Regresaba muy temprano en la mañana, cuando aún el sol de invierno no quería sobresalir sobre los montes, cuando la nieve rebalsaba las calles del pequeño pueblo de Great Barrington, en Massachusetts. Calzaba sus raquetas sobre los zapatos para poder traspasar las zonas de hielo. Sabía patinar como ninguno en el pueblo. Había tomado confianza desde niña, practicando los deslices de la vida en un pueblo de mala muerte y poca vida nocturna. Ella trabajaba cerca, en Salem. Supo tener un auto –un Volvo ‘59– hasta que la dejó varada en el camino. Allí quedó por meses hasta que la policía caminera se lo llevó al corralón, para venderlo como hierro viejo y aportar algo de dinero a la comuna. 

Ann solía alternar sus escandalosas patinadas sobre la nieve, con un café en el drugstore, donde trabajaba su amiga Sophie. Allí platicaban sobre el estúpido momento que cada una vivía, estando apenas a dos horas de New York, donde la vida parecía ser de otra manera. Lo leían en las revistas de chimentos o espectáculos.

–¿A qué vas a Salem, Ann? –preguntó su amiga, apenas le sirvió el café de cada mañana.

–A contagiarme enfermedades venéreas, Sophie… 

A la vendedora del drugstore le tembló la cafetera. En realidad no quería saber la verdad sobre su amiga. Todos hablaban de la actividad de Ann, pero Sophie no quería convencerse de la verdad.

–Empecé como bruja blanca, Sophie, y terminé como prostituta. Venían muchos chulos, que con la excusa de conseguir alguna buena onda para sus negocios terminaban seduciéndome, con promesas en la gran ciudad… Lo único que querían era llevarme a la cama. Terminé cobrando. Eso me redituaba mucho más que andar ofreciendo profecías, que al fin de cuentas inventaba. Mi abuela me había enseñado correctamente el arte de la brujería, pero yo siempre quise ser artista. Las promesas eran muchas, los efectos pocos, ningunos… Solo enfermedades me acogieron, además de los chulos, que cada vez me pagan menos; a pesar de que mi necesidad es mayor…

–Podrías trabajar aquí, Ann… ¿Por qué haces eso?

Ann se quedó callada. Bebió el café de un sorbo. Dio vuelta la taza y la giró tres veces sobre el platillo, miró el fondo de la taza y se auto leyó el futuro:

–Mi vida es una muerte. Para qué buscar si todo está fresco en el borde de la taza. Mañana será mi último día…

Sophie no entendió. Fue la primera vez que Ann le pagó el café. Todos los otros días daba por descontado que su amiga la invitaría.

A la mañana siguiente, Sophie la esperó a la hora de siempre, cuando regresaba en el bus desde Salem. Ann no apareció nunca más.

En Great Barrington se seguía diciendo que ella era una muchacha rara.