¿HÉROE DEL PUEBLO?

Entre aquellos que encontraron su fin en la roca Tarpeya se encuentra otro célebre rebelde
Marco Manlio Capìtolino. Fue cónsul y se convirtió en héroe reconocido cuando, alertado por el
graznido de sus gansos, descubrió a los galos que trataban de subir al Capitolio romano.
Acompañado de un grupo de hombres, logró hacerlos huir. Esto ocurría en el año 390 antes de
nuestra era.
Sin embargo, solo cinco años más tarde, este noble patricio abandonó a los suyos y tomó
partido por los plebeyos, enfrentando al pueblo contra la autoridad oligárquica que gobernaba
Roma. Manlio escenificó su supuesto apoyo al pueblo con grandes aspavientos: pagó, por
ejemplo, la deuda de un centurión que estaba a punto de ser apresado, y llegó a repartir parte
de sus tierras al tiempo que acusaba a los senadores de haberse quedado con el oro incautado
a los galos.
El objetivo era convertirse en héroe del pueblo para derrocar al gobierno de Roma… Aunque
diversas fuentes aducen que, en realidad, lo que quería Manlio era terminar por erigirse él
mismo en rey: una traición con mayúsculas en tiempos de la Roma republicana.
Cuando fue mandado apresar, el pueblo se levantó en protestas, hasta tal punto que fue
liberado: y los plebeyos ya tenían a su líder perfecto. El apoyo popular fue tal que, como
muestra de apoyo, el pueblo se vistió de luto y se dejó crecer la barba en señal de protesta.
Ego me patronum profiteor plebis, llegó a decir Marco Manlio Capitolino, según nos cuenta Livio
en su Historia de Roma: «Yo me proclamo patrono de la plebe». Pero la élite romana, temerosa
de que la revolución en ciernes terminase por derrocar al gobierno patricio, lo llevó a juicio por
traición. El desafío al Senado romano y al patriciado se saldó con una condena a “pareciptatio”:
lanzado al vacío desde la Roca Tarpeya.
LA CONJURA DE CATILINA
El caso de Manlio guarda ciertas similitudes con un amago de revolución sucedido trescientos
años más tarde. La célebre conjura de Catilina, en la que ese aristócrata -cuyo linaje,
aseguraba, se remontaba a los primeros fundadores de Roma- quiso pasar también por aliado
del pueblo para erigirse en mandatario único. En el año 63 a.C. Lucio Sergio Catilina se
encuentra sumergido en un mar deudas. ¿El motivo? Durante dos ocasiones había optado sin
éxito al cargo de cónsul. Pero la campaña electoral- exitosa o no- exigía en aquella época
fuertes inversiones de dinero. Y dos fracasos seguidos dejaron maltrecha la economía de
Catilina. Como, por otro lado, la de tantos romanos de la época, que figuraban en las temidas
listas de morosos. En un alarde populista, Catilina prometía cancelar todas las deudas y
también, eliminar a la clase dirigente e, incluso, incendiar la ciudad entera. No se andaba con
chiquititas. Pero enfrente se encontró a un rival de la talla de Cicerón. Gran orador que se
encargó de dejar para la posteridad un retrato de Catilina que lo convierte en el paradigma del
villano. En la cabeza. Solo un día más tarde, Cicerón se dirigía al Senado, exponiendo a su
rival. Las primeras palabras de su discurso han pasado a la historia: ¡Quousque tandem
abutere, Catilina, patientia nostra? («¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?»).
Y el traidor quedó retratado para la posteridad, en un discurso tan brillante como maniqueo que
no atiende a los motivos que hay detrás de aquel alzamiento: en aquella Roma de finales del
milenio existían profundos problemas sociales, que obvia Cicerón. Y, si Catilina tuvo apoyos
entre aristócratas endeudados y clases plebeyas, fue porque no era el único que discutía un
sistema que primaba el bienestar de algunos pocos sobre muchos. ¿Traidor o revolucionario?