A la memoria de mi amigo Pelo
Es probable que el lector encuentre una conexión débil entre los distintos bloques que componen esta nota. Al Fisgón, en una lectura detenida, le pasó lo mismo. No es para preocuparse. La moderna tecnología da la posibilidad al menos de volver a empezar, con una aclaración previa, algo que la vieja Lexikon no permitía. Por lo demás, entramos al universo cotidiano de lo increíble pero real, donde hasta la escritura pierde coherencia y decoro.
1 – CORRE, CAMINO
En el boliche o restobar, según se lea, la tarde del domingo no se perfila como algo especial. Los últimos comensales comparten una sobremesa que suele prolongarse, subrayada por la selección de música ligera a cargo del cajero y disjockey, y en los sitios más próximos a los monitores, los simpatizantes futboleros aguardan el comienzo de la final de la Copa América, a cargo de Brasil y Perú. Pero esto solo en apariencia: lo que corre por debajo, de mesa en mesa, es el entusiasmo despertado por la triunfal derrota de la selección albiceleste ante su clásico rival, la miserias del VAR desmenuzadas en el seno del propio bar y la corrupción en la Commebol y los dirigentes brazucas que curiosamente disparó una nueva estrella en el despoblado cielo argentino: el DT Scaloni.
El partido ya se está jugando cuando la entrada de una moza bonita, que debe empezar su turno, distrae mi atención. Saluda con un ligero gesto de su mano derecha y se pierde luego detrás de la barra. Es parte de una rutina conocida pero en esta oportunidad me remite a una idea olvidada: la irrupción de lo bello suele contener algo de imprevisto. Y como si escuchara mi discurso interior, el amigo Camponovo suelta la palabra “Correcaminos”.
-Disculpe, Hugo – pregunto – ¿Qué dijo usted recién?
-No, le estaba explicando al doctor Daniel (que no soy yo, apenas licenciado, sino un profesional invitado a la mesa) la novedad que me sorprendió esta mañana.
Y esgrime su celular como indicio inocultable.
– Escuché que nombraba al Correcaminos.
– Precisamente. ¿No se enteró usted, que es un hombre informado?
– ¿De qué no me enteré?
– De que mataron al Correcaminos. O mejor: que el Coyote lo atrapó. ¿Quién otro?
El estupor me impide estirar los labios en una sonrisa. Camponovo es una persona seria y tal vez el único detalle llamativo que gasta consiste en arremangarse el suéter de tejido fino y exhibir la piel de su brazo para mostrarnos que, en los días fríos, no se pone nada abajo. Pero aún así me resisto a creer lo que acabo de escuchar. Pienso en los clásicos del dibujo animado, desde Tom y Jerry en adelante, en la necesidad de que haya una emboscada o una persecución y el alivio que proporciona observar que el blanco o la presa consiga finalmente eludirlas. La tira del Correcaminos pertenece a esa tradición de modo que existe la posibilidad de que hayan decidido ponerle fin hace tiempo. ¿Pero por qué a través de un método tan drástico como el crimen del Coyote?
-Parece que un empresario japonés pagó a la Warner un millón de dólares por los derechos del personaje – insiste Camponovo.
Todo suena ridículo, incluso la figura del empresario japonés, pero como sucede con las fake news, la semilla de la duda está sembrada.
– ¿No quiere ver una prueba concluyente? – me dice el hombre del suéter fino, levantando el visor que ya vi.
-No, gracias, evíteme este mal trago – replico y giro
la cabeza al costado, con la intención de sustraerme. Es cuando veo un espacio vacío entre dos filas de botellas, colocadas sobre un extremo de la barra. Y por el hueco, en el otro extremo, la grácil figura de la buena moza, quien está ajustando su uniforme de trabajo, justo cuando se quita el pulóver hacia arriba y al hacerlo levanta un tanto su remera negra con el logo de El Resorte, para descubrir una franja de piel arriba de la cintura. Es un flash de tres o cuatro segundos cuyo carácter inocente y espontáneo resalta su atracción, si bien no debo seguirlo bajo pena de ser considerado un mirón (rasgo diferente al de fisgón). Vuelvo entonces la mirada a la mesa, donde Camponovo exhibe por segunda vez la presunta tira en la que una piedra enorme aplasta al Correcaminos, se ve una explosión y luego al Coyote devorando los restos cocidos de su archienemigo. El trazo del dibujo parece elemental para una industria caracterizada por su fina artesanía. Pero ahora enfrento, además, la oposición de mis compañeros de mi mesa.
– La verdad – dice el doctor –está bien que el Coyote haya pegado una. Ese pájaro bobo ya me tenía cansado con sus piruetas.
– Y si escapaba, por algo debía ser – dice otra voz cuyo emisor está fuera de mi vista.
– Entran por una puerta y salen por la otra – agrega Lato, quien acaba de llegar y no quiere quedar afuera.
No solo debo aguantar que apoyen al Coyote sino que justifiquen un acto de criminal ejecución. Miro al Alemán esperando su solidaridad pero solo escucho su voz que repite:
-Mané Garrincha era mejor que Pelé.
Ahí estallo en un tono destemplado
-Oiga, córtela con esa verdura, que el plato ya está lleno.
Y hago mutis por el foro en señal de protesta. En la pantalla, Danny Alves avanza con la pelota dominada. Lógico, es Danny Alves.
2 – HERMANO PERRO
Unos días después vuelvo a ver a Camponovo con su habitual talante. Esboza una sonrisa antes de decirme:
-Y usted pensaba que era un chiste.
-Oiga, Hugo, sigo pensándolo. Si el Correcaminos no se pasa más, no creo que lo hayan matado en el último capítulo.
-Vea, Daniel, yo entiendo que para usted representara la libertad, frente a la amenaza del Coyote. Pero si mira más de cerca, observará que mantenía siempre el cetro de ganador y a veces el público quiere que ganen los perdedores.
-Lo voy a corregir: lo que hacía el pájaro madrugador era ganar una y otra vez porque en cada performance le iba la vida. Su opción era, según demuestra el garabato que usted trajo, libertad o muerte…Tampoco quiero idealizarlo. Si consulto a un psicoanalista, a lo mejor me dice que las sucesivas pasadas del Correcaminos apuntaban a seducir al Coyote, quien convierte su deseo en ganas de comérselo.
-Está bien, es su punto de vista. Pero sepa que la moda está cundiendo. Ahora parece que planean lograr que el Gato Silvestre atrape a Piolín.
Camponovo todavía sonríe sin saber que ha cometido su primer error de argumentación, según mi segunda cláusula de uso personal: una razón es creíble, dos razones resultan sospechosas. De todos modos y más allá del respeto que merece mi interlocutor, me preocupa que alguna gente esté imaginando dar caza a los fugitivos de película. Hoy el trayecto de la ficción a lo real es más bien corto, al punto de confundirlos.
Vuelvo a casa esquivando un campo minado de caca de perro, como quien avanza saltando los charcos. No sé si por las vacaciones de invierno o simplemente por la fiebre perruna que no deja de crecer, la sensación es que las veredas del barrio están pobladas de excrementos. Y si uno se descuida, sobreviene la engorrosa sensación de pisar blando. Con este agravante: si hay quienes protestan por los ruidos de la noche que alteran su sueño, rara vez asoma una queja arraigada en los perjuicios ocasionados por la tenencia masiva de pichichos. Perjuicios ligados a la suciedad del entorno, la arrogancia de muchos dueños o dueñas, los ladridos y, más aún, el riesgo de un ataque intempestivo. Todo escudado en el discutible argumento del amor por los animales. Por si no lo sabe, doña Cata, le informo que el amor más genuino en este rubro suele provenir de otros animales, entre los que no figuramos.
No voy a incurrir en más alegatos ya que llevo escritas media docena de notas al respecto. Solo insistiré en una pregunta: ¿Por qué tienen perros? ¿Por qué no probar con zarigüeyas o cachorros de tigres de Bengala? La primera ventaja salta a la vista. No es tan fácil sacarlos a la calle. Y si lo dicho les parece mucho, apunten más cerca y traten de pasear con la correa a un gato, en términos literales.
Pero no quiero hablar más de perros y mascotas. Me remiten, por analogía, al tema que debo superar.
(“Un rosarino murió en Miramar al ser mordido por tres Pitbulls”. Título incluido en la tapa de La Capital del domingo 21 de julio. Y reciclado por la magia de Windows)
3 – OCHO DISPAROS
Doce días después de que la irrupción de lo bello disparó lo imprevisible y con visible demora respecto del plazo fijado, me dispongo sin muchas ganas a teclear la nota que debo entregar a esta revista. La que empieza hablando de una muerte fingida y terminará, por obra del azar o de la necesidad, con otra concreta. La empleada doméstica, usualmente puntual, llega con quince minutos de retraso (Sin exagerar: viene una vez por semana, a poner orden en el caos). Son las 9.l5 del viernes l9 de julio y cuando finalmente entra, me dice que el colectivo que la traía debió detenerse en Brown y Richieri, ya que un rato antes habían matado a un hombre cerca de la esquina citada. Y que, antes de salir, vio en su tele lo que después percibió en forma directa.
“Dicen que fueron ocho tiros” me comenta Alfredo, un vecino, una vez que llego a la vereda. “Debe ser un ajuste por el tema de la droga” – agrega, especulando sobre las circunstancias y los motivos del crimen. Miro la vereda todavía limpia y pienso en un mercado donde el dinero negro es casi sinónimo de gatillo fácil, de cualquier procedencia. Y hasta dónde seguirá la balacera.
Pero no tengo tiempo para especular porque debo mandar la nota cuanto antes.
Mañana es el Día del Amigo y, la verdad, me importa un rábano. O solo me importa en un detalle: la visión imaginaria del Coyote brindando solo, con agua de cactus extraída de la pradera o el desierto. Se lo merece.
Ya debe intuir que su existencia en soledad no tiene sentido. Para que haya un perseguidor, resulta vital un perseguido. Es el que sostiene la historia al precio frecuente de enfrentar el fin. No importa quién abrió el juego – seguro fue el guionista – los jugadores eran dos y fue la fuga por él promovida la que creó el fugitivo.
Lo que más me inquieta es la suerte corrida por el Correcaminos.