El Sr. Pandolfi había salido temprano hacia su trabajo: una cerrajería en calle Rioja, casi Mitre, por Mitre, una cuadra que parece trastornarse por el tiempo y la distancia demasiado amena que la separa de la peatonal más tradicional de la ciudad.

Su negocio quedaba metido hacia adentro, en un opíparo cotillón inventado por sus dueños, y el orín de tres gatos apestosos, que espantaban a la clientela; no solo por el olor sino por la desvencijada sarta de trajes, sombreros y adminículos de cumpleaños fabricados con materiales repudiables, añejos por el tiempo y la falta de limpieza.

Un traje de león lideraba la vidriera atestada de objetos roñosos.

El Sr. Pandolfi, al fondo, por un pasillo, limaba llaves para convertirlas en originales elementos abridores y cerradores de privacidades.

– ¿Tiene la llave de felicidad, señor? –le preguntó una dama de negro.

–Si la tuviera no estaría aquí metido, con este olorrepulsivo a orines de gato…

–No lo huelo. Solo el perfume que usted irradia, bello caballero.. –dijo la dama de negro sacándose un guante de tul, para poner su mano fría en la entrepierna del cerrajero que, tímido, trataba de disimular su espanto.

–Perdón, señora –balbuceó Pandolfi.

–Señorita… –replicó la mujer dándole un beso en los labios mientras no dejaba de acariciar lo que había descubierto tras desabotonar la bragueta del hombre.

Los gatos comenzaron a maullar como si fuera el coro preludio de un acto tan imposible como la venta de los artículos del cotillón sicalíptico.

-Soy de enfrente… –dijo la mujer, mordiendo la lengua del cerrajero que bregaba por salir de la situación que lo incomodaba. -Allí existe un galpón abandonado que nadie conoce. Me formé en su interior, desde la arena, cuando ensayaban una obra de Lorca: El Público… ¿La conoce? Cabalgue… galope, como el equino de cascabeles. Soy la nodriza del espanto, la que engendrará un hijo sin pestillo…

La llave del señor Pandolfi penetró la cerradura para abrir la existencia hacia un mundo inaudito. A partir de aquel momento, el león de paño en la vidriera del cotillón se relamió con saña contra todos los transeúntes que ignoraban el lugar.

Los gatos meones dieron el maullido final al acto prosaico.

La mujer de negro cruzó de nuevo la calle y entró al galpón desconocido, disimulado por un zaguán de edificio aristocrático.