Una mujer que no llega a los cuarenta años viene siendo despedida de trabajos informales a pesar de los “buenos rendimientos” que le reconocen sus patrones eventuales. Tiene una hija de ocho años y ya no le alcanza para nada. Aprendió a casi todo e insiste por amor y rebeldía. Pero sabe que la edad la deja afuera de muchas posibilidades. Vive en Rosario, ex ciudad obrera, portuaria, ferroviaria e industrial y hoy devenida a noticia vinculada a los múltiples negocios de la violencia.
Ella, también víctima de una de las formas de esa violencia, busca trabajo a pesar de los pesares, mientras el presidente que celebra cada día el bicentenario del origen de la deuda externa y recorta cualquier tipo de asistencia y mira para otro lado cuando los precios hacen imposible comer bien todos los días o pagar el colectivo, le pide paciencia y confianza y un torturador justifica el secuestro de las hijas y los hijos de los desaparecidos porque tenían la sangre maldita. Evangelina, porfiada, le encuentra la esperanza a la vida cotidiana a pesar de ser astillada a cada momento en la Argentina cada vez más crepuscular del tercer milenio.
Otra mujer trabaja en la asistencia de menores de edad detenidos en la misma ciudad de Rosario, más ahora que la adhesión a la ley de narcomenudeo multiplica la presencia de adolescentes en los lugares de detención. Cuenta que no tienen ni para darles un desayuno y que los presupuestos parecen estar hechos para descargar la furia de los sectores dominantes sobre niñas, niños y adolescentes. Tiene la voz cruzada por la indignación y la impotencia. Pero sigue porque es mujer, trabajadora y militante.
Durante veinte años otra mujer trabajaba en la ahora disuelta Dirección Nacional de Discapacidad. Todos los meses debía renovar su contrato. Durante veinte años, todos los meses. Le puso el cuerpo y el alma a chicas, chicos y personas mayores discapacitadas. Ahora, por medio de un correo electrónico, la despidieron. Y no tiene derecho a la indemnización por antigüedad porque parece que esos veinte años no existieron para los registros de los aportes. Su mirada es profunda y su hondura parece reflejar el tamaño de una tristeza que representa el dolor de millones que no alcanzan a comprender que la Argentina sea una tierra en permanente saqueo. La mujer decide luchar junto a sus compañeras y el bombo, como casi siempre, late al unísono de su corazón estragado.
La periodista, lúcida y sensible, acaba de recibir la noticia que la patronal del diario de siempre, la otra sombra de los rosarinos, quiere echar a ochenta compañeras y compañeros y promete pagar los retiros voluntarios en su totalidad a cambio de no aumentarles un solo peso durante todo el año 2024. La trabajadora de prensa, mientras vuelve en colectivo a su casa, siente que le robaron las ganas de seguir aportando en ese lugar que siempre pensó como herramienta para que la gente sea un poco más feliz al descubrir lo que hay detrás de las noticias. La periodista, lúcida y sensible, no sabe bien, a esta altura, qué quiere decir el señor presidente cuando habla de paciencia y confianza.
Una madre de un preso de supuesto “alto perfil”, amenazada de muerte por la banda narcopolicial a la que supuestamente colaboraba su hijo, no sabe qué hacer para que cesen las hostilidades oficiales contra el cuerpo y la mente de su muchacho. Tiene familia y tiene miedo por todas y cada una de las personas que integran su familia. Trabaja como puede, disimulando su corazón desgarrado.
El presidente que celebra el bicentenario de la deuda externa, sigue escribiendo por las redes, sepulta copas de leche y platos de comida, ignora la discapacidad y pide confianza y paciencia, mientras que miles creen que efectivamente hay sangre maldita en una parte de la Argentina.
Sin embargo no llega a comprender que hay mujeres peleando que se cansan muchas veces pero que seguirán peleando.
Fuentes: Entrevistas del autor de esta nota.