El pueblo estaba en silencio.

No era para menos, se estaba izando la bandera y alineados, estaban los militares que gobernaban el país. Escolares contrastaban con su blancura y el intendente, de fino bigote, sonreía. En el centro, estaba el cañón. A los lados, tres personajes imitaban soldados del siglo XIX. Uno de ellos porta enigmático, un encendedor. 

Más de treinta años atrás, ya caído el gobierno peronista, un viejo vecino entregó a la comuna un decrépito cañón que el arado había arrastrado gracias a la potencia del tractor. Herrumbrado y casi irreconocible, el cañón de fierro era realmente pequeño. No sobrepasaba los sesenta centímetros de largo y su calibre sumaba unos diez escasos. Su calibre, lleno de tierra, le daba el melancólico aspecto de una maceta.

El historiador de pueblo no dudó en adjudicárselo al coronel Prudencio Arnold, pero fue acallado rápidamente cuando se supo que dicho militar había sido rosista, un protoperonismo incómodo para ese momento liberal, nacionalista y católico.

Inspirados en las gestas independentistas, un artesano hizo una robusta cureña de algarrobo, el herrero los zunchos del afuste y se trajeron dos ruedas de fierro muy parecidas a las de las carretillas de don Cosme, el contratista más requerido.

La donación del cañoncito también fue polémica. 

El chacarero donante, apenas hecho el regalo, fue inmediatamente arrestado: se sospechaba que el arma había sido sustraída de la estancia de un coronel, que se arrogaba el derecho a no justificar la procedencia de lo robado y aunque finalmente no era un cañón lo sustraído, el coronel ejerció el derecho a tomar en resarcimiento el tractor del patriótico donante. 

Igualmente, éste no volvió a figurar en los agradecimientos, a diferencia del antedicho coronel Victorino Obregón Peña, un especialista en armas antiguas. Fue justamente para el centenario del pueblo que al militar se le ocurrió el evento:

-¿Qué tal si para los 100 años, disparamos el obucito?

-Vos estás loco, Victorino- le espetó su esposa. 

Pero los militares por lo general hacen poco caso a lo racional, ocupados en corazas, sables, tanques y matar gente, ésta con frecuencia sin uniforme. La idea –mejor dicho, la orden- fue presentada ante el jefe comunal, un abogado ilustre que la acogió con la humildad y el entusiasmo de quien obedece al poderoso.

Se reformó la plaza para ello levantando una barbacana de ladrillos antiguos, provenientes de la demolición parcial de una chacra abandonada de los Rosales, que no fueron avisados. El contratista, don Cosme, cobró tres veces lo habitual por hacerle almenas al recinto, como si fuera un castillo medieval petiso que miraba hacia el campo. La plataforma fue hecha con adoquines traídos desde Rosario, y una bandera argentina adicional le daba a la mini fortaleza un aire épico.

Armado, el cañón de verdad imponía respeto. Esto amerita una reflexión: no sabemos por qué, pero por lo general en los museos, plazas de armas y cuarteles antiguos, el cañón apunta al turista que ingresa; una bienvenida poco amistosa, pero habitual que nadie critica.

En este caso, en la plaza y al lado del asta bandera,  coherentemente el cañón apuntaba hacia el público –escolares incluidos- mientras que los generales, la banda y los uniformados en general quedaban siempre del lado de la culata. Pero hubo más.

Se contrataron dos modistas para replicar uniformes de 1812, que hicieron modestamente reemplazando las botas de cuero por polainas de paño lenci. El morrión fue inventado por la creatividad de las dos mujeres, que copiaron  más o menos lo que vieron en un Billiken de 1946.

El jefe de la comuna se vio en la obligación de comprarse un traje, eligió uno gris topo, con una corbata celeste, la camisa blanca daba el touch bandera.

Victorino cursó las invitaciones: vendría Leopoldo Galtieri y con un poco de suerte, “el jubilado”, o sea Jorge Videla, que había sido granadero en sus años mozos. Ambos se excusaron argumentando planes previos. Sin embargo prometieron su visita López Aufranc y el comodoro Guiraldes, aunque se sabía de entrada que no iban a  venir -como siempre- a eventos hechos por gente cualquiera. 

Al pasar, Galtieri le recordó a su subordinado –mediante amistosa orden- que era un acto civil y le prohibió el uso del uniforme.  Esta prohibición alteró al coronel. 

Desafiante, se dirigió a un sastre a que le imitara fielmente el uniforme de la artillería de 1812. No confiaba en las modistas y suministró imágenes de Marenco, para documentar al artesano textil. La verdad es que hizo maravillas y al casco con el penacho –en verdad de 1830- se lo prestó un amigo que trabajaba en un museo regional. El espejo declaraba una dignidad siempre buscada.

La mañana del acto era diáfana, impecable. Septiembre ya despuntaba flores en los jardines del pueblo, los chicos se sacaban los pulóveres y las mujeres más acaloradas ya andaban en remera. 

Alineados en la plaza, los trescientos chicos de las dos escuelas, una religiosa, la otra provincial. El intendente se ubicó al lado del asta bandera, y entre él, un alumno de séptimo “A” y el coronel, izaron la bandera. Se soltaron doce palomas blancas con general alborozo. Luego el intendente dijo unas palabras de rigor que poco y nada tenían que ver con la fundación centenaria del pueblo, pero que navegaron entre alabanzas a los pioneros, el rol del agro en la pampa argentina, algunas fechas como la del golpe del 66 y el 76 y alusiones al progreso, obra de todos pero conducida por pocos. El historiador no fue consultado.

Luego vino el momento que todos esperaban y que la propaladora y el diario del pueblo habían divulgado por dos meses.

Eclipsado un momento, el coronel salió de su auto vestido de gala con su flamante uniforme de casimir azul marino, seguido por los dos lastimosos peones de estancia, disfrazados con chaquetas en paño lenci. Toda una metáfora.

El coronel cargó el cañón con tres libras de pólvora negra, un kilo y medio en el habla de hoy. Envuelta en un trapo de lino blanco, se suponía que era la carga explosiva. Baqueteó bien el paquete de polvillo gris para que se introdujera en el fondo del cañón, que él mismo se ocupó de desoxidar mediante un cepillado exhaustivo. La bala, hecha de piedra andesita traída de Mendoza y labrada por un albañil, pesaba medio kilo escaso, pero se imponía por su forma anticuada, adecuado su simbolismo y su imposible vinculación con el pueblo; este exotismo la hacía irresistible a las miradas, .el cogoteo de los alumnos ya se tornaba indisciplina. Todos querían ver.

Luego se cargado el cañón, se cebó el oído, o sea el agujerito donde iba la mecha. El coronel mostró con dignidad el cuerno de vaca donde tenía la cebadura, destapó el adminículo y volcó una corta cantidad en el orificio, monto que juzgó adecuado. La verdad sea dicha, el coronel (RE) Victorino Marcelo Obregón Peña nunca había tenido la oportunidad de realizar una maniobra semejante.

El mundo se detuvo.

El coronel, con un extemporáneo encendedor Ronson acercó una trémula llama al oído del vetusto cañón.

Nada.

Otra vez acercó el querusita al agujero en el hierro. 

Nada.

Cuando el militar se dio vuelta para pedir fósforos, ocurrió. 

El cañón, literalmente, estalló. Trozos del cañón arrasaron la panadería de enfrente cuyo dueño se salvó por los pelos. Los chicos espantados salieron en estampida, dos maestras cayeron redondas al piso y la barbacana entera de poco sirvió como defensa ante la explosión inesperada. La bala de piedra cayó al pie del cañón: no alcanzó siquiera a recorrer diez centímetros. Los ladrillos que puso don Cosme llegaron más lejos.

El intendente, los peones, las dos modistas y la mujer del coronel desparecieron sigilosamente: ya preparaban la mejor forma de escapar del papelón, previendo la llegada del periodista. 

Levantándose del suelo, el casco de bronce abierto como una flor y con una bota menos, Victorino estaba entre asustado y preocupado. Debía dar explicaciones. La herrumbre del cañón obviamente lo volvió frágil, pensó en la soledad de una plaza desierta que no veía como abandonar. Sin ruido.

Pasado el tiempo, no hubo quejas, reclamos ni recriminaciones. Silencio.

El cañón –lo que de él quedó- fue retirado en secreto e incluso se dice que fue enterrado de nuevo, eso sí: lejos de surcos, chacareros y arqueólogos.

Victorino volvió a su estancia a criar lerdas vacas lecheras y a renegar con los peones. El intendente perdió al selecciones de 1984 ante un peronista: don Cosme.

Nadie volvió a aludir al evento. Excepto tal vez la mujer del coronel. 

Desnuda en la cama de uno de los peones, mientras acariciaba a su amante 20 años menor, dijo casi con filosofía: 

-Para reemplazar lo antiguo, hay que tener cuidado. Mucho cuidado.

Después de todo, tenía razón.

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti – Docente de la escuela Superior de Museología

Imágenes: Diego González Halama