíos paternos, la madre lo reclama al volver de viaje y los tíos le entregan la guarda homologando esa entrega con una jueza de familia en los tribunales (ignoro si fue la misma jueza para todo el caso).

No había lugar para el niño en esa familia, tampoco se decide una guarda transitoria con fines de adopción a nombre de terceros.

La madre y la novia se lo llevan como una forma de obtener un recurso económico asegurado. No lo querían antes, tampoco lo quisieron después.

De todas las personas que estuvieron cerca del niño, nadie vio ni oyó nada. Hasta que el niño aparece muerto.

Ningún docente, médico, juez, operador del poder judicial, vecino, etc. se dio cuenta de lo que pasaba. No se siguió el caso desde el poder judicial, entre otras cosas, porque prima la teoría de que para el niño no hay nada mejor que vivir con su madre biológica. Cosa que no es así.

Hubo un estado que estuvo ausente con aviso y también una sociedad que miró para otro lado.

El caso de Lucio deja al desnudo la niñez que viven muchos niños, en donde el maltrato físico, psíquico y las vejaciones son moneda constante.

Por la gravedad de las lesiones que aparecen en la autopsia, acordemos que algún adulto debería de haberse dado cuenta. El niño no vivía en una isla, vivía en una sociedad, iba al jardín, salía de su casa.

El caso de Fernando es emblemático en el sentido de que es la patota la que lo mata, hay un acuerdo entre los agresores de lincharlo a golpes, porque se lo llevan de “trofeo”.  No hay mucha diferencia entre los negros linchados por el Kukuxklán y el caso Báez Sosa. Con el agravante que los rugbiers que matan a Fernando actuaron a cara descubierta y quedaron filmados. Si no lo hubieran filmado, probablemente nunca el crimen hubiera tenido la misma resolución judicial. Indigna el video del linchamiento de  David Moreira, nadie fue preso por ese crimen.

De todos modos en ambos casos prima el “no te metás”, de parte del resto de la sociedad.

Ambos fueron crímenes de odio. En el de Fernando racista y en el de Lucio sexista. Escuché que no lo determinaron como crimen de género porque se corroboró que tanto la madre como la madrastra eran perversas en su estructura. La perversión no quita el odio. Creo que antes que nada fue un crimen de odio. Se puede corroborar en las lesiones horrorosas del cuerpito del niño, lesiones que, creo, algún médico vio mucho antes de que apareciera muerto. Había 5 entradas del niño al mismo hospital. Obviamente a nadie le importó demasiado.

Más allá de que las defensas plantearán, seguramente, todas las apelaciones posibles, creo que la sentencia de perpetua corresponde en ambos casos. Es la condena máxima del código. Ambos crímenes tuvieron todos los agravantes posibles.

Disiento en la distinción que se hace en el caso de Fernando en que a tres de los rugbiers imputados se los sentencia a 15 años y a los otros cinco a perpetua. Lo mataron entre todos con intención deliberada de lincharlo (entre otras cosas porque eran “chicos bien” y estaban de vacaciones), no importa tanto quien pateó más y quién pateó menos o quien golpeó más o quién golpeó menos. Todos sabían lo que estaban haciendo y la intención, el dolo, era asesinarlo.

Aniquilar al diferente es el principio de funcionamiento de las sociedades fascistas. Uniformar tanto lo psíquico como lo fisonómico es propio también de la intolerancia fascista.

No nos olvidemos de que en este país hubo un presidente que dio órdenes de “aniquilar la subversión” y eso asesinó a mucha gente.

Quisiera brindar por una sociedad en la que la tolerancia hacia la diferencia sea lo que prime, en lugar de los crímenes de odio.