Le costó unos segundos de su vida ubicarse en el lugar exacto del mundo en donde estaba cuando al fin despertó.
Había dormido profundamente esa noche, con una mano puesta de canto entre los muslos de una mujer, pero ella ahora se había ido. Él no la oyó cuando sin hacer ruido había arrimado la puerta, luego de vestirse a oscuras, para no despertarlo.
El gusto que le había quedado en la boca no se aproximaba siquiera a la resaca, pero recordó que con ella había tomado un par de botellas de vino mientras cenaban, luego de fumar y charlar hicieron el amor despaciosa, larga y dulcemente, no como en la época en que se conocieron donde la furia imperaba por sobre el deseo como un tigre endemoniado.
Miró hacia la ventana con poca luz aún, porque era esa hora en que la noche desciñe su sombra que no quiere desprenderse del mundo, pero cede ante la claridad que pronto la habrá derrotado.
Es aquello que por comodidad llamamos “el alba” porque nunca sabemos con exactitud cuando deja de ser noche y empieza la mañana, pero una convención más bien oportunista o lábil al menos, nos permite ubicar en las conversaciones esa palabra que se pronuncia con los labios un poco cerrados, pero no tanto, como si estuviéramos por dar un beso.
El hombre, como decía, estaba en el momento exacto del alba, se reincorporó sobre los codos y volviendo el cuerpo un poco hacia su costado derecho tanteó la mesa de luz y con una mano tomó el paquete de cigarrillos y un encendedor que estaba encima y se acostó de nuevo, prendió uno y el primer contacto con el tabaco y el humo en su boca le trajo un sabor pastoso que disimuló porque el deseo de fumar era mayor.
Sin pretenderlo deliberadamente se encontró recordando el momento exacto en que conoció a esa mujer y no pudo precisarlo, aunque convino con él mismo y con sus propios recuerdos que esto había pasado muchos años atrás, cuando ambos eran muy jóvenes, tal vez desde sus años universitarios, donde ambos se habían atrevido a soñar –con muchos otros- un mundo mejor que , era evidente, fue sólo un sueño irrealizable de una generación que terminó parcialmente asesinada . Sí pudo recordar –sabemos que la memoria es arbitraria- una noche en que pasearon por el puerto y ella tenía un vestido rojo que la brisa de la noche apretaba suavemente entre sus muslos que temblaban ateridos tal vez por el frío, pero él se inclina hoy al recordarlo que era por el deseo.
Esa noche hicieron el amor por primera vez, en un cuartucho con los techos altísimos, y, recuerda que no se durmieron contándose de a ratos sus respectivas infancias que no estaban muy lejanas por cierto, mientras fumaban del mismo cigarrillo hasta que la luz del alba –como la de este momento, como la de ahora- los encontró desayunando en un bar donde trasegaban los canillitas, frente al edificio de un Diario de esa ciudad donde ambos vivían, ya que el reparto de los periódicos se iniciaba muy temprano.
Allí los noctámbulos, los bohemios y los insomnes sabían que podían ir a cualquier hora porque al fondo del largo salón había mesas de billar, y mesas donde se jugaba al ajedrez, a las damas o simplemente a los naipes. También recordó que era un lugar con un quiosco al costado donde cualquier fumador empedernido podía llegarse hasta allí de cualquier punto de la ciudad y no sentirse defraudado.
Lamentó que bares de ese tipo ya no existieran, si bien estaban los “minimarquet” en las estaciones de servicio, pero consideró que antes de entrar a tomar un café allí se haría degollar. En fin, se resignó, la ciudad le resultaba cada día más ajena.
Recordó, mientras aplastaba el resto del cigarrillo contra el cenicero de vidrio barato otros rostros queridos que la muerte se había llevado en aquellos años violentos y la angustia de las noches de insomnio, en donde puso su empeño por no ser una más de esas víctimas. Asombrado y culposo se reconoció un sobreviviente de aquellos días aciagos y celebró de algún modo la felicidad de volver a reencontrarla, luego de mucho tiempo sin verla, cuando la casualidad (¿o debería decir el destino?) los puso en el mismo bar a la misma hora.
Ella hacía poco que había vuelto a la ciudad y él siempre frecuentaba ese lugar donde servían el mejor café del casco céntrico al menos y como se había vuelto fiel a sus costumbres se convirtió en infaltable cliente, tanto que si no encontraba mesa disponible no se sentaba a la barra sino que prefería dar una vuelta y postergar ese café luego de una dura jornada, aunque hubiera podido ir a otro bar de todos los que pululaban por la zona.
Ya en la cocina, puso agua en una pava, encendió el mechero al mínimo y se dispuso a ducharse.
Cuando sintió en la garganta el agua caliente al primer sorbo del mate sintió que eso lo ponía en paz con el mundo y recordó cómo su padre empezaba ese mismo ritual pero con unas gotas de ginebra volcándose sobre la bombilla caliente, en su infancia y cómo una vez ante su insistencia había probado ese mate tan extraño y se había quemado hasta la garganta.
Recordó que nada dijo a su padre, ya que presintió que esa complicidad entre ellos no sería aprobada por su madre, y él, siempre había querido tenerlo más cerca pero el carácter de ambos no lo permitió nunca demasiado.
Ahora su padre había muerto y él daría lo que el mundo pidiera para volver a sentir ese gusto de la ginebra en la garganta y mirarle la cara de felicidad protectora con que lo miraba.
Cuando se hubo vestido, acicalado como hacía mucho no lo hacía, evitó mirarse al espejo porque no quiso descubrirse la última arruga y romper esa sensación de estar contento consigo mismo, con su autoestima muy alta- como dicen ahora- y uno puede aventurar – por qué no- de extrema felicidad que seguramente le trajo la noche pasada, porque uno lo percibe en ese ademán decidido con que toma el picaporte y abre la puerta antes de salir a la calle.