Puede establecerse, casi como una certeza, que todos hemos visto césped.
Ese plano vegetal que cubre las plazas, las veredas y los jardines, es casi un logro de la civilización. Con frecuencia es más cuidado que los ancianos o los niños, se lo recorta y peina, se lo riega para que no muera y genera cierto desasosiego cuando se seca. Los bordes se recortan con prolijidad para que no desborde sobre las veredas y para ello se dedican sueldos de empleados y honorarios de jardineros.
¿Qué ocurrió para que se haya llegado a semejante desmesura?

Pastos secos
Los romanos inventaron el césped. La palabra proviene de “caespes”, un ladrillo de tierra con su pasto, cortado para forrar el techo de las casas o para adornar jardines. También se usaba para tapar las tumbas, cuando las había. En Europa la costumbre se mantuvo durante el Renacimiento, luego de perderse los hábitos grecorromanos durante diez siglos.
La conquista de América no hizo prosperar mucho césped, como no fuera en los claustros de los conventos. Casi como una metáfora católica del cultivo personal, la prolijidad y la paciencia, hubo césped junto a las rosas primorosamente custodiadas por los sacerdotes y monjas.
Originalmente, el césped en Argentina no existía. Lo que hoy llamamos “césped” es un arduo trabajo de domesticación o exterminio de lo original, mediante lo europeo.
Durante la época colonial, las plazas eran eriales o bien yuyales que nunca se mandarían a quemar, por el riesgo de incendio de los cercanos ranchos urbanos. El pisoteo de animales y humanos, los veranos inclementes y los inviernos secos hacían que el pasto haya sido tan salvaje como las vacas y los perros coloniales.
En torno a las ciudades la cosa se ponía peor.
Buenos Aires, Rosario y Córdoba estaban poblados de altos pastizales que a la distancia, se veían como un verdadero mar verde. La vegetación era chúcara y arisca, donde abundaba la cortadera, la flechilla, entre breves islas de talas y espinillos.
Hasta había pastos venenosos, como el mío-mío, que permitió la victoria de Estanislao López sobre Dorrego en 1820. Astutamente, el gobernador santafesino llevó a la caballada enemiga a un campo plagado de este yuyo tóxico: los caballos murieron, así como unos 300 porteños en la refriega.
El cardo se elevaba casi a dos metros. Verdadera plaga pampeana para los asustadizos citadinos, suministraba -además de los pinchazos- un verdadero escondrijo para cualquier malandra al acecho. Sarmiento comparaba a los frailes católicos con sabandijas y plantas pinchudas: “Los frailes y monjas se apoderan de la educación para embrutecer a nuestros niños… Ignorantes por principios, fanáticos que matan la civilización, emigrantes confabulados y recua de mujeres; basura de Europa, son la filoxera y el cardo negro de la pampa, hierba dañina que es preciso extirpar”.
Lo que impedía el cardo negro era la agricultura y la ganadería: la vaca no lo comía.
Para la época, lo ideal era uno de dos modelos: o el modelo “farmer”, el granjero independiente norteamericano o bien el modelo “junker” o sea el terrateniente feudal alemán o inglés, organizador del territorio. Obviamente ganó el último y fue la ganadería la que se impuso, aplanando la pampa, acortando los pastos por el pisoteo y por la introducción de forrajes europeos de engorde. En un siglo, la pampa era de pastos petisos, aptos para las vacas.
Los ganaderos terratenientes, luego del seudo-triunfo porteño en Pavón, aumentaron su poder. Pero también comenzaron a viajar con frecuencia a Europa, donde tener vegetación no siempre era posible. Sin embargo, había cierta preocupación, desde el Renacimiento, de disponer de jardines verdes y bellos en torno a los palacios primero, luego en los parques y plazas.
Ver y querer pasto, fueron una sola cosa. Dado que se imitaba todo lo europeo, los dirigentes argentinos empezaron a embellecer las áridas plazas porteñas. En Rosario, la plaza central, en viejas fotografías de 1865 ya se ve con pasto y con voluntad de cercarla de arbolitos, marcando su perímetro. Unos senderos la cruzan y se puede ver cierto esmero.

Copiando parques
Con el siglo XIX, la parquización se volvió un tópico del urbanismo y el césped era fundamental.
Los ingleses comenzaron a imponer el parque descuidado, en el cual se ubicaban algunas ruinas y especies exóticas traídas de la India. Comenzaron a probar gramíneas que no se secaran bajo el espantoso clima británico y encontraron el Lolium perenne, una plantita africana bastante alta pero que se achataba con el tiempo. Útil para forrajes y forrar plazas, se extendió por toda Inglaterra, permitiendo el foot-ball, el cricket y quejarse contra la reina Victoria en Hyde Park. La plantita se extendió por el mundo con el nombre de “pasto inglés” hasta hoy.
Los franceses mientras tanto, habían inventado pequeñas lomas artificiales, geométricas, denominadas “parterres” que dejaban los senderos más bajos, dando una sensación de un “parque acolchado”. Este truquito –que todavía se ve en Rosario- daba realce a los parques a la vez que una fuerte imagen europea, entre francesa e inglesa.
Así, a fines del siglo XIX el césped ya era un lugar común en lo urbano, y una herramienta más de los urbanistas. Diseñadores de parques, como Carlos Thays, mezclaban el pasto en grandes superficies con ruinas de cemento, puentecitos y lagos.
Con el tiempo, los parques que se pensaron entretenidos, verdes, sombríos en algunos sitios y soleados en otros, se convirtieron en una costumbre y en un objeto a mantener. Habían costado tanto obtenerlos, daban tanto prestigio a las ciudades, que no hubo una sola que no tuviera su parque principal y sus plazas. Aunque costara una fortuna hacerlos vegetalmente pródigos a fuerza de riegos, como el pedregoso Parque San Martín de Mendoza.

Rosas, romero, limones y pasto
Este prestigio pasó a las casas.
Las casas urbanas argentinas y españolas eran frentistas, o sea daban directamente a la vereda. Los ingleses, en cambio, a fin de mantener a la vez privacidad y sociabilidad, inventaron el jardín como un “espacio intermedio” en las viviendas suburbanas de las clases medias. La idea era un jardín que pareciera descuidado, anárquico, de modo que la señora de la casa estuviera allí para arreglarlo y de paso, conversar con otras señoras que pasearan. También se plantaban aromáticas para la comida. El jardín ingles era decorativo y útil a la vez. Al hombre le estaba destinada la poda de los inevitables árboles frutales y también charlar con otros señores, mientras fumaban su pipa.
La traducción del jardín inglés, a fines del siglo XIX y principios del XX, funcionó en ciertos lugares rosarinos: el británico Barrio Inglés, Fisherton y Alberdi. La idea era tener un lugar florido, con césped y un camino central. Esos jardines dieron prestigio, durante cien años, a esos barrios que poblaba gente de clase media-alta, dueña de automóviles y cuyas costumbres fueron copiadas –lentamente- por otras familias que dotaron a su casa del jardincito. En los galponcitos del fondo, junto a la regadera y el rastrillo aparecen gradualmente la “cortadora” y luego la “bordeadora”. Y el jardinero que las usa.
La municipalidad, atenta a estas variaciones sociales, empezó a dejar grandes parches de tierra con uno o dos árboles por frente, que los vecinos regaban con esmero, más si eran casas sin jardín. Las veredas se poblaron de césped, diferenciando al barrio del centro.

Ese verde objeto del deseo
Ese prestigio del pasto plano permaneció. Las casas con jardín se volvieron más costosas, al igual que las que, desde el balcón, permitían ver un parque o una plaza.
Después de cubrir tumbas romanas, darle de comer a las vacas y embellecer jardines el césped cuesta mucho dinero. Algunos intendentes lo eliminan, generando “plazas secas”. Otros intendentes, en cambio, gastan verdaderas fortunas en plantarlo, regarlo y cortarlo.
En resumen, podemos decir que el césped ha costado bastante caro a los ciudadanos. Dejando de lado su excelente condición ecológica de depurador del dióxido de carbono, más ha servido para diferenciar a la población en ricos y pobres que los beneficios que ha traído. Las villas miseria, los barrios más postergados no sueñan con césped sino con agua potable, como la sueña el césped. Las zanjas generan nuevamente un césped chúcaro y grasiento, pampeano, casi originario y donde esconden las ratas.
En el centro eso es impensable. Como tantos otros inventos caros, “el pastito” que no puede pisarse, que debe ser cuidado, es casi una metáfora de la ciudad para pocos, disfrazada de democrática. El pasto, una naturaleza domesticada, es lo mejor que tenemos, lo que debe ser mostrado, lo que evidencia una ciudad limpia, bien mantenida por sus habitantes: es como una burguesía provinciana imagina la ciudad europea.
El césped fue, en suma, un deseo de las clases adineradas argentinas y sus imitadores. No una calidad ciudadana o urbanística, sino una marca de clase, y el que quiera verde, que lo pague.
El problema es que a veces, el césped lo pagamos todos.

Investigación: Arq. Lic. Gustavo Fernetti
Fotografías: Diego González Halama