Quien esto escribe ya ha publicado en esta ilustre revista varias artículos fúnebres. Sin embargo, nunca hemos publicado nada acerca del segundo cementerio que tuvo Rosario, a partir de 1810. Veamos brevemente su historia, que no por breve es menos fúnebre.
Esta segunda necrópolis, término que significa Ciudad de la Muerte, fue el resultado de una renovación política y otra atmosférica.
Por un lado, la Iglesia intentaba extender su influencia en la ciudad, si es que eso era posible, abarcando terrenos, espacios sociales y sobre todo el servicio básico que implementaba: el espiritual.
Dentro de ese servicio, la caridad cristiana obligaba a la iglesia a disponer de los fallecidos. Esta tarea se cobraba en metálico o especies, y no era raro ver que el cura solicitaba a los deudos una cierta cantidad de dinero (lo usual eran dos pesos, el precio de un caballo) o bien, también por caridad, nada, cero, pero debía constar que el fallecido era “pobre de solemnidad” o sea que no tenía nada. O en realidad, que su familia era bastante escasa de moneda.
Por otro lado, los entierros se realizaban en la capilla, que suponemos estaba en el predio de la actual catedral, por lo que parece. En sepulturas atravesadas se colocaban los nuevos difuntos, graduados por su capacidad de pago.
Huesos de cierta antigüedad aparecieron en excavaciones efectuadas en 1999, y hoy, una lápida en un patio reza que allí duermen en Sueño Eterno los primeros rosarinos. Por lo que se sabe también, este primer cementerio se volvió algo incómodo, y obligó a la Iglesia en 1806 a disponer un osario externo, para desalojar muertos del interior y disponer nuevos entierros. Parecería que este osario fue lo que se encontró en 1999.
Al llenarse de huesos este pozo, y ya colmada la primera capilla, algo había que hacer. La atmósfera debió ser terrible en el sagrado recinto. Si a la descomposición del abuelito le sumamos el sudor de gauchos y chinas., el olor a cuero sin curtir y a velas de sebo, el aroma de los caballos y perros (que a veces solían entrar), por más incienso que se usara, era más para salir despavorido que espiritualmente reconfortado, de esa capilla.
El obispo Benito Lué y Riga ordena entonces en 1810 (un año bastante movido) que se construya un nuevo cementerio, lejos del pueblo. El 15 de abril llega el obispo y con algunas faltas de ortografía insólitas para ser un doctor, anota en el libro de Difuntos:
“Por decreto del Ilustrísimo señor Dr. Don Benito de Lué y Riga (…) ningún cadáver por privilegiado que sea será sepultado dentro de la Iglesia, sino en el nuevo sementerio que se ha bendito el día de la fecha…”
Así, por un decretazo, el 15 de abril de 1810 se abrió el segundo cementerio de Rosario.
La Quinta del Ñato
No sabemos bien cómo era ese cementerio.
Sabemos que poseía un portón con candado, una cerca o tapial perimetral y también que constaba de “un athaud” y una obvia “pala de fierro”. Estaba separado en dos, una parte superior y otra inferior, o sea que se graduaba según “los privilegiados” que mencionaba el obispo. En el decreto que mencionamos arriba, se dice que: “los que paguen los derechos de fábrica se sepultarán en la parte superior del sementerio y los que por su pobreza no puedan pagarlos se sepultarán en la parte inferior…”
Ahora bien ¿adonde estaba la Necrópolis II?
Este dato ha quedado reflejado en algunos planos, y no existe una descripción exacta. Tampoco sabemos del todo bien el porqué de la elección del lugar.
Pero sobre todo vemos que en los planos se ubica con cierta precisión el lugar de esta segunda
Quinta del Ñato rosarina.
El primer plano es el de Raimundo Pratt, de 1850. Allí se ubica el predio, en una manzana hoy inexistente, puesto que quedó subsumida en terrenos ferroviarios. La manzana en cuestión estaba ubicada entre Corrientes y Paraguay, y de más o menos: de la mitad de cuadra entre Jujuy y Brown llegaba hasta el río.
El segundo plano es el de Nicolás Grondona, de 1858, cuando el cementerio ya estaba abandonado.
Es menos preciso, ya que es un plano de “diseño”: Grondona quería que así fuese la ciudad.
El cementerio en sí era un pequeño cuadrado, situado en medio del campo. Obviamente las sepulturas eran en tierra, con pequeñas cruces de palo o hierro, si las tenían.
Por la escala, podemos decir que este cementerio era chico. El plano de Pratt parece ser más exacto, ya fue hecho por propósitos de deslinde parcelario (por un juicio de tierras) y porque que coincide con otros documentos escritos. En efecto, en un desolado informe de 1855 dirigido por el Jefe Político a sus superiores santafesinos se lee:
“su ubicación demasiado central es completamente perjudicial a la salud pública. Además de esto, las avenidas del Río Paraná han desmoronado una parte considerable de la barranca de donde resulta que ha quedado sumamente reducido, y muchas veces quedan cadáveres insepultos…”
El plano de Raimundo Pratt dibuja al cementerio pegado a la barranca, a diferencia del de Nicolás Grondona, por lo que podemos considerarlo el más exacto. ¿Cuánto medía este cementerio?
Si los planos están bien dibujados podemos medir en planta las dimensiones del predio destinado a enterrar rosarinos. Esta medición da una media de 45 a 50 metros de lado, ya que era un predio, a grandes rasgos, cuadrado.
Esto da la pauta que era apenas un terrenito. Rosario en 1830 no superaba los 2000 habitantes y a una tasa normal de fallecidos, morirían unos 3 o 4 al año, sin tener en cuenta las guerras civiles.
Pocos muertos, para una sociedad aún colonial. A 4 m2 por fallecido y 2000 m2 de terreno, la cuenta es fácil, el cementerio daba cabida máxima a unos 500 muertos, un siglo de aguante.
Pero en pocos años, la población se triplicó y también los muertos. Un cementerio que se pensaba duraría muchos años, en diez se colmó y los huesos estaban a flor de tierra.
Buscando muertos en el placard
Con el informe del Jefe, Político que vimos arriba, el cementerio quedó condenado.
Debía cerrase y levantar uno nuevo, porque la población se había triplicado.
El predio ya se había vendido en 1856 con el cementerio todavía en funciones, lo que hace sospechar que la decisión era irreversible. El cementerio o camposanto pasó a llamarse “cementerio viejo”, para cerrarse en 1856, con la apertura del modernísimo (es un decir) Cementerio Público, hoy
El Salvador.
Siempre se dijo que los huesos venerables –había allí huesos de gente nacida en el siglo XVIII- fueron trasladados, pero también se dijo siempre que muchos huesos quedaron allí; aunque “oficialmente” los huesos sepultados (o desparramados) fueron retirados y llevados a El Salvador, hoy se desconoce su ubicación. Tal vez estén en algún osario ya perdido.
Luego de diez años de posesión privada -con o sin huesos- el predio del Segundo Cementerio fue expropiado para instalaciones ferroviarias en 1863. Se construyeron grandes galpones, y una primera estación, luego una segunda, más grande y que llamamos Rosario central, hoy Centro Municipal de
Distrito Antonio Berni. Se realizó una gran excavación o trinchera para el paso del tren, puentes, depósitos, se colocaron adoquines para hacer playas de embarque y de maniobra.
El Cementerio Viejo fue olvidado. Sin embargo, quedaron los viejos planos.
Si uno recorre la calle Corrientes (lado este de la manzana del cementerio) puede llegar casi hasta el río. Supuestamente, doblando al oeste estaría la entrada del enterratorio. Caminando por esa explanada, de un lado está el río que en 1856 desmoronaba los huesos, del otro, la actual Isla de los
Inventos. Asomándose a la barranca, un monte de paraísos y espinillos impide la visión. Si prolongamos la calle Brown y Paraguay, vemos que en la esquina noreste debería haber estado el cementerio. Hoy allí no hay nada edificado, sólo un estacionamiento con piso de viejos adoquines ferroviarios.
Podemos decir que bajo esas piedras de cien años, quizás hay huesos doblemente centenarios.
Olvidando muertos
El segundo cementerio pertenece a una Rosario “Criolla”.
Si bien se enterraban allí rosarinos según las pautas coloniales, éstas en materia de entierros no variaron mucho; todavía hay sepulcros gratuitos y pagos, aunque no con jerarquías demasiado evidentes. Si es “criolla”. en cuanto era un servicio separado de las funciones litúrgicas de la iglesia, y también un servicio “per se”, propio de una ciudad más moderna, como la limpieza de las calles o el alumbrado. Con el tiempo, el servicio se haría público también e incluso separado de la iglesia, que bastante se enojó por ello.
El férreo olvido del cementerio es algo también curioso.
Aventuramos una hipótesis.
Cada sistema económico posee también sus formas simbólicas. El completo trastorno de las normas y sistemas de la economía trae aparejado un cambio sustancial de esos signos o símbolos: la bandera, el himno, la política o los ejércitos cambia, para un mismo país, si cambia completamente el sistema económico, que es inseparable del sistema social.
Dentro de esos símbolos está la forma de recordar u honrar a los muertos.
Si el cambio es total, la forma de enterrar será también muy diferente. De este modo, a la tumba casi anónima del potentado, que igualaba al miserable, sucedió el pomposo mausoleo, que contrastaba con el mínimo nicho de ladrillo. Las diferencias ahora debían reflejarse en las tumbas.
Los anónimos, la masa muerta, así sea adinerada, eran extraños al nuevos sistema que se llamó capitalismo, introducido a partir de la década de 1860. Los viejos rosarinos, los Correa, Montenegro, Morcillo Baylador, Azevedo y Tuella serían ajenos a Rosario a fines del siglo XIX.
La ciudad criolla tenía su cementerio ídem. La ciudad capitalista tendría otro, con sus propios muertos. De este modo, la historia de las ciudades también puede leerse en sus muertos, reflejada en la memoria de los vivos.
O en su olvido.
Bibliografía:
González Day, Héctor. 2010. El Cementerio “Del Salvador” (nuevos datos para completar su historia). ADACES.
Rosario.
Investigación: arq. Gustavo Fernetti – Docente de la escuela Superior de Museología
Infografías: Museo itinerante del Barrio de la Refinería. Imágenes: Diego González Halama