El plato se rompió al lavarlo. No había remedio y la mujer renegó de su torpeza.
La nena de cinco años miró sorprendida, esos trozos eran un plato y ahora ya no.
Los pedazos de loza blanca, seis en total, fueron a un rincón de la casa a medio terminar. Algo común en un barrio de 1932.
Los pedazos se hicieron diez en pocos días, al barrerlos torpemente la nena, que a duras penas manejaba la escoba.
Para la madre –una cigarrera valenciana venida de muy niña- era un gasto imprevisto: un peso veinte costaba el plato en el bazar de calle Vélez Sarsfield y no tenía ese dinero. Habría que apañárselas. El marido –un italiano hosco y algo afecto a la botella- la recriminó duramente por la pérdida, reforzando la idea que había que arreglarse con un plato menos. El plato fue, lentamente, enterrándose en el patio.
A los dos meses de comer por turnos (y primero el italiano) la mujer fue hasta el bazar y pidió ver “algunos” platos. Quería solamente uno, claro.
No eran tan caros como pensaba. Había sobre todo blancos, tal vez los menos costosos frente a otros decorados con paisajes, orlas y flores en azul, rojo, marrón o verde. Fue a una opción intermedia.
En los burdos estantes del bazar se apilaban unos de loza blanca, con unos dibujos en relieve. Representaban una espiga de trigo y una hoja de la misma planta, entrelazados de manera que el dibujo (una hoja-una espiga) recorría todo el borde blanquísimo, casi distinguido. Decidió comprar cuatro, a cuatro pesos en total, y el dueño del negocio se los envolvió en un papel parecido al de calcar. La española pensó que le servirían para hacer alguna torta, forrando el molde y evitando la manteca. El dueño le recordó ese uso: estaba acostumbrado a decírselos, ya que las clientas pagaban por la mercadería, pero llevaba también “de yapa” el papel. Todos los platos eran ingleses, ya que no existía loza nacional.
Pensando cómo justificar la compra, la mujer ideó un discurso sobre platos medio rotos, o astillados. Había que convencer al italiano, de los cuatro pesos.
Cuando el gringo llegó, vio los platos y no dijo nada.
En realidad, le gustaron. Acarició la cabeza de su mujer, besó a la nena y se fue a dormir la mona. Al otro día exigió los platos nuevos.
Las cosas trascurrieron más o menos monótonas por un año, hasta que nuevamente un plato se rompió. Es el destino final de la loza.
La señora –con paciencia- fue de nuevo al bazar y trajo otros dos platos. Le añadió una fuente del mismo diseño.
La comida para el gringo, ahora parecía otra cosa.
“-Ma, era prechiso un po´de dignitá, mangiare e´importante…”
La mujer servía en la fuente por lo general puchero, pero también fideos o algún guiso. Con el tiempo, el trabajo estable empezó a dar para otras comidas quizás más caras, pero menos engorrosas y que llevaran menos combustible también: ensaladas y bifes eran ya comunes. Los platos que se rompieron fueron reemplazados por platos playos, y se les sumaron dos soperos.
Los playos se usaban ya más que los hondos, ya que el puchero no era tan frecuente, prefiriéndose el fideo con tuco y carne, a la sopa: las comidas ya no eran iguales todos los días, como en la época de recién casados, y el italiano refunfuñaba si dos días seguidos había bifes.
Con la nena ya grande, se añadió otro sueldo, y se compraron nuevos platos, similares a los de las espigas, pero de otro dibujo diferente, ya que se les añadía una flor de seis pétalos entre espiga y espiga. Los platos anteriores ya estaban gastados de tanto serruchar con el cuchillo, y luego de dos roturas, pasaron a servir como auxiliares.
Cuando la nena cumplió 15, vinieron los familiares a saludarla. Al mediodía habría un almuerzo, pero no había platos y la española debió pedirlos prestados junto con los cubiertos de más. Casi todos los platos ajenos eran con la espiga, de diferentes tipos de dibujo, para ella, el marido y la nena eran parte del paisaje hogareño y ni se fijaron. Ya habían añadido algunas tazas y platitos con dibujos verdes para farolear ante las vecinas que venían a pedir hilo o harina, y se quedaban a tomar té o café.
A los diez años de aquél viejo plato roto, las cosas habían cambiado un poco.
Ya el plato de trigo original no se conseguía, pero las imitaciones eran muchas, y el dibujito de la espiga era cada vez más difuso. En algunos platos, era solamente un cordón informe, bultos que recorrían la loza…
El gringo ya era un cuarentón y futuro suegro, así que para el compromiso de “la nena” pasó por La Favorita a ver algunos regalos susceptibles de ser dignos del padre de la novia.
Deslumbrado, vio ante sus ojos cientos de platos, platitos, platos de postre y masiteros, fuentes, tazas de té y de café, vasos y bastante caros. Limoges, Sheffield, Cerabel… piezas inglesas, francesas, belgas… importadas, buenas y por lo tanto costosas.
Pero era su hija (en el yerno ni pensaba) por lo que eligió un término medio. Tal como hizo su mujer hacía diez años aquél viejo plato ingles con dibujos de trigo. “Ni muy muy, ni tan tan”. Se decidió por unos muy lindos, de loza nacional bastante buena, marca Boulogne, que imitaban diseños importados en rojo. Quedaría como un señor, a buen precio.
Apenas casada la chica, con el marido abrieron histéricamente todo lo regalos: con 22 años, era todavía una nena y el marido no era mucho más maduro. La chica estaba admirada: todo eso era de ella, era un sueño para una chica que apenas sabía cocinar y que tenía más vajilla que la que podía usar.
Los primeros días en la nueva casa se contentaron con usar platos “de todos los días” que abundaron entre los regalos de casamiento, los Boulogne no se usaron nunca y fueron al aparador de roble, comprado con la mesa y las seis sillas. Al año habían comprado más loza.
El tiempo pasó.
El gringo murió en 1966 y la “gallega” en 1970. La nena tuvo dos hijos (un “casalito”) y gran parte del menaje regalado en el casorio de 1940 se gastó, rompió y descartó definitivamente. Nuevos platos y tazas, ahora de “Vi-Cri” de Rigopal, reemplazaron a la loza decorada comprada en los 50 y 60. Ya con 55 años, la ex-nena quería limpieza, funcionalidad, los nietos ya eran una seguridad y la loza estaba en peligro. La hija heredó la loza Boulogne de flores rojas de la que sólo se había perdido una taza, tampoco la usó y recaló en el año 2001 en un anticuario que pago poca plata por ese juego incompleto.
Esta breve historia es el recorrido por una familia que evolucionó de proletaria a ser de clase media.
La loza inglesa denominada Ironstone Wheat –loza blanca con dibujos en relieve de espigas de trigo- fue un indicador de ese pasaje. De una vajilla lisa, amarillenta y de pésima calidad, esta familia pasó a la de las espigas, estéticamente más elaborada. Lo que define lo bello, para las clases medias argentinas entre 1930 y 1960, es el trabajo aplicado a un objeto. Por lo tanto, la vajilla Wheat será más valiosa estéticamente que los simples platos lisos. Y luego, una de decoración profusa, será estéticamente superior a la blanca. Es por ello la preferencia por los diseños abigarrados, trabajosos, los bordados hechos en tardes eternas por abuelas y tías para el ajuar de la novia, los papeles decorativos en las paredes, los densos estampados en la ropa, los gemelos dorados y los botones abundantes.
El pasaje de una losa lisa, sencilla, a otra decorada, siquiera en relieve, significó una elección meramente simbólica. No funcional, como el pasaje del plato hondo al playo como vajilla principal, sino de “pobre” a “menos pobre”. Una evolución, un mejoramiento.
La industria nacional, disparada por los créditos peronistas, fabricó nuevas vajillas, todas incorporando unos trabajos de filigrana o dorados a los platos masiteros o a las tacitas de café. Al tiempo que se dejaba de usar el Wheat –un plato proletario- se reemplazaron por otros, más distinguidos, estéticamente de mayor valor aunque no necesariamente mayor precio, vajilla mediana para la clase media.
La historia de esta familia –de origen obrero- es tan común, que es frecuente que los más viejos recuerden la loza Wheat. Paradójicamente y a pesar de su uso, pocos de estos platos han permanecido intactos. Ya son una rareza, hasta en anticuarios: nadie la conservó.
Noventa y tres años después de ese plato roto inaugural, el arqueólogo levantó la loza enterrada y dijo a su ayudante:
“-Wheat. Cronología de 1920 a 1930… Mirá: hay otras diferentes.”
“-Quizás haya habido varias poblaciones aquí.”
“-O una sola, consumiendo varios modelos.”
“- Oh, las clases medias, las clases medias. Siempre entierran roto su pasado…”
Tenía razón.
Investigación: Arq. Gustavo Fernetti Conservador de Museos -Imágenes: Diego González Halama