DE UN SOCIALISMO NACIONALISTA A LA EXTREMA DERECHA CONSERVADORA

No hay que olvidar que un característico aspecto del fascismo es tanto el carácter proteico de sus contenidos –muchos de los cuales se pueden presentar en caso oportuno desde un marco conservador– como su peculiar estilo, uno mucho más radical, agresivo, «políticamente incorrecto» y, en ocasiones, incluso pretendidamente revolucionario.

Un estilo que por ello se empapa de la retórica amigo/enemigo y teatraliza una victimista amenaza existencial por la que enfoca la propia acción política como una defensiva e imperiosa reacción frente a la agresiva «reacción de los otros». En esta línea, Meloni exclamó que «para ellos todo lo que nos define es un enemigo. Es el juego del pensamiento único: tienen que quitarnos todo lo que somos, porque cuando ya no tengamos identidad y no tengamos raíces, seremos inconscientes e incapaces de defender nuestros derechos».

Otro ejemplo de este estilo es este discurso de febrero de 2022, cuando denunció que: “Vivimos en una época en la que todo lo que defendemos está siendo atacado: nuestra libertad individual está siendo atacada, nuestros derechos están siendo atacados, la soberanía de nuestras naciones está siendo atacada, la prosperidad y el bienestar de nuestras familias están siendo atacados, la educación de nuestros hijos está siendo atacada. Ante esto, la gente entiende que en esta época, la única forma de ser rebelde es conservar lo que somos, la única forma de ser rebelde es ser conservador (…).”

No teman a la verdad, amigos míos. Como escribió el gran autor conservador Gilbert Keith Chesterton: «Se encenderán fuegos para atestiguar que dos y dos son cuatro. Se desenvainarán las espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano». Ha llegado el momento de esa batalla. Pero nos encontrarán listos para la batalla.

Esto puede ayudar a explicar que Io sono Giorgia [Yo soy Giorgia], la «autohagiografía» recientemente escrita por Meloni17, concluya con una frase en la que esta se presenta como un soldado en la batalla contemporánea, o que en la mencionada monografía que le dedicó Giubilei se haga énfasis en la revolución conservadora y se mencione a pensadores como Moeller van den Bruck, Heidegger o Jünger. Por su parte, Abascal ya destacó en su momento que «la política es la guerra». Esta agresividad, respaldada en caso necesario por distintas formas de violencia digital, no es un aspecto menor, pues contribuye a una polarización extrema, no ya solo política sino también social, por la que se intenta forjar una especie de mundo sustitutivo, uno homogéneo y acorazado frente a la crítica exterior e incluso a los datos de la realidad.

Por esa razón, del mismo modo que Enzo Traverso planteó que la palabra «populista» debía ser quizá más entendida como adjetivo que como sustantivo, podríamos preguntarnos si algo semejante debería suceder con el término «fascista». En este contexto, es oportuno recuperar un fragmento de la entrevista realizada a Ferrán Gallego en el libro Salvini & Meloni. Cómo la derecha radical conquistó la política italiana, de Daniel Vicente Guisado y Jaime Bordel Gil, en el cual se refiere a la síntesis que el fascismo logró entre orden y rebeldía:

Es como una especie de revolución conservadora. Son partidos que votan contra el divorcio, pero se autodenominan alternativa al sistema. Se ubican en el campo del conservadurismo católico moral, pero dicen ser alternativa. Esta es la aparente contradicción. El fascismo fue siempre un gran constructor de síntesis. De transversalidades. Entre lo tradicional y lo revolucionario. Entre los mitos nacionales y los mitos paneuropeos. Anticapitalista y anticomunista. Representativo de los valores de clases medias y al mismo tiempo movilizador y crítico con la burguesía desde un punto de vista moral. Todo esto lo sintetizaba el fascismo. Su clave era sintetizar distintos grupos sociales, aspiraciones que deben confluir en una gran mayoría social.

Independientemente de cómo se las quiera llamar, las nuevas extremas derechas coquetean muchas veces con este estilo fascista; uno que crece en la actualidad gracias a la proliferación masiva e incesante de fake news, hate news, teorías de la conspiración y «hechos alternativos» (por emplear la famosa expresión asociada al gobierno de Donald Trump) en las respectivas redes; uno que se presenta continuamente desde un marco transgresor e incluso antisistema; y uno que sabe navegar en medio de aparentes contradicciones desde donde se busca una dimensión transversal que al mismo tiempo tenga la capacidad de contrarrestar e incluso caricaturizar las mismas acusaciones de fascista.

De ahí que muchas veces se defienda que el fascismo, en especial si se observa desde una óptica transnacional, en rigor no tiene una ideología propia. De hecho, y como se ha visto antes, Orbán ensalzó su conservadurismo desde esa ausencia de ideología. Por su parte, también Meloni se ha presentado como alguien libre de ideologías, y un pensador cercano como Renato Cristin la ha retratado precisamente como una política antiideológica. De hecho, en las Tesis de Trieste, el documento programático e «ideológico» más importante hasta el momento de fdi, la formación italiana no solo se presenta y retrata públicamente desde una firme defensa de la tradición y de la identidad, y cita como referentes a figuras tan distintas como Garibaldi, Ludwig von Mises, Hans-Georg Gadamer, Jean-Paul Sartre, Charles de Gaulle, Éric Zemmour, Jean Raspail, Renato Cristin, Filippo Marinetti, Joseph de Maistre o Giovanni Gentile, sino que la palabra «ideología» siempre es empleada de manera peyorativa.

Sin embargo, también se debe decir que a la hora de la verdad sí se puede observar la existencia de una ideología subyacente común y mucho más concreta; una en la cual se observa además una gran continuidad con la del fascismo de hace un siglo. Me refiero a lo que podríamos llamar una «ideología negativa», donde aquello importante no es tanto lo que se es y por lo que se lucha como lo que no se es y contra lo que se lucha.

Y es que en buena medida las nuevas extremas derechas descuellan por ese carácter anti. Si ya historiadores como Zeev Sternhell recalcaron que se debía entender el fascismo del pasado como una lucha cultural contra el legado de la Ilustración y el de la Revolución Francesa, se debe añadir que, mutatis mutandis, una lucha semejante es la que se quiere plantear en el presente.

Y ese mutatis mutandis se explica por la actualización de esa tradición contra la que se lucha y, por ejemplo, el papel que en estas retóricas desempeñan fenómenos ahora centrales como el islam, Mayo del 68, el feminismo, la teoría queer o inmigrantes contra quienes se han lanzado teorías de la conspiración como la del «gran reemplazo», popularizada por Renaud Camus (si bien su origen se remonta a Jean Raspail) y muy utilizada por Orbán, Salvini o Marine Le Pen.

En la misma línea se han promovido palabras relacionadas como la alemana Umvolkung [inversión étnica]. Como se sabe, otra de las teorías de la conspiración más socorridas, flexibles y transversales es la centrada en la figura del magnate y financista judío George Soros.

Así pues, y en continuidad con los aspectos señalados por Ferrán Gallego en el pasaje antes citado, hay que tener en cuenta que el estilo fascista también se caracteriza por querer hacer una síntesis pragmática entre el pasado y el presente. Del mismo modo que en el último siglo los contextos han cambiado, incluidos los problemas y los contendientes políticos, desde la tradición fascista también se entiende que las respuestas o los planteamientos pueden tener que ser otros.

Además, no hay que olvidar tampoco que, en países como Italia o Alemania, el fascismo histórico fracasó estrepitosamente y que en el camino llegó a extremos intolerables incluso para no pocos neofascistas. De ahí que las reivindicaciones de Benito Mussolini no hayan sido totales ni acríticas en muchos casos y que se prefiera detenerlas en 1938 o 1940, antes de su giro antisemita o de su entrada en la Segunda Guerra Mundial. En Francia, la extrema derecha, más que reivindicar al régimen colaboracionista de Vichy, ha luchado por desdemonizar su memoria y, por ejemplo, por sustraerle su cuota de responsabilidad en el Holocausto.

Una de las posiciones más radicales en esta línea, luego matizada, fue la que se observó en Polonia, donde se promulgó una ley mordaza en 2018 para perseguir a los historiadores que desafiaran la versión oficial del gobierno sobre el exterminio judío, que achacaba a los nazis alemanes el monopolio de la culpa y absolvía completamente a los polacos.

Una retórica semejante se cultiva en Hungría, donde Orbán ha reivindicado la memoria del almirante Miklós Horthy y, mientras se quiere describir a los húngaros como víctimas, héroes o al menos inocentes, también se considera a los alemanes como los únicos culpables del Holocausto. En cambio, en un país marcado por un pasado tan difícilmente reivindicable y digerible como Alemania, se ha cargado contra el llamado Schuldkult [culto a la culpa] y se han buscado marcos alternativos que, en lugar de centrarse en el pasado nacionalsocialista, dejen de considerarlo como un elemento fundamental a la hora de enfocar el pasado germano.

De ahí, por ejemplo, que Alexander Gauland, siendo líder de Alternativa para Alemania (afd, por sus siglas en alemán), proclamara que «Hitler y los nacionalsocialistas son solo una caca de pájaro [Vogelschiss] en 1.000 años de exitosa historia alemana»20. Finalmente, en España se ha preferido apelar de manera pragmática a un pasado más lejano, como el del Imperio español, y defender su memoria frente a una elástica «leyenda negra», supuestamente fomentada por el hispanófobo extranjero y asimismo blandida por la «Antiespaña». Estas iniciativas nacionalistas coinciden en cómo se pretende establecer una complicidad entre el «enemigo exterior» y el «interior».

Todo esto evidencia que los vínculos con el pasado no se pueden explicar exclusivamente desde la nostalgia. Personalmente, y porque esa relación que se establece es pragmática y no literal, y más presentista que pasadista, prefiero hablar de melancolía, como lo he analizado en detalle para el caso español21.

En mi opinión, y siguiendo reflexiones como las de Traverso en Melancolía de izquierda22, la gran diferencia entre ambos conceptos residiría en que la nostalgia pone el pasado en el centro, mientras que la melancolía, siendo consciente de que ese pasado es irrecuperable y no siempre del todo deseable, lo utiliza de manera pragmática para intentar transformar el presente. En otras palabras, lo que se hace entonces no es tanto subordinar el presente al pasado, sino más bien al revés. En esta línea, resulta oportuno recordar que Meloni misma se ha posicionado explícitamente en contra de la nostalgia y ha escrito en Io sono Giorgia que «siempre habíamos sido inmunes a un cierto pasadismo [torcicollismo], a ese folclore nostálgico que hacía el juego a nuestros adversarios. De hecho, lo habíamos combatido, porque sabíamos que con la nostalgia nunca íbamos a construir nada».

Elementos como estos ayudan a comprender que el fascismo del siglo XXI no es o no será como el del siglo XX y también cómo se pueden ponderar las continuidades y las discontinuidades. Eso también explica la problemática cuestión terminológica abordada al principio; tachar de fascistas a estos movimientos puede parecer demasiado, y no hacerlo, demasiado poco. Por ello, convendría no perder nunca de vista el pasado fascista, uno rememorado en la actualidad incluso con peregrinajes populares como los que se hacen a Predappio para honrar la memoria de Mussolini, pero mucho menos olvidar que las nuevas extremas derechas son un fenómeno político del presente y para el presente que en gran medida, gracias a su exitosa manera de consolidarse y eternizarse en el poder, se inspiran en la exitosa estrategia de otros referentes contemporáneos como Orbán y la Hungría iliberal.

La nueva derecha es muy diferente al fascismo clásico, que irrumpió en la primera mitad del siglo pasado frente a la amenaza de la revolución socialista, en un escenario de guerras interimperialistas. Ese peligro de una insurrección obrera contra la tiranía del capitalismo unificó a las clases dominantes, que defendieron brutalmente sus privilegios contra los trabajadores.

El fascismo fue un instrumento inusual, en el marco de grandes acciones políticas de los asalariados e inéditas conflagraciones bélicas entre las principales potencias (Riley, 2018). Por esa razón incluyó modalidades ideológicas extremas de absolutización de la nación y repudio del progreso, la modernidad o la ilustración. Ninguno de esos condicionamientos está presente en la actualidad.

En la segunda década del siglo XXI no se vislumbran amenazas bolcheviques, ni consiguientes exigencias de inmediata contrarrevolución. Han reaparecido las tensiones bélicas, pero sin guerras generalizadas entre bloques competitivos. Las motivaciones que dieron lugar al fascismo clásico no se observan en la coyuntura actual. Por Claudio Katz (Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA y miembro de Economistas de Izquierda-EDI).

MODALIDADES PASADAS Y CONTEMPORÁNEAS

Es un frecuente error asemejar a la ultraderecha en boga con sus antecesores de la centuria pasada. Más que el fascismo en regla de esa época, hasta ahora despunta un proto-fascismo potencial, que tan sólo podría devenir en la modalidad precedente si se generalizan los rasgos de ese modelo (Palheta, 2018).

Ese giro implicaría la masificación de la violencia, a través de milicias paramilitares análogas a las bandas pardas del pasado. La hostilidad contra las minorías se transformaría en matanzas, las advertencias contra los opositores devendrían en asesinatos y los discursos agresivos se transformarían en acciones salvajes. Ese rumbo es una posibilidad, que supondría la conversión de las formaciones actuales en fuerzas fascistas.

Ese pasaje también implicaría la abolición del status legal vigente, mediante un contundente incremento del autoritarismo estatal. Mientras las organizaciones de ultraderecha actúen en el marco institucional, mantendrán a lo sumo un perfil neofascista aún alejado de la virulenta modalidad clásica. Una reorganización totalitaria exigiría, además, drásticos cambios en los liderazgos y en los movimientos que sostienen el actual curso reaccionario.

Una dinámica de fascistización requeriría mayor sustento plebeyo, enemigos internos más identificados y un lenguaje de violencia descarnada contra los opositores (Louçã, 2018). Esa concreción presupondría la amputación total de la democracia (Davidson, 2010). El fascismo no es una mera dictadura, ni una simple gestión autoritaria. Introduce un modelo político signado por el uso metódico del garrote y la consiguiente conformación de un régimen totalitario.

Esta caracterización del fenómeno centrada en el sistema político es más precisa, que la presentación genérica del fascismo como una época o una ideología del capitalismo. También es más acertada que su evaluación como una configuración contrapuesta al neoliberalismo. Estas dimensiones constituyen, a lo sumo, complementos del sistema político que singulariza al fascismo.

Los liberales suelen rehuir esta caracterización específica, presentando al fascismo como un discurso o un programa de vulneración de las normas republicanas. Con esa simplificada caracterización descalifican a sus rivales denunciando fascistas por todas partes.

Esa magnificación ha sido muy corriente en Estados Unidos para justificar el alineamiento con el Partido Demócrata contra los Republicanos. Con esa mirada se rechazó a Trump postulando la conveniencia de sostener a Biden (Fraser, 2019). El mismo multiuso del término fascista sirve en otros países para aprobar alianzas con el establishment burgués. La batalla real contra el fascismo nunca transitó por esos carriles.

Pero también es cierto que la ultraderecha actual incuba los gérmenes del fascismo. Por esa razón no es sensato eludir el calificativo, argumentando la ausencia de los eslabones faltantes para completar ese status. Nunca está demás la denuncia frontal de las corrientes reaccionarias, que pueden empujar a la sociedad al monstruoso escenario del siglo XX. Los aditivos “pos”, “neo” o “proto” contribuyen a precisar el alcance o proximidad de ese peligro.

En la actualidad, la extrema derecha ya fija la agenda de muchos países y gobiernos. Al relativizar (o naturalizar) ese avance se diluye su peligrosidad. La evolución de esos procesos sigue abierta y tiende a desembocar en dinámicas conservadoras tradicionales, pero no está excluida una tormentosa renovación del viejo fascismo.

Conviene tomar distancia de las tesis que restringen el fascismo a un exclusivo drama de mitad del siglo pasado. Tampoco es correcto suponer que sólo irrumpiría como respuesta a un peligro revolucionario socialista. Ese virulento proceso es periódicamente generado por el capitalismo, para contrarrestar el descontento que provoca la propia dinámica inequitativa, empobrecedora y convulsiva de ese sistema.

Los sujetos sociales que protagonizan esa reacción pueden mutar con los mismos parámetros de sus víctimas. La pequeño-burguesía que confrontó con el proletariado fabril durante Alemania nazi, no constituye un prototipo inamovible para cualquier época o país. El fascismo es un proceso político que no sigue parámetros inmutables. El registro de esa variabilidad es particularmente importante para evaluar su dinámica en América Latina.