Dicen los antiguos, los que saben, como era mi abuela, la Doña María Cavallin, que cada 12 o 13 años la laguna se desborda de su propio cauce y avanza sobre los campos y los sembrados y sobre las zonas pobladas más cercanas a ella y a su horizonte de mar infinito.

Dicen los que saben que amenaza con hundir bajo sus aguas al pueblo mismo pero que es tan sólo una amenaza, que esto nunca pasa del todo, que nunca termina de arrasar con su caudal el ejido urbano…

Dicen que es tan sólo la maldición del indio, para que se acuerden los blancos y para que sufran, por todo lo que hicieron sufrir a los originarios en las primeras épocas del pueblo, por allá, cuando construyeron el mangrullo. 

“Para que se acuerden”, dicen los antiguos, “de todo el daño que hicieron”…

Y sin embargo el mangrullo sigue ahí, reconstruido y embelesado, inmaculado en su belleza nívea, desafiando los malones inexistentes, que andá a saber si alguna vez existieron, a pesar de que mi abuela, la doña María Cavallin, insistía en que sí, que sí existían en la época en que ella era niña y andaba a caballo, trotando a campo traviesa hacia cualquier lugar…

Dicen que los regímenes de las crecidas y las bajantes de la laguna, incluso sus mareas y sus corrientes internas, son tan sólo inteligibles para ella misma, que nunca nadie, por más que muchos estudiosos se concentraron en eso, terminó de entenderla, porque vaya a saber cuál Dios le susurra al oído, desde el fondo del fondo de su propia alma, cuál es el estado que ella tiene que tener en ese momento, si desbordante de su propio cauce, o estable, o por debajo de los niveles habituales de su propia cuenca, siempre tan extendida que se pierde entre los límites del horizonte hacia el infinito y hacia el más allá.

   Decía mi abuelita, también, que la laguna era un ojo de mar, que tan sólo por eso nadie la entendía antes, tampoco la entienden mucho ahora, no te creas, porque hay muy pocos ojos de mar en el planeta y tienen algunas características singulares que por más que muchos han tratado de estudiarlas nunca las terminan de entender muy bien. 

Que es por eso justamente, que es muy difícil predecir las crecidas y las bajantes de la misma y las características del comportamiento de la cuenca hídrica en sí. 

“El agua llega hasta la Iglesia”, decía mi abuelita, “pero después se va retirando, y más de ahí no pasa”, también decía Doña María.

“Mi pequeño mar”, suelo decirle cuando me sumerjo entre sus aguas, nadando hacia el infinito, en el centro de la nada, en donde hay, cada vez, más y más líquido azul… Que de hecho no es del azul del cielo sino ese color amarronado como la Coca-Cola, ¿vio?, no el marrón propio del río Paraná que es muy distinto, sino ese tono de marrón tirando al negro, tanto, por la cantidad de iodo que tiene dentro; pasa que por el reflejo del azul del cielo sobre el líquido del agua se ve  al horizonte como de mar azul, como de un pequeño mar infinito en donde uno se puede perder sin estridencias, disfrutando de un paisaje calmo, tranquilo, como una encrucijada de paz en el medio de tantas guerras, entre Rusia y Ucrania, entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, entre alumnos y docentes, entre seres que no se comprenden ni se entienden, y es ahí, en ese lugar, en donde uno entiende que nosotros somos nada más que nada, una nada pequeña, chiquita, que está de paso, perdida entre tanto mar y entre tantas estrellas, y en donde ese paisaje, ése, perdurará por siempre, más allá del mangrullo en su blanco hacia el infinito, más allá de las casas, más allá de las inundaciones: ese paisaje con sus islas, ese refugio de mar pequeño, en donde las gaviotas, las cigüeñas y los flamencos, sobre todo los flamencos, además de muchas garzas, saben construir su hogar, un hogar que está de paso, entre medio de miles de migraciones, pero un hogar al que siempre vuelven, de una forma o de otra, un hogar que les pertenece, que los cobija, un hogar que los hace felices…. 

Hasta inundar el infinito del color rosa coral que los distingue de todo, hasta marcar la línea del horizonte del color coral con que inundaban el paisaje cuando yo era pequeña, mucho más pequeña que ahora, y disfrutábamos los atardeceres en las instalaciones del Club Náutico Melincué en la isla, en esa isla bella y larga, en donde ahora, después de muchos años, podés meterte y nadar hasta el cansancio, en ese pequeño mar con el que fuimos bendecidos por el alma divina del paisaje.