Apenas nacido fue abandonado en medio de un parque, pero él pertenecía a otro lugar, otro espacio, otro tiempo.

Nadie le llevó el apunte, nunca.

Quedó ahí, yaciendo, rodeado de alambres. Parecía cercado, alimentándose de la abulia de la gente que lo ignoraba, como si no existiera o nunca hubiese estado ahí.

Pasaron dos, tres, cinco años. Nadie podía circular a su alrededor. Habían cerrado el paso, parecía a propósito, que nadie pudiera visitarlo, acercarse a él.

Comenzó a envejecer antes de superar la infancia.

No tuvo relaciones, salvo con dos o tres personas a las que se les permitía pasar dentro del cerco. Uno entraba con un Peugeot 403 blanco, el otro caminando.

Circulaban a su alrededor; de tanto en tanto le hablaban, pero claro, ninguno tenía nada que decir. El del auto porque no sabía, el otro porque era bruto. Este último, a veces, intentaba limpiarlo; pero le parecía de balde.

¿Para qué limpiar a alguien abandonado desde su nacimiento? Por suerte tenía todo ese terreno a su alrededor para disfrutarlo aunque sea con la vista, ya que no tenía a nadie que pudiera transportarlo, contarle vivencias o hacerlo vivir.

Cerca, los caballos corrían carreras, de tanto en tanto, los domingos. A la mañana, muy temprano los vareaban. Eso era lindo. Verlos galopar a contraluz de la alborada, libres, sin competencia. La situación se ponía interesante, fugaz. A la tarde la penumbra y pronto la oscuridad total. Otra vez el páramo, la soledad e indigencia.

Un grupo de vecinos trató de rescatarlo. Hablaron con el intendente, pero no se llegó a buen puerto.

Él sigue ahí como un monumento a la desidia, usufructuado por algunos que lo vieron nacer sin ayudarlo a seguir viviendo. Muerto en vida o transitando una vida muerta.

Al principio todo iba rápido. Demasiado urgente parecía la concreción. Claro. Época de elecciones, había que terminarlo urgente.

Lo primero que pusieron fueron los inmensos carteles emulando al gobierno de turno, en el contorno del predio cercado, impidiendo que los vecinos pasasen hacia el otro lado del parque obstruyendo totalmente la circulación. Luego los pozos.

Como hormigas, cantidades de obreros trabajaron arduamente para llegar a término antes de que la gente votase.

Casi que llegaban justo, pero faltó algo; tal vez la verdadera urbanidad. No pudo inaugurarse.

Allí quedó el edificio incrustado en medio del parque, sin ningún rigor ni estética arquitectónica que lo identificase como un centro deportivo de educación física.

Sigue yaciendo, emulando una cárcel sin presos ni guardias. Abandonado antes de dar vida a los ciudadanos que no pueden atravesar el terreno.

Ya van cinco años de indolencia y tres del cerco aledaño donde pensaban construir una piscina olímpica que –eso sí– ni siquiera llegó a realizarse.

Baldíos, mugre, cercos, absurdos.

Alguien destruirá los cercos, ocupará el edificio transformándolo en un territorio de happening para contrarrestar esa política que impide sucesos en los lugares donde tienen que acontecer.

Héctor “Piripincho” Ansaldi, Arquitecto, Actor y Director Teatral, Profesor Nacional de Expresión Corporal, Dramaturgo