La carreta llegó a la casa de calle San Lorenzo, desde la bajada.
Era un artefacto enorme, de ruedas increíbles. Los dos bueyes resoplaron, querían seguir por la costumbre, el conductor –un chico de unos 15 años- no los dejó. Se apeó y los maneó con una tira de cuero. De la caja del carro bajó un hombre agauchado, de unos cuarenta años. Golpeó la puerta de la casa.
-Buen día señora, que así el señor lo quiso. Tengo un cajón para usted.
-Buen día, Atanor.
La mujer lo miró de reojo –detestaba los gauchos- y le dijo que esperara. Salió un mozo joven, le dio unos pesos a Atanor y bajaron el cajón. No era pesado.
Sin demasiada fatiga lo llevaron al patio y de allí, a la cocina. Atanor recibió dos reales y se fue. No hubo papeles, ni facturas.
El cajón quedó en la cocina, a al espera que el dueño de casa volviera de su rutina en el comercio de telas de calle Puerto. Los sirvientes miraban de reojo las maderas, atisbando las letras que no podían leer, hasta oliendo, para saber qué era lo que la caja contenía.
A eso de las cinco el señor Correa llegó. Besó en la mano a su mujer, en la cabeza a sus dos hijas quinceañeras y dijo, cortante: llévalo a lo de Justina, muchacho. El sirviente supo que jamás –nunca- iba a saber el contenido de la caja.
Cuando el cajón llegó a la casa de Justina, la chica chilló como una colegiala. En realidad no lo era, a duras penas sabía leer, y lo poco que sabía era religioso. Hablaba muy bien francés e inglés, y recordó, al entrar el sirviente, el pedido hecho “a tatita”. Con su hermana trajeron tijeras, alambres y nada: no podían abrir la caja. Debieron contentarse con que Carlos, el marido, llegara a eso de las ocho de la noche.
Al abrir la caja, entre aserrines, aparecieron, una a una, las tazas. Eran realmente bellas. Blanquísimas, con dibujos azules, parecían unos objetos extraños entre tanta criollidad rosarina. De la caja fueron saliendo diez tazas, una chocolatera, una tetera, una lechera, una fuente y los platos y salvillas correspondientes. Miraron el cajón. Decía sellado al stencil: “22 pieces, J&G Meakin Ironstone China”. Debajo de cada porcelana, las letras J&G Meakin se repetían. Deploraron la ausencia de cucharas y debieron contentarse con las amarillentas de plata peruana.
La chica –que llevaba casada seis meses- decidió que las piezas de porcelana se ubicaran en la mesa de la sala que daba a la calle. Para ello, colocó un mantel de hilo, regalo de su madre, y encima, otro de tela negra con festones rojos. Un símbolo rosista. Pero nadie se daría cuenta, y además estaban las tazas que daban en conjunto, un unitario tonito celeste.
Ubicó la tetera en el centro, a cada extremo la chocolatera y la tetera, y haciendo un círculo, las 10 tazas y con sorpresa, el sirviente vio que la niña que vio crecer era una experta en menaje de mesa. La chica abrió la ventana a calle San Lorenzo y admitió miradas furtivas de las vecinas.
Llegó Correa -el padre de la chica- y se reunió con su yerno. Eran casi socios. Hablaron de cosas de hombres: lo caro que era comprar en Buenos Aires, la poca venta de elementos de la tierra, y la cada vez mayor preferencia por cosas “de gringos”. Hablaron en voz baja de cierta mujer que, a pesar del desprecio de ambos hombres, les interesaba a los dos. Fumaron una pipa cada uno, inveterada costumbre argentina para hablar sin decir nada.
-Mi hija está loca, gastarse esa plata en tazas, che…
-Sí, don Correa, pero…. ¿vamos a contradecir a las mujeres, señor?
A pedido de la chica –que no manejaba un solo peso- fueron a la sala, para admirar “la vajilla”. A don Correa ese lujo le parecía excesivo. Estaba acostumbrado a una vajilla más criolla, de la cual un gran porcentaje era de barro colorado o española, burda y antiquísima. Una jarra de plata llena de agua era el lujo que se permitía en su casa y no era raro que tomara agua del pozo, directamente, con un vaso de lata atado a un tiento.
Esa serie de objetos nuevos blancos y azules lo deslumbró, pero también lo desconcertaba. No podía entender que se usara un recipiente para una sola cosa; acostumbrado como estaba a pocos objetos, suponía a estos multiuso, como el cuchillo o el caballo y usar una cosa para cada uso le parecía un gasto innecesario. Pero como Justina le había suplicado tanto, hasta hacerse insoportable, que le concedió el ansiado Juego de Té.
El marido era menos conservador. Sabía que en la introducción de ese tipo de mercadería –cosas de gringos- estaban los negocios. Lamentablemente, Buenos Aires era ineludible: lo que allá costaba 10, en Rosario se multiplicaba por 100. Era más barato consignar o traerse, a lomo de buey, las cosas y venderlas acá, antes que esperar el barco que desembarcara en un muelle de tablas podridas, objetos rotos y caros.
Don Correa decidió mandar a buscar la loza.
Luego de la muerte de Correa en 1855, las tazas siguieron en su lugar de honor.
Un día de 1858 una de las sirvientas –algo torpe ella- las quiso lavar, puesto que habían juntado algo de tierra. Una de las tazas se fue al suelo. La mujer intentó disimular la pérdida distribuyendo mejor las tazas -4 y 5-. No dio resultado: se dieron cuenta, fue despedida, y Justina, ya treintañera y con cinco hijos- decidió que era hora de vajilla nueva. La taza rota fue a parar al pozo de basura, en el patio.
Ya las tazas nuevas las pudo comprar en Rosario. Por Córdoba, el Bazar Americano las vendía a buen precio y aunque buscó un sustituto, no las había exactamente iguales, a pesar de que el bazar disponía de la marca Meakin. Se decidió por un juego blanco y verde, con motivos de paisajes bucólicos: molinos de viento, gente con ropas antiguas y carros lujosos que atravesaban los campos de Stoke-on-Trent. La firma J&G Meakin seguía en el fondo de las tazas, aunque ya había otras marcas. Justina era incapaz de diferenciar una de otras. Elegida “la vajilla” se fue a su casa, su marido iría a pagar luego y el empleado retiraría la caja.
Se repitió el ritual, sólo que ahora la mesa era un lugar para comer, no para mostrar tazas. La prole ocupaba un lugar considerable, y varios muebles nuevos –dos cristaleros, dos bargueños y un “bayout”- se colocaron en el comedor. La madre de Justina se mudó a vivir con su hija y yerno, aumentando las necesidades de espacio.
El juego viejo, convenientemente disimulado en sus pérdidas –ya se habían roto dos tazas más y la lechera, por los chicos- se usaba en la cocina, aventurándose a más trajines y faltantes.
Cuando Justina cumplió cuarenta, quedó viuda y empezó a cuidar su vajilla con mayor esmero. Ya no entraría tanto dinero, y la parte de su marido que le correspondía fue adquirida por un extraño, un italiano gritón, pero amable. Fue al bazar y se consiguió loza barata lisa y blanca, “para todos los días” aunque seguía diciendo, debajo de los platitos, “J&G Meakin”, pero ahora en tonos de gris. La loza nueva fue a parar, directamente, a la cocina.
Deslumbrada por la variedad de usos del Juego de Té, Justina nunca se dio cuenta que las tazas vienen por docena, y la mercadería inglesa era con frecuencia, de rezago: le faltaron dos tazas. J&G Meakin eran productores de tazas baratas, masivas, para el uso cotidiano, el prestigio de lo inglés le impidieron ver eso a sus criollos padres, a su marido, poco acostumbrado al comercio de ultramar, y a la misma Justina, que veía en “lo inglés” un asunto más social que funcional. Nunca usó las tazas azules.
La historia de Justina no es sino la de muchas familias rosarinas entre 1850 y 1880.
En ese período, se abren por completo las puertas del comercio extranjero y a la vez, se forman las bocas de salida de los productos agrarios: primero cuero, tasajo, más tarde grano, luego carne enfriada. Argentina, en la década de 1890, ya es el granero del Mundo. Toneladas de bienes importados, cada vez más diversos –hay que competir- se introducen a cambio del dinero que deja la exportación agrícola. Miles de tazas inglesas, francesas, belgas, holandesas, alemanas, se compran, se venden, se usan, se muestran y se rompen. No importa, nuevas tazas suplantarán con rapidez a las ausentes, con sólo llegarse al centro y adquirirlas en los numerosos bazares.
El aluvión inmigratorio complicaría las cosas: no solamente la loza inglesa era barata, fácil de adquirir, sino que cualquiera que dispusiera del dinero podía comprarla.
También se había adquirido el concepto de “juego”. O sea de una serie de objetos variados, cuya función era indelegable en otros objetos. Juegos de cubiertos, de ropa de cama, de muebles, de joyas. Comenzó a ser algo de ignorantes o palurdos usar el cuchillo como tenedor, como se usaba hacía 50 años. No tener el “juego completo” de sábanas, fundas, toalla, calientapiés y almohadón, era carecer de una totalidad que definía lo correcto, lo adecuado, lo que debe ser.
Ya a mediados del siglo XX, los juegos de cubiertos eran un regalo importante de casamiento, y el “juego de hijos” (una nena y un varoncito) la medida ideal de la prole. Había nacido la clase media.
Hoy, de vez en cuando, cada vez que la municipalidad realiza movimientos de tierra, o en las demoliciones de viejas casas del centro, suelen aparecer trozos de la vieja vajilla. Los arqueólogos van detrás de estos trozos ya craquelados, en busca de marcas y costumbres de una ciudad en formación.
Los viejos trozos de la vajilla de Justina casi han desaparecido, igual que ella, pero subyacen, como restos de una vieja Troya, dentro de canteros de las plazas, en las veredas o en algún oscuro pozo que tapa una playa de estacionamiento.
En el fondo no son tan importantes, son reliquias. Pero ellas son las que hicieron que la sociedad hoy sea como es: una cultura inconforme, movediza tras los bienes, a los que desprecia en su incompletud, adoradora de las series perfectas de trajes, latas de conserva o alhajas, enemiga de las estanterías vacías.
Sin saberlo, Justina estaba dando forma inicial a una cultura de supermercado, ciento veinte años antes que este tipo de establecimiento se inventara, tal cual lo vemos hoy. No creo que Justina Correa se asombrara. Tal vez sí, buscaría en la sección bazar la marca Meakin.
Que en el año 2002, aún fabricaba loza barata.
Investigación: Arq. Gustavo Fernetti – Conservador de Museos
Imágenes: Diego González Halama