¿Eran los ramajes de aquellos tiempos más antiguos más toldos de los vientos y las grandes tormentas? Guardaban en las hojas de esos árboles las gotas de la lluvia caída cual torrente y las depositaba sobre el piso de tierra como una ofrenda al sol.

Que aparecía entre la separación de las nubes. Comparo los jacarandaes próximos, con sus grandes aplomas monteras de esta ciudad donde se hamacaban al embate de todos los vientos.

Por un lado, los espacios abiertos, y por otro los edificios que asfixian, pero que no pueden con ese empecinarse en salir de la vida natural, que hace explotar la lasitud de los amaneceres con su silencio de ciudad que el tránsito escaso hace y pondera el vacío.

Yo enumero los árboles o la metáfora usual (los ramajes) de sus tiempos de infantes y saltan como esquirlas de lava los nombres: plátanos, tipas, sauces, casuarinas oscuras, álamos penachudos, robles, paraísos, siempre verdes, fresnos dichosos, y pinos despejados y ausentes como monjes olvidados.

Aquellos esplendorosos ramajes, expectantes a la más leve brisa, firmes en la tormenta, que a veces amputaban alguna rama, que en general eran como un ejército que sostenía firme su posición, por más que los arrasantes vientos silbaran, con una estridente y desafinada música que no tenía en cuenta la sinfonía producida por el miedo en las indefensas almitas temerosas de todos nosotros que nos arracimábamos en el lugar más protegido de la casa, la cocina que hacía crepitar su leña al conjuro de los rezos de las mujeres, pero uno sabía que ese loco viento de arrojado cascabel que rondaba queriendo entrar, no lograría su cometido y cada uno pensaba en sus promesas de no matar un pájaro nunca más y no robar una fruta por más tentadora que fuera, y esperar el escampe o al menos un pequeño amaine, que alejara el temor o el terror de las tormentas.

En ese tiempo era imposible pensar en el ramaje brillante que ostentaban los árboles de tantas ciudades bajo las luces, porque en verdad no conocíamos ninguna.

Sabíamos de memoria toda la flora y aún la fauna de esos pequeños pueblos, sobre todo en el que habíamos nacido o vivíamos, para nosotros ese no sólo era nuestro mundo sino el mundo conocido. Y por más que luego hicimos experiencia, en cualquier situación volvemos allí, a ese lugar primigenio del mito pavesiano, que reduce todo a «esa primera vez» donde la escena imprime la matriz de la memoria.

Entonces cuando las tormentas en la ciudad sacuden los árboles que en sus ramas guardan grandes palomas, me acuerdo del ramaje de los fresnos que plantó mi padre donde hacen nidos unas calandrias peleadoras que alborotan las plumas de otros pájaros al grito chillón de las chicharras y el velo soleado de todos los veranos.