En una encrucijada de veredas rotas, de tramas de poder que se ocultan y develan permanentemente entre sí mismas, a los tropezones vamos, y a tientas andamos, como gallitos ciegos que buscáramos ver, a tientas, una verdad que sabremos, que, noticias más, noticias menos, nosotros, léase el común de la plebe, nunca terminaremos ni de ver ni de saber nunca.

Mucho menos de entenderla. 

Todos pensamos que el tiempo de las pandemias estaba pasado y pisado, desde que Camus escribió “La peste” y desde que Daniel Defoe escribió “Diario del año de la peste”.

Estos libros, uno situado en Orán, Argelia, en  1947  y el otro en Londres, Inglaterra, en 1664, tratan, el uno sobre la epidemia de peste bubónica que azotó Londres entre 1664 y 1666 y el otro sobre una epidemia, aparentemente también de peste bubónica, pero puede ser también de tifus o de peste negra. El libro de Camus es ficcional, el de Defoe es una crónica o especie de crónica de una peste real.

Más allá de lo que podamos pensar de estos libros y de sus autores es cierto que fueron escritos hace muchos años atrás. Ahora escribimos otros libros, de otros autores, con otras pestes. 

Ésta llegó para quedarse, eso pensamos, a pesar de tantas vacunas y tantos vacunados…

La mutación permanente de las cepas del virus obliga a no ser tan efectiva a ninguna de las vacunas de las que pueda tratarse…

No obstante esto, un ejército de enfermeras le pone el cuerpo a la pandemia desde que empezó y estoicamente, no sólo que asistieron en forma permanente a los pacientes en cuidados críticos, sino que además y encima están vacunando  la máxima cantidad de gente en el menor tiempo posible, como si fueran, realmente, un ejército de salvación. 

Mi más cálido y sentido homenaje a esas enfermeras y enfermeros, nunca lo suficientemente reconocidos en su valor e importancia, tampoco en su retribución monetaria por el trabajo que hacen.

Si la pandemia empezó en marzo de 2020, a esta altura del partido, es inevitable que todos y cada uno de nosotros, estemos contando nuestros propios muertos…

 Seres que amamos y admiramos, con los que convivimos o no, con los que estábamos unidos por una entrañable amistad, de las de verdad, digo, no de las cibernéticas.

Y se fueron. 

Sin embargo, estos libros (“La peste” y “Diario del año de la peste”) no hablan de pandemias, sí hablan y narran las pestes en su lugar, cómo llegan, cómo empiezan, qué reacciones producen en las personas, en las familias, en la economía, en los animales y en el resto de los habitantes de esas ciudades (Orán y Londres), que desde un principio, entran en cuarentena. 

 Nadie entendía, débase a la suerte o no, semejante pedazo de pandemia, en estos años, 2020- 2021 y vamos para más… 

Las preguntas sobre el origen cierto de la pandemia no las responde nadie. Hay tantas versiones yuxtapuestas que ninguna asoma como la más creíble ni por lejos. Desde la sopa de murciélago hasta el arma biológica ninguna asoma, como la más cierta.

Michel Foucault fue el único intelectual que conozco que habló, tuvo el tupé, eso, de teorizar, justamente, sobre la suerte. Lo que él llamó el azar, la mala o la buena leche, como dirían por mi pueblo, el filósofo francés termina de admitir que es, en realidad, lo que no maneja nadie. En sus genealogías del poder y las reconstrucciones arqueológicas de algunas épocas (la modernidad, sobre todo, además de la época clásica y la era medieval), admite que hay acontecimientos puros de la historia que dependen de la suerte y de nada más. 

Algo que nadie maneja, tampoco Dios.

Los musulmanes, católicos, budistas o hinduistas considerarán que es la voluntad de sus dioses supremos. Los orientales, fatalistas desde el vamos, consideran que tenemos atado el destino a las plantas de los pies desde que nacemos. 

Los que somos estrictamente ateos (comunistas o no),  creemos en la mala o la buena leche, es decir, en la leche; le decimos leche a lo que el filósofo francés define conceptualmente como el azar. 

Son las encrucijadas de la historia que nadie maneja, por más político que sea, los eventos que rompen y rasgan la tela de la historia y tuercen su dirección hacia los lugares más impensados del Universo…

Así estamos ahora. 

Los que sobrevivimos  lloramos a nuestros propios muertos. Los que tuvimos suerte, los que todavía vivimos.

Los que ya partieron son los que no tuvieron tanta suerte… 

  La peste se los llevó puestos…

Lloramos lágrimas por nuestros muertos, los que se fueron, los que tuvieron la mala leche… Los que tuvimos la suerte de sobrevivirlos los lloramos. Los que tuvimos la suerte, la buena leche, de sobrevivir a la enfermedad.

Lloran soles desgarrados de desgracias en cada amanecer que despierta, lloran las lunas de plata en cada noche que se acerca…

 Muchos ya partieron, otros, en eso están.

Paradójicamente, quizás sea más que nada por cansancio, nadie parece cuidarse demasiado del virus.

Para los que hacemos esto, que es, nada más que leer y escribir, hubo pérdidas irreparables, desgraciadas, terriblemente tristes.

Horacio González se nos fue ayer o anteayer, un intelectual de veras, un militante de aquellos, un trabajador de la cultura de la puta madre. 

 Juan Forn también nos dejó, sorpresivamente, joven aún y con mucho, con toneladas seguramente de material para leer y escribir y disfrutarlo todavía y sorprendernos de su genio y de su arte… De su talento sin igual…

Laura Yasán partió por decisión propia. Muy joven también. Talentosa y artísticamente maravillosa e intrépida, insolente, como lo fue siempre…

 Esta revista perdió a Daniel Briguet, también sorpresivamente, uno de los grandes talentos de “El Vecino”, pero también uno de los mejores periodistas y escritores que parió la ciudad de Rosario en toda su geografía. 

Lloramos y lloramos y jugamos a encontrarnos en las esquinas en donde la sombra del otro, la sonrisa del otro, el encuentro con esos otros que se fueron, ya no será. Jugamos a encontrarlos y reencontrarnos en sus textos, en sus notas, en sus cuentos, sus novelas, sus escritos. Jugamos así a comunicarnos con los espíritus que partieron… En cada rincón de cada bar, en cada esquina de cada barrio, en cada una de estas veredas que transitamos… Son sus sombras las que ya no volverán… Tampoco sus voces, sus risas, sus palabras, sus genios…

Jugamos a encontrarnos a través de esto, de esto que es algo tan simple, la tinta y el papel, lo que perdura, lo que es documentos publicados… 

Y sí, porque lamentablemente, todo lo virtual en algún momento desaparece, aunque esté muy de moda ahora, en parte por la pandemia, en parte por los costos de las ediciones gráficas, siempre se cae algún sistema, se cambia algún formato de lo digital en sí (discos, Pendrive, se escracha la memoria de la compu, cambian los programas y no se pudo pasar de un formato a otro y etcétera…)

No digo esto porque Briguet fuera anti virtual, yo también lo soy. Me adapté en lo que pude pero no hay mejor fiesta que un libro o una  revista en formato papel… 

Lo virtual es rápido, casi instantáneo, pero también cambia y se transforma tan de prisa que después es imposible  encontrar cosas que ya tengan mucho tiempo de publicadas…

Nadie leería “Frankestein” hoy, libro de 1818, ni “Diario del año de la Peste”, libro de 1722, si no hubieran existido como documentos que se preservaron en el tiempo a lo largo de las vicisitudes de la historia…

Nadie nos leería si no estuviéramos publicados, en formato real o virtual en alguna parte…

Un autor escribe para un lector, para un público. El trabajo de lectura es un acto comunitario y cooperativo entre el autor y su lector, casi una comunión diría. Uno sigue sus propios autores. Los persigue, más bien diría. Los lee y relee, los piensa y los disfruta… En un acto singular y único, sin parangones…. Como si fuéramos amigos de toda la vida, como si fueran Juan, Horacio, Laura o Daniel, que nos invitan a tomar un café y nos preguntan, “Hola, ¿qué tal?”, “Cómo estás”? ¿”Cómo te trata la vida?”