Lejos del tiempo, cerca del tenue ruido de las hojas secas, o casi secas, entrechocándose por la breve y suave brisa del inicio de este otoño tan inmensamente marrón en tanta desmesura de pampa desbocada corriendo como un caballo loco, como un bagual errante y salvaje, a campo traviesa cada vez más, una vez más, una más de las tantas veces en que empezaba una nueva estación anual, una de esas estaciones que se esperan, que se anhelan, que se guardan, en el fondo del alma bendita porque uno espera, y hace planes, y amaga cosas para hacer, desde antes y desde el año anterior, en que esa estación comienza, esa estación otoñal, tan teñida de secos y de hojas inundando todo el piso, el piso del jardín, del patio de lozas, de las veredas insomnes; el inicio de las obligaciones, la escuela, el trabajo, como siempre, como si eso alguna vez parara, o hubiera de parar, los niños yendo a la escuela, abrigados, al principio del frío del invierno, cuando ya amenaza la helada, agazapada detrás de las briznas del pasto que empieza a clarear marroncito, casi seco ya, seco de tiempo, de ruido, de esperanzas  y de fe. 

Era otro otoño marrón por estos tiempos, por estas latitudes, por este rinconcito del mundo perdido entre tantos otros rincones, entre tantos otros lugares del mapa, ancho y largo, largo y ancho como el universo, perdido entre los seres y los lugares disímiles derrochados por ahí. 

 -¿En qué pensás?-  sentí que Juan me decía y entonces, como si nada, respondo: 

 – En nada, ¿en qué va a ser?- como si fuera cierto que ya no estoy pensando en nada y eso no es cierto, no es cierto; no señor, estoy pensando en algo que parece nada pero no lo es, yo siempre estoy pensando, a veces digo que no para que no piensen los demás que yo pienso, pero no es así; estoy pensando en algo fundamental y terriblemente importante, la importancia de los días, la importancia del destino, la importancia de la rueda del tiempo que gira y gira, casi como los planetas y nos va poniendo a algunos en el verano, a otros en el invierno, a otros en la primavera y a nosotros en el otoño, es el paso de la vida, del tiempo que todo lo cura ¿o no? y el paso de nosotros transitando por los días, algunos más rápido, otros más lento, pero todos, indefectiblemente, todos transitando, yendo siempre hacia algún lugar, hacia algo, aunque no tengamos muy definido todavía hacia dónde es…

El paso de los años nos había marcado las arrugas en la piel, esa piel ya transitada de aconteceres y transcurrida, como quien dice, entonces uno se siente que ya es un pedazo de historia de la humanidad toda, porque ya ha transcurrido por los hechos más fundamentales, nacer, crecer, terminar la escuela, pasar a la adolescencia, a la juventud, casarse, tener hijos, ahora nietos, alguno que otro amor desvencijado y estropeado por ahí, algunos más, otros menos, como los muebles, como las sillas destartaladas de la mesa del comedor, que hace rato les falta cola y tornillos o clavos o la buena mano de algún carpintero esmerado que les ponga un poco de amor, un poco de cariño del que ya no me queda, o me queda muy poco, para tratar de restaurarlas y dejarlas, como quien dice, presentables, además de mucho más usables de lo que estaban ahora que, a decir verdad, se podían usar pero con mucho esmero y mucho cuidado ya que había que hacer bastante equilibrio porque se zangoloteaban para todas partes y ya no podían soportar demasiado peso, cualquier visitante obeso salía huyendo despavorido cuando veía esas sillas porque sabía, encima si era visita, que si se sentaba ahí las hacía pelota, como quien dice, y entonces, la pobre víctima prefería seguir la charla de parado, todo sea para no exponer en público el problema de su exceso de peso…

 A veces pienso que traté a las sillas y al resto del mobiliario como siempre lo había tratado a Juan, o no tanto, no tanto desde siempre, desde estos últimos tiempos, cansados ya de estar juntos durante tanto, tantos años acumulados de conocernos y de pesarnos y de entendernos y desentendernos en las miradas ya, en el brillo de los ojos, en los modos de hablar, en el mínimo gesto, en eso de ya no cruzar bola cuando sabemos que el otro nos tiene hartos, entonces, como si nada, seguimos existiendo, seguimos conviviendo, él allá y yo acá, en los distintos rincones de la casa, seguimos, seguimos, ¿cuántos años ya que seguimos? , creo que desde la secundaria, sí, desde entonces porque recuerdo que él estuvo en mis quince, no ya como novio, sino como amigo de un amigo o primo de una amiga o algo así, ya ni me acuerdo de cómo lo conocí… Fuimos muy amigos desde el vamos y después empezamos a noviar, a salir juntos, cada vez más solos y bueno, nos fuimos quedando solos, entonces nos casamos, tuvimos hijos, ahora nietos y nada… dentro de todo estamos bien, nos llevamos bien, pero a veces pienso si ese amor que nos tenemos ya se parece tanto a nosotros mismos que ni lo reconocemos ni nos esmeramos porque mejore o empeore, ni ya nos esmeramos por nada, nunca una flor, nunca una salida, nunca un encuentro romántico, siempre es hablar de las cosas rutinarias, habituales, cotidianas, las cuentas, la comida, los chicos, los nietos, ese dejarlo hacer cuando está entretenido con algo, ese dejarme hacer lo que me gusta y me interesa que, tengo que reconocer, forma parte también del respetarnos, pero nos respetamos en la ignorancia, sin meternos demasiado en la vida del otro, sin tener nunca ya, o al menos desde hace tiempo, una charla profunda, del tipo de ¿cómo estás? ¿qué te gustaría hacer hoy?, etcétera, esas cosas que nos preguntábamos constantemente cuando éramos novios y ahora, que estamos solos, podríamos hacernos y ya perdimos la costumbre de hacerlo, entonces, vivimos juntos, convivimos, pero él en sus rincones y yo en los míos de la misma casa, compartiendo momentos, lugares a veces, algunos amores más o menos tiernos u apasionados pero nada ya, es casi como digo que están las sillas del comedor de nuestra casa, desvencijadas y destartaladas, que no soportan mucho peso, y las dejamos así, las dejamos que queden así, hasta que en algún momento se rompan, ninguno de los dos hace demasiado ni por cuidarlas ni por restaurarlas, asumimos que están estropeadas porque así quedaron después de tantos años, con el paso de los hijos, los nietos, los parientes, los amigos, los años y esta rueda del tiempo que gira y gira, y nadie sabe bien, nadie, cuándo es que va a parar y nos entretiene en el mientras tanto, en este endemientras, como quien dice, y vamos viendo, sin pensar en nada, o a veces no, pensando demasiado, a través de la ventana del comedor, cómo van cayendo las hojas de los árboles que ya se han empezado a teñirse de distintos matices y tonos de marrones, cómo van cayendo al suelo, cómo empieza a engrisecerse el cielo mientras el suelo empieza a amarronarse muy de a poco, de a poquito, mientras veo a los chicos ir a la escuela, blancas palomitas inmaculadas, gritando, riendo, chicaneándose entre ellos, como nosotros, como fuimos nosotros de niños, en esta rueda del tiempo que gira y que gira y que nos sume en el transitar por el milagro de las estaciones y por la bendición de ver pasar los grandes acontecimientos que nos da la Vida, en esta desmesura de pampa corriendo a campo traviesa como un caballo loco, loco, como un bagual salvaje huyendo desbocado hacia ningún lugar, huyendo, siempre huyendo, en esta pampa salvaje inmensa y seca que parece no terminar jamás y que empieza a teñirse de multitud de tonos de marrones disímiles, increíbles y diversos en otra estación que empieza, en este otoño precioso en el que me pongo a pensar en tantas cosas…