En “París era una fiesta”, Ernest Hemingway cuenta que en su juventud, con 21 años, casado y con un hijo llorón, iba a los bares a trabajar sus cuentos.
Alquilaba una habitación helada sobre un aserradero, por tanto, el frío y el ruido no lo dejaban en paz para burilar esos perfectos medallones que reportaba -junto a sus artículos periodísticos – el pan para su pequeña familia,
Es para creerle, ya que este se presume como un libro de memorias. Un breve y bello libro suyo que se lee con mucho placer. En esa misma línea de elección (ya que no de resultados literarios, como el lector lo sabe) coincido en que los lugares más hospitalarios para escribir suelen ser los bares. No todos los bares, cabe aclarar, sólo algunos reúnen esa condición. Y poco tiene que ver si son o no ruidosos, ya que a veces uno necesita ese coro de voces humanas que lo están acompañando alrededor también del eco asordinado de los automóviles, los colectivos y todo medio de comunicación más o menos ruidoso que atraviesa nerviosamente una gran ciudad como la nuestra.
Sin embargo mi mente viaja a varios cientos de kilómetros de aquí y se remonta a medio siglo de distancia, se posa sobre las aguas amargas de un verdoso más que oscuro y cree percibir las olas de una gran laguna que arrima hacia las patas de los flamencos rosados que comían en su orilla su frío y su fastidio de siglos, con la resignación de lo que no tiene remedio.
Esa laguna tiene que ver con mi infancia e ilusionó al primer albor de mi estrenada adolescencia.
Esa laguna me resulta cara a la memoria y pude constatar hace pocos días cuando mi hermano nos llevó en plan de “turismo zonal” –son sus palabras- ya que a mi pueblo lo separan menos de cien kilómetros de Melincué, de nombre cuasi mítico de ese lugar que ha sido hoy ”beneficiado” con su casino –acabado de estrenar- y su plan para desagotar parte de los campos que la laguna se había ido comiendo en un avance que por décadas amenazó con transformar esa zona en un pequeño mar.
Escuché que construyeron algunos canales y para desagotar más rápido, instalaron cuatro grandes bombas extractoras trabajan durante las veinticuatro horas.
Melincué, según consta en la historia, tiene asentamientos blancos desde 1770, en plena época del Virreinato cuando se asentó allí un precario fortín. El nombre le viene, según leí o escuché, de un bravo cacique ranquel que tuvo en jaque al avance “huinca” desde siempre. Pero mis recuerdos no son, ni quieren ser, históricos o turísticos, sólo pretenden ser calurosamente personales, de vida íntima y pequeña, casi como una breve flor silvestre de los campos como éramos en la edad de la escuela primaria en mi pequeño pueblo que poblaron mariposas y torcazas de zurear tan ronco, que raspaban los veranos desde el más añoso paraíso.
Siendo mi padre un amante de la natación y no habiendo en el pueblo piletas públicas (y creo que tampoco las había privadas en esos tiempos que relato) era entonces muy fácil que decidiera una incursión “a la laguna” como decía sin aclarar cuál, pero era obvio que siempre se refiriera a la misma, es decir: Melincué. Nombre para mí entre luminoso y mágico. Pleno de aventuras –suponía yo en mi fantasía- que comenzaba en el instante, en que subíamos al camión de Dante Güerino, un pequeño Chevrolet, viejísimo, rechinante, ruidoso a más no poder, pero a su manera –traqueteante- iba devorando kilómetros por caminos rurales, entre tierras aradas y sembradíos señoriales.
Cierta vez, pasando, un lugar de campos bajos vimos una pata crestona con una gran cantidad de patitos casi recién nacidos que iban detrás en disciplinada y paciente caravana. Fue como una explosión de alegría en la beatitud soleada de aquel verano remoto que se perdió para siempre, quedando esta leve hilacha de recuerdo para que no sean esos animalitos hermosos pasto del más infamante olvido.
Luego era ir avistando aquel espejo de agua en el que yo me figuraba el mar que conocí muchos años después, casi en mi cuarto de siglo.
Era también aproximarnos a ese puente (que hoy fue recuperado de las aguas) y transitar sus buenos metros hasta esa isla con sus playas mezquinas donde malamente armábamos una carpa de arpillera para protegernos del sol y luego era retozar en el agua bajo la admonitoria presunción de mi padre de no traerme la próxima vez si me alejaba y el ruego de mi madre para que fuera obediente. Si coincidíamos con algún otro chico, jugaríamos con una pequeña pelota de goma hasta que esta se perdiera entre el gentío o cayera en las aguas saladas y amargas y se perdiera de nuestra vista para siempre.
No era difícil que alguien alguna vez portara una guitarra -tal el caso de Elpidio Guiñazú o Pedrito Fantasía o Vicente Tumini- y era precisamente éste último el que esa noche viajaba con nosotros cuando de madrugada el camión de Dante se quedó en ese camino remoto con solo la luna redonda como silenciosa testigo.
No sé si un desperfecto mecánico o falta de nafta -me sopla Roberto Escudero que era de la partida esa noche-, lo cierto es que un par de voluntarios enfiló en busca de ayuda y el resto bajó del camión, y con nosotros bajaron las sillas y Vicente comenzó a tocar unos valses y unos pasodobles para paliar ese momento de espera.
Y sucedió lo imprevisto, allí nomás se armó un pequeño baile, bajo la luz de la luna, mientras yo miraba azorado aquella improvisada reunión bailable, única tal vez en todas las reuniones danzantes del mundo como podría haber dicho Ismael Bastistoni, locutor impecable de entonces, que animaba todas las fiestas en el glorioso Club Huracán.
El de los grandes espectáculos, suele repetir no sin ironía mi amigo Miguel Compañy, a quien todos apodan “El Tigre”.