Luis Ogi es japonés. Japonés de Japón.

Una vez vio un barco pesquero, allá en su isla natal, y se convirtió en marinero, a los dos meses estaba casado con 17 años y ante la perspectiva de vivir comiendo pescado, decidió emigrar. La mujer –seca y malhumorada pero sonriendo cuando se le hablaba-  lo acompañó en el trayecto, callada pero no sumisa, precisamente..

Recalaron en Buenos Ares y en parte caminando, en parte en carro, llegaron a Rosario quince días, tres trabajos y dos préstamos  después de haber llegado. La Refinería le pareció inmensa y trató de hallar trabajo ahí.

Luis –en realidad, Hiyu, nombre que no aceptaron en Migraciones- no era un oriental refinado y sutil, pintor de kakemonos como podríamos imaginarlo, sino un pescador de pocas palabras, algo avaro y de costumbres austeras. Un ave rara en aquél Rosario de 1907. Recalaron en un conventillo de madera en calle Gorriti, con una sola valija de madera diminuta.

Si había algo que destacaba en Ogi era su lógica, filosa como una katana. Era resabio de su educación occidental, recibida obligatoriamente gracias al emperador. Gracias a esa imposoción, Ogi argumentaba con solidez y sacaba cuentas con velocidad. Un centavo era un centavo, y debía anotarse escrupulosamente.

Su mujer era sumamente limpia en su ropa, atributos que extendía al atuendo del marido y de su único hijo. Al conseguir Ogi su primer trabajo en la Refinería de Azúcar, Ogi –alias “el chino” o “el japoné”- llamaba la atención tanto por su extraño castellano como por su chaleco a rayas azules, impecable sobre la camisa blanca y el infaltable moñito negro de seda. Los anteojos y la testarudez contribuían a la rareza exótica del oriental.

Con el tiempo, la familia Ogi se empezó a relacionar, dedicándose la señora a fabricar unos raros turrones de miel. Ogi llevó la peor parte de la convivencia: los vecinos del conventillo lo trataban como una persona tonta y hasta enferma, los rasgos no ayudaban y el color de la piel –que todos suponían amarilla- lo hacía ver como un tuberculoso en un contexto donde los rostros no eran precisamente blancos y la salud pulmonar no era del todo buena.

Una tarde, Ogi recibió la visita de uno de los malandras del barrio obrero. Un asesor.

Antonio no sólo era un jugador fullero, sino que trabajaba para un político en el Consejo Deliberante. La visita obedecía a una posible venta: una máquina de escribir. Ogi no sabía qué diantres era eso. Antonio se había enterado de la supuesta zoncera del japonés y estaba decidido a sacarle uno pesos (“al gil”) por un bien robado. Insistía, luego de las descripciones técnicas más bien ambiguas, de la conveniencia de tener algo que no le servía al comprador.

-Mire, don Ogi, con esto escribirá más rápido… es la modernidad!

-No escribo.

-Por ahora, pero la va a necesitar

-Necesito plata, dinero… no gastos.

-Es que su hijo…

-No sabe escribir, san.

La dureza lógica de Ogi le molestaba a Antonio al punto de enojarlo. Miraba la casucha miserable del japonés y de verdad, veía que esa máquina Hammond flamante, robada del Consejo Deliberante, nunca iba a poder ser vendida. Se fue a las ocho de la noche, mascullando con el bártulo duro, anguloso bajo el brazo y maldiciendo al testarudo.

A la semana, Antonio se enteró que estaban buscándolo por la máquina. Ahora le quemaba. No podía andar con semejante armatoste por la calle, tampoco podía quedar en casa y por lo tanto, le pidió a amigos y parientes precios irrisorios, setenta, cincuenta, treinta pesos. Nadie quería ese monstruo afanado y encima, caro. Alarmado, y sabiendo que era ya un sospechoso firme, decidió que le pediría muy poca plata al último que le quedaba: el irreductible Ogi. Unos pesos, sacarse el fardo, eliminar la prueba, engatusar al chino con una carnada atractiva: el bajo precio.

El ex pescador se dio cuenta que el objeto –del que aún no tenía idea para qué servía- podía ser revendido. Aceptó entregar los diez pesos que pedía Antonio, que, al menos se había sacado de encima al muerto. El tránsfuga fue a su casa silbando y durmió tranquilo esa noche.

Pasaron dos meses.

Ogi fue despedido de manera algo brusca: no lo dejaron entrar. La plata, desde entonces, empezó a escasear y se acordó de la máquina.

Tampoco podía venderla. Cubierta pudorosamente con una tela azul, la Hammond era también extraña, vertical, con las teclas formando un arco que golpeaba un cilindro central giratorio. ¿Quién iba a querer eso en un barrio obrero? Ogi se lamentaba de no poder usarla. No sabía leer del todo bien las letras latinas y ni cómo darle a las teclas, tampoco quería romper su único capital valioso y como al mes Ogi consiguió trabajo, olvidó la máquina, la tela azul y a Antonio.

En cambio Antonio, no.

Lo habían conminado a devolver la máquina ante el humillante careo que tuvo con el empleado de vigilancia del Consejo Deliberante. Se iba por la canaleta sueldo, jubilación y viajes con el concejal del que era asesor… aunque el doctor vivía en Buenos Aires. Todo por una avivada de tantas, como las que hacemos todos…

La retorcida burocracia municipal no deseaba castigarlo, sino volverlo al redil, justificar el faltante, quizás desplazar al reo de oficina, algo así, pero no castigarlo porque entre bueyes, no hay cornadas, decía el mismo Alberto, acariciando con bronca los expedientes que debía llevar de abogado en abogado.

Esto era otra cosa, un choreo interno, una sisa. Había que actuar. Se acordó del japonés y la Hammond y una calurosa tarde de enero de 1908, se presentó en la casilla de madera.

Ogi estaba sentado en un banquito diminuto, de riguroso chaleco a rayas azules, apoyado contra la pared de tablas verdes. Lo miró venir, canchero y atildado.

-Buenas, Ogi, como está la patro…

-No vendo.

-Justamente, le venía a ofrecer…

-No vendo.

-Es que a usted le va a convenir.

-No vendo.

-Tres pesos.

-No vendo.

Así se fue la tarde entera. Sin embargo, a Antonio le pareció ver un afloje paulatino, un desgaste, la cara amarilla volverse ajada, cansina. Creyó que era el momento oportuno y pegó el zarpazo desesperado.

-Bueno, dale japonés. Pedime.

-Doscientos cincuenta.

-Estás loco.

-No vendo.

Arreglaron en doscientos. Alberto –taimadamente- le firmó un cheque que sabía muy bien carece de fondos, hubo un choque de manos frío y ritual y allá va la Hammond, a su lugar original en el deprimente despacho municipal, con tela azul y todo. Total, es japonés. Un bruto.

Lo del cheque fue duro de explicárselo a Ogi.

Un pescador recibe dinero, no un papel, se dijo, pero había visto que esos papeles firmados tenían valor y frente a la enormidad supuestamente pagada, se arriesgó. Fue un error, fue un error, se recriminaba. La mujer le echó en cara duramente su atrevimiento, confiar en un seijitekki, un político. Decidió asesorarse.

El cajero de un banco céntrico le explicó, más con extrañeza que con piedad:

-Mire, señor. Las personas guardan dinero en el banco. Cuando tienen mucho, firman esos papeles, los cheques, para pagar y no andar con billetes por ahí. Si no tienen, no pueden firmarlos, es un delito. Eso, una estafa.

-Entiendo. Mala persona. No hay dinero en la genkin. En la caja de monedas.

-Emmmhh… Claro. Su amigo no tiene dinero para cubrir ese monto.

-Monto.

-Sí, el cheque es por doscientos y sólo hay en la cuenta… ciento ochenta y dos.

-Y dígame, san. ¿Puedo regalarle dinero a mi amigo?

El cajero del Banco de Londres y Brasil lo miró con sospecha. Los japoneses son asesinos, se dijo. Usan espadas. Se suicidan. Pero esto es nuevo. Optó por la verdad.

– Si, podría. Si usted hace un depósito.

– Bien, Voy entendiendo. ¿Me mostraría por favor cómo hacer?

Antonio supo, al día siguiente, que luego de depositar dieciocho pesos, Ogi le había vendido, final y realmente la Hammond por ciento ochenta. Era lo que le quedó al cobrar el cheque, luego de hacer ese “regalo” a su amigo y cubrir la diferencia.

Entonces Antonio pensó con amargura: -Me embalurdó, el muy… y luego se rió.

En el fondo, “el chino” era casi un colega.

Con sorpresa, había descubierto que la lógica de un ex pescador japonés es irrebatible.

INVESTIGACIÓN: ARQ. GUSTAVO FERNETTI CONSERVADOR DE MUSEOS

IMÁGENES: DIEGO GONZÁLEZ HALAMA