Ahora que los dueños de casi todo imaginan viajes al espacio exterior para dejar esta única
cápsula espacial después de secarla a fuerza de una explotación irracional solamente
comparable a la feroz acumulación de riquezas en pocas manos; ahora que esos mismos dueños
imponen la necesidad de máquinas y robots para hacerse cargo de la salud y las leyes y producir
esclavos humanos que trabajen sin límites; ahora que millones piensan de acuerdo a los
intereses de esos dueños de casi todo y no quieren saber nada de luchas colectivas o impulsos
que vienen del fondo de la historia; ahora que las fechas parecen ser nada más que feriados;
ahora, nietos de trabajadores, dueños de casi nada, ahora mismo somos capaces de escribir, leer,
pensar y sentir aquellas palabras del manifiesto a todos los trabajadores de lo que alguna vez se
llamó la República Argentina un primero de mayo de 1890.
Aquel manifiesto se hacía en “fraternidad internacional” a favor de la “propaganda en pro de la
emancipación social”.
Hermosa idea: emancipación social. Hoy casi no se pronuncia la palabra emancipación y mucho
menos en pareja con la realidad social.
Quería decir un presente sin explotadores ni explotados.
La hermosa idea de la emancipación social.
Ahora, si, ahora, cuando las cifras del todavía existente Instituto Nacional de Estadísticas y
Censo gritan que crecen sin cesar las palabras que ensanchan la columna de los “ocupados
demandantes”, es decir las personas que no pueden empatarle ni al fin de mes ni a las
necesidades cotidianas y que, por lo tanto, requieren otra ocupación, menos tiempo para ser lo
que quieren a cambio de algún mango más.
Emancipación social para esas chicas y esos chicos menores de treinta años que son los que
más sufren la informalidad laboral, es decir las condiciones ilegales de relaciones laborales en
el país que alguna vez fuera la síntesis del derecho de trabajadores y trabajadoras a nivel
mundial.
Querían, aquellas autoras y autores del Manifiesto, que las palabras tuvieran alas para que
“vuele por encima de los postes de límites de los países y naciones con un eco de millones y en
los idiomas de todos los pueblos el alerta internacional de las masas obreras: ¡Proletarios de
todos los países, uníos!”.
Traían las resoluciones del congreso obrero de París: “crear leyes protectoras y efectivas sobre
el trabajo para todos los piases, con producción moderna”.
Allí estaba el humanismo beligerante, en la limitación de la jornada de trabajo a un máximo de
ocho horas para los adultos; en la prohibición del trabajo de los niños menores de catorce años
y reducción de la jornada a seis horas para los jóvenes de ambos sexos de 14 a 18 años; en la
abolición del trabajo de noche, exceptuando ciertos ramos de industria cuya naturaleza exige
funcionamiento no interrumpido; en la prohibición del trabajo de la mujer en todos los ramos de
industria que afecten con particularidad al organismo femenino; en la abolición del trabajo de
noche de la mujer y de los obreros menores de 18 años; en el descanso no interrumpido de
treinta y seis horas, por lo menos cada semana, para todos los trabajadores; en la prohibición de
cierto género de industrias y de ciertos sistemas de fabricaciones perjudiciales a la salud de los
trabajadores y en la supresión del trabajo a destajo y por subasta.
Y añadían que “es obligación de todos los trabajadores de declarar y admitir a las obreras como
a compañeras, con los mismos derechos, haciendo valuar para ellas la divisa: Lo mismo por la
misma actividad”.
A 135 años de aquella primera conmemoración del día internacional de la clase trabajadora es
indispensable recuperar el orgullo de formar parte de la historia universal de las personas que le
dan cuerda a este mundo cada vez más desquiciado pero todavía poblado de esperanzas y
dignidades.
Fuente: Manifiesto del Primero de Mayo de 1890, Argentina.