Lo miraba siempre desde la ventana de la casa de mi abuelo, por el boulevard Oroño. Pasaba muy bien trajeado, con el dedo levantado. Iba diciendo un discurso que nadie escuchaba. Yo sí. Para mí tenía razón en lo que estaba diciendo, aunque no entendía el idioma; no puede haber alguien hablando con tanta seguridad recorriendo un boulevard de punta a punta, ida y vuelta. Del río al Parque Independencia.

Una vez lo seguí. Me interesaba saber dónde vivía.

–Voy al cine Real–dije a mi familia que los domingos se reunían.

Como en el cine pasaban tres películas, tenía tiempo de seguir al hombre que hablaba solo.

–Voy temprano para conseguir entradas –dije apenas vi pasar al hombre del dedo levantado y traje impecable.

Le quedaban pocas cuadras para llegar al río. Salta, Jujuy, y las que vienen después que nunca me las acuerdo porque son difíciles. Pensé que allí terminaría el recorrido.

Cuando llegó al Paraná miró las aguas marrones y lanzó un escupitajo que debe haber sido todo lo dicho sin ser escuchado. Pegó un giro de bailarín y remitió su camino de vuelta. Cuando pasamos por la cuadra entre Salta y Catamarca, me adelanté corriendo para que mi familia no me viera seguirlo. Lo tenían como un loco de atar.

–Es uno escapado de la Philippe Pinel –decía mi tía.

–Pertenece a una religión, dice discursos en arameo –otro tío.

Lo esperé en calle Tucumán siguiéndolo hasta el parque Independencia. En el museo Castagnino lanzó otro escupitajo, pero en vez de girar nuevamente siguió camino hacia el rosedal. Se subió en la pérgola sobre la lomada formada por la tierra sacadapara hacer un pequeño lago artificial, donde se reflejan los eucaliptus gigantes que poco a poco se van vengando del cemento que les pusieron alrededor.

No pude seguirlo a la cima. Se daría cuenta de mi impertinencia. Desde allí les hablaba a los rosales, indicándoles que terminaran su temporada florida de manera tan digna como la fuente de los españoles con sus mayólicas importadas.

Me quedé esperándolo en un banco con apoya brazos de alas de mujer, que me abrazaba como si fuera un niño perdido dentro la inerte sociedad. Allí todo era inerte un domingo otoñal. El viento traía las palabras del hombre parlante con dedo levantado:

–No dejes de escucharme aunque no entiendas. Eres el único que me ha seguido. Acuérdate esta máxima, que no es mínima: “Millones de moscas no pueden estar equivocadas: coma mierda”.

Cuando él bajó yo ya no estaba. La mujer alada de piedra me había llevado por los caminos de nubes que no tienen retorno.

Héctor “Piripincho” Ansaldi

(Arquitecto, Profesor Nacional de Expresión Corporal, Actor y Director Teatral, Dramaturgo, Escenógrafo y Puestista)