La vecina le había dicho:

–Cosme, por favor, cuide a la niña, tengo una urgencia…

El hombre aceptó, un poco desorientado, ya que no tenía idea de cómo cuidar un bebé. La mujer desapareció. Parece ser que la urgencia que tenía era sacarse a su hija de encima.

Cosme trató de alimentar a la niña como pudo –y le aconsejaban–: mamaderas, cucharas con leche, tenedores con arroz –triturado–, y demás alimentos y formas que le indicaban los vecinos. 

La niña lo miraba con sus ojos despiertos. A pesar de la inapetencia y la falta de alimento, no parecía decaer; por el contrario, sus fuerzas aumentaban. 

Lo que sí tomaba la niña era agua. Lo hacía con pequeños sorbos desde una taza. Nunca pudo chupar una mamadera, no tenía registrados esos movimientos bucales.

La niña fue creciendo, casi sin comer. El idioma que comenzó a hablar era muy raro, con palabras muy distintas a las que Cosme conocía. Él se comunicaba través de la mirada, del tacto y sobre todo de sus canciones. Sabía tocar la guitarra; en una época había sido músico de la orquesta del pueblo. En Irlanda no era fácil encontrar alguien que tocase ese instrumento. Ellos utilizaban otros como la gaita, el arpa celta o la bombarda. La guitarra parecía algo estrambótico. La niña, con la música, entraba en comunión con Cosme. Este, por las distintas actitudes –y aptitudes– que fue notando en ella, se dio cuenta en seguida que era un hada. Comenzó a llamarla Ada; para no interferir entre los vecinos. Ellos no preguntaban sobre la niña; tenían cierto recelo por verla como una discapacitada física y mental. 

Cosme trasladaba a Ada en un coche que él mismo le había fabricado recogiendo ruedas en los desarmaderos de los pueblos vecinos y maderas de su propia cosecha y diseño.

Todos veían pasar a Cosme cada mañana, cada tarde, con la niña sonriente dentro el carro. 

–Tienes que comer, Ada, siento que no hago lo debido si no lo haces…

La niña lo miró con complacencia. Tenía una inteligencia distinta a los demás. No se podría decir que fuera superior: era otra. Captaba cosas que los vecinos–ni Cosme– podían advertir. Según pasaran por determinados lugares, la niña se crispaba o parecía volar. Se alternaba su movimiento al pasar frente a distintas casas; como si fuera la energía de estas la que la moviese. A medida que Cosme advertía estos movimientos, evitaba pasar por ciertos lugares: la vivienda de Ann Margarett, el establo de Bognouh y otros que no pertenecían a nadie, pero que Ada rechazaba con su tensión. Cuando estaba relajada, flotaba.

– ¿Por qué no utilizas eso para desplazarte, Ada? –preguntó Cosme al pescarla, de improviso, a unos diez centímetros del piso, erguida, con los brazos en alto y los pies en punta perfecta, como si fuera una bailarina de ballet.

Cuando cumplió quince años la niña desarrolló un cuerpo muy estilizado, con una proporción que no era humana sino de figurines de moda. El Hombre de Vitrubio hubiera quedado azorado si la llegaba a ver; Leonardo da Vinci desconcertado.

Ada no era alta en comparación con las vecinas; pero al no tener punto de referencia, sus proporciones tan estilizadas la hacían de una altura superior a la normal.

Cosme ya estaba cansado de darle de comer papilla con agregado de vitaminas, como le había aconsejado el farmacéutico. Los médicos no daban con la localización –ni el origen– de la supuesta enfermedad. Dejaron a Ada librada al azar o, lo que era mejor, a Cosme. Este, un día en que Ada volvió a repudiar el ungüento para digerir, le dijo: 

–Vamos al pub, Ada. Tomaremos una cerveza con un buen emparedado como el que hace Steven.

Era raro ver a Cosme con el carro contenedor de la niña, paseando por el centro del pequeño pueblo. Algunos jamás lo habían visto. Se reían a sus espaldas. Otros disimulaban. 

Dentro del pub, las miradas fueron aún más exóticas cuando lo vieron bajar con la niña en brazos. Ya era pesada con sus quince años. Su grácil figura y sobre todo sus ojos rasgados como una almendra llamaban la atención. Cuando Ada miraba llamaba a la reflexión. Un haz de luz parecía salir de sus pupilas iluminadas. Sus rulos color caoba le tapaban parte de su rostro. La boca eran dos pétalos de rosassuperpuestos.

Cosme la sentó sobre su falda –resultaba difícil que Ada se quedase erguida en un lugar desconocido–. Intentaba tensarse como lo hacía cuando sufría la energía ajena, pero Cosme la tranquilizó:

–Ada… Venceremos… –La niña, al sentir la profundidad de esa frase se puso a reír con una carcajada tan contagiosa, que en el pub todos la imitaron.

–Qué bella es… ¿Cómo se llama?–dijo una dama, de las pocas que se hallaban en el local.

–Ada…

A Cosme le comenzaron a llover preguntas sobre el parentesco de la niña. Ante la sinceridad del hombre en sus respuestas, Ada reía con carcajadas aún más contagiosas. Ella sabía captar la esencia de los hombres y mujeres. En la continua mentira que escuchaba constantemente, se inmutaba. Cuando aparecía algo real, auténtico, de quienes la rodeaban se ponía a reír.

Fue tal el jolgorio que se produjo en Steven´s Pub, que el propietario ofreció a Cosme tomar gratis lo que quisieran.

Pidió un vaso de cerveza –para compartir con Ada– y uno de los emparedados predilectos del lugar.

La niña comenzó a beber con verdaderas ganas, y a masticar con fervor. Era la primera vez que iba a utilizar sus dientes para desgarrar alimentos, que siempre antes le ofrecían hechos papilla. Su furia la destinó a los dientes –no a la tensión corporal–. Se comió el emparedado entero y tomó dos vasos de cerveza negra.

Cosme no tuvo que meterla en el carro para volver a la casa. Ambos deambularon riendo. Ella asentó su vuelo sobre el piso, y aprendió a desplazarse por sus propios medios.

Ada acababa de aterrizar.

Héctor “Piripincho” Ansaldi

(Arquitecto, Profesor Nacional de Expresión Corporal, Actor y Director Teatral,

Dramaturgo y escritor, Escenógrafo y puestista)