“Miente, miente, que algo queda”

  1. Goebbels

El anochecer del fin de otra semana trae un aire benigno que la mesa de café aprovecha para trasladarse al lado oeste de la vereda ancha. El Alemán, veterano turfista atento a los que cruzan el disco, refiere la muerte de Cacho Castaña y para  que lo suyo no suene austero, agrega “fue un cantor popular”. El Fisgón se pregunta si esa popularidad incluye frases como “a mí los militares no me hicieron nada” o una simpatía apenas velada por el régimen de Macri. Pero se cuida de formularlo al registrar de inmediato que, en muchos casos, la figura del ídolo se parte en una mitad querible y otra mucho más controvertida. Lo político acecha, de cualquier modo, porque estas líneas se redactan en un tiempo preelectoral y el país sigue sumergido en una malaria cuyo final no se vislumbra. Si se trata de soluciones, hay que mirar a los candidatos aunque pocos sigan creyendo. O, en su defecto, algún vistazo a una experiencia del pasado, por afinidad o contradicción. Es cuando surge, impensada, la figura  de Antonio Vanrell y sus juguetes,  tan citada y recitada en tantas mesas y pasillos..

“Yo lo vi casi al final de su carrera – comenta el Alemán – en un negocio del boulevard Avellaneda, poco antes de Pellegrini. Iba a comprar comida y no parecía muy próspero en la pinta”. Otra voz apunta: “No se equivoquen con el Trucha Vanrell, que no fue el que más robó ni el que más gozó del usufructo. Pasa que el chisme de los juguetes circuló de un modo que prácticamente terminó llevándolo al Monte Calvario”. Y el apunte sirve, aún exagerado, ya que introduce un par de condimentos inherentes al mito: el humor que suele acompañarlo y la repetición que lo confirma. El humor lo torna accesible o atractivo en ámbitos no ilustrados. Lo que se repite es el aval que convierte una versión en algo parecido a una verdad revelada. El mito, como el ritual al que está asociado, es en buena medida la reiteración de un relato.

Después el curso de la historia puede llevar las cosas a otro terreno. No sin la mediación de cambios y transiciones que resultan necesarios para que un paisaje dado se vea con otra lente y adquiera otro color.  En el interín, se envuelve el paquete de una gran estafa, se le coloca nombre y marca y la caja cuadrada o rectangular entra a circular hasta dejar su traza en la memoria del común como una gran bola. “Mazzorín nunca negoció con pollos descompuestos – casi grita el doctor Daniel -. No existió el operativo de la mala leche de Vico. Y por supuesto, nadie que se conozca robó el puente  de Santa Fe. ¿Cómo se nos puede ocurrir que alguien vaya a robar un puente?”. El doctor pone el acento en casos que en su momento causaron gran escándalo y hoy se revelan un tanto inocuos. Esto no excluye que en los mismos momentos se perpetraran otro tipo de acciones contrarias al interés nacional y perjudicial para la gran mayoría de ciudadanos que representa.

Por ejemplo y sin ir más lejos: no se pusieron bajo la lupa las condiciones discutibles en que se realizaron las privatizaciones de empresas del Estado durante el gobierno de Menem, aunque gobiernos posteriores debieran dar marcha atrás en materia de combustibles, transporte ferroviario y otros ítems vitales. Ocurre que el mito sirve a menudo como cortina de acciones políticas que, sin merecer igual espacio en la  atención pública, son más poderosas que las bolas echadas a rodar.

Ningún ejemplo más nítido en ese sentido que la campaña anti K realizada durante toda su gestión por el gobierno de Macri. Un vendaval de denuncias cuyo propósito consistió en cubrir con el barro de la sospecha la política del kirchnerismo y mezclar en una misma bolsa aciertos y errores de modo que solo quedara en pie la idea de que durante ocho años (o tal vez doce, pero cuidado con Lupo) la Argentina estuvo en manos de  un banda de ladrones dispuestos  a quedarse con todo, de Ushuaia a La Quiaca. Y no se trata solamente de una expresión, si se recuerda que el arrepentido Fariña (¿arrepentido de qué?) sugirió que el total de lo robado por la presunta malversación K equivalía al monto del Producto Bruto Nacional. ¿Cómo se puede llegar a semejante dislate sin recorrer la ruta de la vergüenza? ¿Recuerda el lector cuál es la cifra del PBI? ¿Y como se reproduce una barbaridad de ese calibre sin someterla al filtro de la razón empírica? Fariña, sí, el mismo que se paseaba por los programas de la tele con autos de altísima gama – primero se muestra el botín., después se cuenta el delito – y luego desgranaba sus cuitas y culpas ante el implacable denunciador serial, Jorge Lanata. ¿Lo recuerdan? Un periodista de gruesa contextura, ni muy alto ni muy rubio pero con dos zapatos negros. ¿Y registran  el camino del dinero negro a Panamá, las cuentas en Suiza, el oro en las islas Caimán? ¿Quién atiende esas causas? ¿Bonadío?

¿Y este muchacho Rossi y la inocente Ileana Calabró y el dueño de la Rosadita? ¿Qué fue de ellos? Tipos contando fajos de dinero en cámara rápida, escenas repetidas centenares de veces en casi todos los canales. Porque la campaña anti K se alimentó con el apoyo de jueces volátiles, denunciadores seriales y trusts mediáticos como el Grupo Clarín, que sigue manipulando información con el mayor desparpajo y aún hoy es capaz de concederle varias páginas a la Causa de los Cuadernos, cuya existencia es motivo de intriga. La Causa de los Cuadernos y los repuestos Rivadavia, el prócer que inauguró la deuda externa con la Baring Brothers.

En un trayecto que hoy conduce al Fondo y no a un Frente capaz de encarar una renovación genuina (Juego de palabras que abstrae de lo que el lector ya sabe y el redactor ignora). La historia se repite dos siglos después pero con aditamentos, si hace falta. En esta columna fue comparada la gestión económica excluyente del gobierno, su timba financiera y su ajuste feroz, con los golpes propinados  al Estado argentino por el ministro del Proceso, José Alfredo Martínez de Hoz. Se podrían agregar los toques de cuño neoliberal incorporados gracias a la benemérita intuición de Domingo Cavallo durante el menemismo. Con una frutilla de postre: en reciente entrevista concedida a la revista Ñ (Grupo Clarín), el ilustre pensador Juan José Sebreli rescata dos pasajes de períodos que zafaron del marasmo democrático populista abierto en 1983. Corresponden, créase o no, a etapas en los gobiernos del citado Menem y la Corte de los Milagros de Mauricio, el Grande. Con lo cual se demuestra que además de la sobrevivencia de liberales obstinados, hay intelectuales capaces de inmolar su resto de lucidez en el altar de los bronces bienpensantes. Ellos, como sus apreciados ministros y mandatarios, están interesados en que las cuentas cierren y no en el detalle de que tengamos más de un cincuenta por ciento de chicos y jóvenes sumergidos en la pobreza y mucha gente se muera de hambre.

Todo esto sin dejar de decir que la corrupción real debe ser combatida, a través de la investigación y la justicia genuina y no de los papers de grupos dedicados al negocio de la comunicación y la transa de poderes. En el gobierno K, la que pudo haber o lo que se demuestre que hubo, y en cualquier otro incluido el ciclo MM, al que no le deben faltar causas (judiciales). El tema es que por la vía del mito no caigamos en la naturalización de cualquier tipo de asalto al bien común y que baste levantar una baldosa para encontrar un funcionario corrupto. La corrupción también habita los ámbitos empresarios, de negocios varios y mercaderes cuya meta es el lucro incesante a costa de trabajadores que son – cada vez menos – consumidores y usuarios.

Si la corrupción en términos materiales o monetarios torna difícil el crecimiento de una democracia más dinámica, las fábulas que se tejen en torno a ella erosionan creencias y valores de sumo valor en su sostén. Cuando esos valores entran en crisis y el escepticismo cunde, lo que peligra es la participación de los ciudadanos en asuntos que deberían involucrarlos. Un chiste visual en el visor del celular puede tener alguna gracia pero un sobre que lleva en su interior el voto “Qué me importa” (Me ne frega)

no resulta nada gracioso.

Y a modo de cierre, tiene razón el doctor Daniel: no es tan fácil robar un puente. La Resistencia Francesa – los maquis-  optaba por volarlos. Tenían un móvil: impedir el paso de los nazis.