Taita Facundo sabía y muy bien montar en pelo y andar al galope, así, sin cabezal ni riendas, encima del potro como si con él hubiera nacido, como si los dos formaran parte de un mismo y único ser. Se había criado así desde niño, trotando todo el tiempo, atravesando la llanura verde, a veces amarilla de tanto trigo o tanto girasol, pero siempre, siempre, tan hermosa y esbelta…

Había aprendido a arriar el ganado desde pequeño, siguiendo al viejo, con el Coquí y el Piluso que eran los perros de esos tiempos, llevándolo y trayéndolo por la amplia llanura, de un campo a otro, de una hacienda a la otra, de un lugar hacia el otro, con toda comodidad, como si fueran ellos encantadores de reses, y así pasaban el tiempo, mateando cimarrones bajo el sereno eterno, iluminado de estrellas en las noches claras de tanta luna, acurrucados junto al potro bajo el poncho para pasar la helada, esa helada temible del invierno que baja despacito y se va metiendo entre los huesos…

“Las penas y las vaquitas/ se van por la misma senda/ las penas son de nosotros/ las vaquitas son ajenas”, cantaba don Ata, y con razón, che, que esto de llevar y traer y traer y llevar lo que no es de uno a la larga cansa, che, sin condiciones de vida medianamente humanas, en algún momento se compenetran y al final los arrieros terminan siendo como una parte más del ganado, equino o vacuno, pero casi como identificados con su misma naturaleza, sin derecho a reclamos de ningún tipo, sin poder demorarse en nada, aunque las condiciones metereológicas fueran adversas, casi como el arnés o la herradura eran, casi como una parte más del paisaje.

Taita Facundo sabía ser parte de su potro como si fueran tan sólo uno.

 Lo amaba desde la punta de la crin hasta el vaso.

 Pero no lo vio venir esta vez.

  No supo darse cuenta, no sé si eran los años ya de tanto andar o fue la distracción de ese momento.

Fue una noche de luna que no sé por qué de pronto se oscureció como un demonio trasandino y fue entonces cuando las ráfagas de viento empezaron a azotar a las reses que asustadas, trataron de empezar a dispersarse para guarecerse en algún recoveco del paisaje. Como si eso fuera poco un enorme relámpago cruzó el cielo, casi tan grande como el firmamento mismo y tras él un estruendoso trueno, como el aullido de una multitud de muertos sonó en la inmensidad del llano.

Fue entonces, tan sólo entonces, que Taita Facundo se dio cuenta de que su pingo estaba mucho más que espantado y volaba como un endemoniado llevándolo a él en el lomo y llevándoselo con él avanzó como una furia liberada hacia el borde del camino, allá en donde el abismo empezaba y allí sin otear ni olfatear el peligro, se arrojó, volando como venía, hacia el fondo del precipicio, cayendo las dos almas abrazadas al espanto hacia el fondo del cañón del río Atuel, donde se estrellaron en un aullido que al unísono lanzaron y desde el que nunca, nunca, pudieron salir vivos jamás.