(SEXTA PARTE)
MILES DE GUILLOTINADOS
La ilusión de Beethoven por vincular el ideario igualitario de la revolución a la obra más importante de su carrera se rompió en mil pedazos. Como el primer Napoleón, el compositor quería el sufragio universal y que todos los ciudadanos colaboraran en el nuevo gobierno mediante su voto. Solo así, en su opinión, se podrían poner las bases de la felicidad universal de cara al futuro. En cambio, lo que se encontraron fue una dictadura. Pero aunque el emperador fue el más famoso, la Revolución ya había visto antes a otros miles de traidores cuyo cuello había sido cercenado por la guillotina.
De los pocos que se salvaron fue mencionado Fouché, un personaje tenebroso, inquietante y con una ambición desmedida que, con una habilidad singular, no solo evitó una y otra vez ser condenado a muerte, sino que envió a todos sus enemigos al cadalso. Se movía como una sanguijuela, promoviendo una traición tras otra. Era el hombre de las mil caras, cuya técnica de supervivencia se basó en la hipocresía y en su sorprendente capacidad para ostentar cargos relevantes durante cinco gobiernos consecutivos de diferente signo político.
De hecho, su voto de calidad fue el que envío a Luis XVI y a María Antonieta a la guillotina, para veinte años después ponerse al servicio de Luis XVIII cuando Napoleón fue derrotado. Era un traidor nato, un reptil en estado puro, un tránsfuga profesional sin ningún tipo de escrúpulos, capaz de dejar en la estacada a cualquier compañero de lucha con tal de mantener sus cuotas de poder. Primero lo hizo con los girondinos, después con los partidarios del Terror y más tarde con los Jacobinos, Napoleón y Robespierre, entre otros muchos.
ROBESPIERRE DE REVOLUCIONARIO A TRAIDOR
Este último también fue un traidor. En la Revolución Francesa nadie parecía estar libre de ese pecado. En un principio, este abogado defendió los derechos políticos para toda la ciudadanía, pidió el sufragio universal, peleó por la libertad de prensa, defendió la educación obligatoria y gratuita y, sobre todo, exigió con todas sus fuerzas la abolición de la pena de muerte.
En los Estados Generales llegó a pronunciar el siguiente discurso: «Matar a un hombre es cerrarle el camino para volver a la virtud, es matar la expiación. Matar el arrepentimiento es una cosa deshonrosa». Tras la toma de la Bastilla, sin embargo, se convirtió en un convencido partidario de la pena capital. Creía que el pueblo reafirmaría su confianza en la nueva ley si los culpables eran ajusticiados. Esa postura se radicalizó aún más con la insurrección de la Comuna de París en 1792, a partir de la cual no descansó hasta que los reyes fueron ejecutados. Había que democratizar la política a golpe de guillotina y, cuando fue elegido presidente de la Convención Nacional un año después, impulsó la Ley de Sospechosos para poder reprimir fácilmente a los enemigos de la Revolución.
En este sentido, dejó sin efecto la constitución y amplió desmesuradamente sus competencias. Es decir, instauró también una dictadura, a la que el mismo Robespierre bautizó como «El Terror», que no era precisamente el dechado de libertad, igualdad y fraternidad que había prometido. Lo justifica con una buena dosis de cinismo, asegurando que esa era la etapa que Francia debía transitar para purificarse y proseguir después con sus reformas democráticas.
En el camino acabó con otros líderes de la Revolución francesa como Georges Jaques Danton y Jaques René Hébert, decapitados como supuestos traidores de su causa. Comenzaba así el periodo más despótico de su mandato, en el que no tuvo reparos en centralizar la justicia en un único Tribunal Revolucionario e intensificar la represión a través de la ley de Pradial. Esta anulaba todas las garantías de los acusados, que no pudieron presentar testigos y defensores desde entonces. Fue el comienzo de un periodo de siete semanas en el que decapitó a más de 1300 personas en la ciudad de París.
Al final se quedó aislado y se ganó numerosos enemigos que comenzaron conspirar en su contra. El 26 de julio de 1794, no se lo ocurrió otra cosa que presentarse en la asamblea con una nueva lista de enemigos de la Revolución a los que había que guillotinar, pero se negó a revelar sus nombres pese a las súplicas. Al día siguiente, los diputados empezaron a recriminarle sus atrocidades a gritos, sin dejarle hablar, y lo detuvieron. Dos días después, tras ser liberado por la comuna de París y nuevamente apresado por las tropas leales a la Convención, fue llevado a la plaza de la Revolución sin la pomposa peluca que solía lucir. En su lugar, llevaba una venda ensangrentada que el verdugo le arrancó. A continuación fue acomodado bajo el filo de la cuchilla y todos aquellos que un año antes le aclamaban, clamaron: «¡Abajo el tirano!». Y su cabeza rodó.
LA TRAICIÓN INTERNACIONAL DE NAPOLEÓN
Además de traicionar a los franceses con aquella obsesiva concentración de poder en sus manos, hay que tener en cuenta que Napoleón llevó a cabo un traición aún más notable e innecesaria, así como una de las que más cara salió: la traición a sus aliados internacionales en las numerosas guerras que libró a lo largo y ancho del continente europeo.
Era una costumbre que el corso empezó en 1806, cuando rompió el Tratado de Schönbrunn, firmado con Prusia apenas seis meses antes tras la victoria en la batalla de Austerlitz, también conocida como la batalla de los Tres emperadores. Según ese papel rubricado, Prusia se convertiría en aliado de Francia y recibía, a cambio de ciertas concesiones territoriales, el reino de Hannover.
Sin embargo, el traicionero y ambicioso emperador quiso llegar a un acuerdo con los británicos para que la dejara las manos libres en la conquista del viejo continente, y así, no dudó en ofrecer a Londres la soberanía sobre Hannover. Se trataba de un cesión fraudulenta que los ingleses comunicaron rápidamente a los prusianos. Esta fue la razón de que se desatara la cuarta Guerra de la Coalición y se iniciase -aunque a Napoleón ni se le pasaba por la cabeza-, el principio del fin de su reinado.
FRANCIA CUNA DE TRAIDORES
De Robespierre a Napoleón pasado por Fouché, Danton, Marat, y otros productos de una Revolución que devoró a sus propios hijos, en una Francia llena de virtudes y traiciones -en la cual muchos quisieron ser igualitarios y libertarios-, pero fueron partes del producto de esa maquinaria del Terror que ellos mismo instauraron.
Hay que saber que, tanto Robespierre y Napoleón se apoyaron uno al otro en el proceso revolucionario francés, como en el título de un libro de Hemingway llamado «Por quién doblan las campanas».
Sería este, el titulo más acertado para definir las traiciones entre revolucionarios que luego se transformaron en monstruos sedientos de sangre en el nombre de la Igualdad, Libertad y Fraternidad que nunca la llevaron a cabo y hoy en el mundo están surgiendo estos monstruos tanto en el continente euro-oriental como un Putín o en Estado Unidos un Donald Trump que los movilizan realizar alianzas y traiciones con los nuevos poderes mundiales a costa de los sufrimientos humanos.
Mientras en el cono sur tenemos a un Milei como el líder de la ultraderecha internacional, un déspota de sus propias ideas libertarias, impregnadas de traiciones entre los suyos y otros.
Ilimitado por sus crueldades ante la condición humana, donde una parte de la sociedad cayó en el encanto, pero en realidad es un lobo vestido de oveja, es decir, un manipulador compulsivo y un diestro en las traiciones en general.
Los traidores de ayer son los mismos en este siglo XXI, solamente hay que tener cuidado porque son traicioneros.