“Ella ha venido/ha venido del campo”   Almendra

Los mensajes están ahí y supongo que tengo que ir. En la última semana recibí dos llamadas de la Negra. Insistía con su invitación de que fuera a visitarlos a la casa de campo que ocupan desde hace un año con Sebastián. Tiempo atrás,  la encontré por casualidad en el centro y me había dicho lo mismo. No sé por qué le doy vueltas al asunto. Los dos son amigos y si bien nuestra relación ha sido intermitente, con largos períodos sin vernos, nunca dejamos de reencontrarnos. La segunda llamada contiene un mensaje de voz y me da indicaciones precisas para llegar a destino. La casa está ubicada en una parquización un tanto antigua, a unos diez kilómetros de la ciudad. “Te bajás en la segunda parada del cole – repite la voz de la Negra -, caminás cien metros hasta la entrada, donde vas a ver un parador, de allí otros cien metros a la izquierda, doblás y a la segunda luz que veas, llamás”. Suena fácil incluso confrontado con mi débil sentido de la orientación.

Conocí a Sebastián y a Raquel hace veinte años. Fue, si mal no recuerdo, en el 84. Yo trabajaba de secretario de cierre en el diario y al terminar, solíamos ir a comer algo a El Chaco, un fondín que estaba en la esquina de  Mitre y 3 de febrero, no lejos de la redacción. Al entrar una noche vi que alguien me saludaba desde una mesa. Había una pareja y reconocí al vago porque tiempo antes le había hecho una nota en su condición de violero de una banda de rock que participaría de un festival en el club Sportivo América. Ni bien nos saludamos me presentó a Raquel como su novia. Estuvimos charlando un buen rato. Sebastián debía tener uno años menos que yo y su chica lucía como una fresca estudiante de Bellas Artes, enfundada en una camisola estampada y un collar de cuentas que rodeaba su cuello. Su piel era de un color mate, su pelo negro enrulado le caía sobre los hombros y debajo de unas cejas espesas asomaba el gris brillante de sus ojos. Judía sefaradí, pensé, sin mucha seguridad. La sentí cálida y amable, aún cuando nuestras piernas se tocaron debajo de la mesa. Fue un roce del azar al que no atribuí intenciones subalternas.

El cole avanza por la ruta. No hay muchos pasajeros y debo admitir que me siento nervioso. Una vez me pasó de perderme en circunstancias parecidas y no me gustaría repetir la experiencia. Al pasar la zona del aeropuerto, el chofer me hace una seña y me acerco a la portezuela de atrás. La segunda parada es un refugio en medio del descampado. Pero hacia delante se ve la entrada al country donde, según recuerdo, hay una parrilla y una suerte de servicio mecánico. El country es de los primeros que se construyeron y nunca llegó a poblarse del todo. Tal vez porque está en una zona baja y fácilmente inundable. La parrilla, construida con otros fines, sirve de parada a algunos camioneros. Entro más tranquilo por un camino de tierra y giro hacia la izquierda. Solo veo las luces de unas pocas casas. El resto son árboles desperdigados y espesura. Luego de recorrer más de cien metros, es mi cálculo, el camino de tierra hace una curva. Un poco más allá veo un chalet con faroles al frente. Dejo de lado las indicaciones de Raquel y me acerco a una puerta de verja negra, que franquea la entrada. Toco de una campana ubicada a un costado y de inmediato escucho los ladridos de un perro, que provienen del patio trasero. Luego del segundo toque se abre la puerta de hierro y aparece una mujer de unos 45 años, con unos jeans cortados a la mitad de los muslos y la parte superior de una malla de dos piezas. Su aspecto sería interesante si no fuera por el ceño fruncido. Le pregunto por la casa de los chicos.

-No sé – dice secamente-. No conocemos a nuestros vecinos.

-Qué bueno – replico, como si fuera Jim Carrey en un paso de comedia -. Yo tampoco.

El chiste no le causa gracia.  Su expresión es caracúlica. Doy media vuelta sin decir nada y vuelvo a escuchar los ladridos del mastín. Deben estar sintonizados con los de la señora.

Vuelvo sobre mis pasos tratando de esquivar el síndrome de muchacho desorientado. El síndrome incluye sudoración abundante, aceleración del pulso y a veces una opresión en el pecho que me recuerda los días de mi primera juventud. La Negra no pudo equivocarse. Eso significa que caminé de más o de menos. En la oscuridad, no hace falta decirlo, la percepción de las distancias no es la misma. Parado en la curva que tomé minutos antes y más allá de una hilera de árboles que limita el predio de los Carrington, veo un tenue resplandor. Esa debe ser la casa de los chicos. Avanzo con resolución por un camino cada vez más poblado de yuyos y malezas. Solo espero que no me salga al cruce un perro cimarrón. Detrás de los árboles se recorta el perfil de una casa blanca, con un revoque de salpicado rugoso y un alero en la entrada. Debajo del alero asoma la figura de la Negra, que agita un brazo.

-¡Flaco, qué alegría de verte! – me dice cuando llego y me estrecha en un fuerte abrazo. Está igual que en diciembre, al encontrarnos en el centro, con el pelo suelto y ondulado y unos veinte kilos de más que en aquella ocasión no había registrado bien. Lleva un vestido con dibujos color lila que bordea sus rodillas y unos aros plateados que hacen juego con su cara rellena. Caminamos por unas lajas que llegan hasta la casa y la Negra se aparta para que pase primero por la puerta entreabierta.

-Maestro – me saluda lacónicamente Sebastián, de pie frente al mesón de la cocina que ocupa un rincón de un ambiente único. Tiene un delantal largo, a rayas, y está cortando verduras sobre una tabla. Pero lo que más me impresiona es su cara, fresca como una lechuga. Con una barba de dos o tres días que apenas se nota y el cabello prolijamente recortado.

Con la Negra bajamos a un desnivel donde hay sillones de mimbre y un sofá hecho del mismo material de la pared, con almohadones arriba. Me siento a una señal suya, quien se acomoda en un sillón y me cuenta que compraron la casa bastante derruida y casi todo lo fueron haciendo o reciclando ellos. Me mira un segundo a los ojos cuando saco los cigarrillos, pero nada más que para rehusar el convite. El ambiente luce más amplio de lo que es tal vez porque tiene los muebles y la decoración indispensables. Una escalera conduce al piso de arriba, de dos habitaciones. Agarro un pequeño Buda de madera tallada de un empotrado arriba del sofá y le pregunto si sigue haciendo artesanías.

-Sí, claro – dice, como si fuera lo más natural-. Vos sabés que yo siempre trabajé el vidrio, anillos, colgantes, esas cosas. Pero desde hace un tiempo se me dio por las miniaturas. Y circulan bien.

-Debe ser porque hay muchos budistas – digo, luego de una larga seca.

-No somos budistas – aclara Sebastián, desde su rincón-, pero hay enseñanzas de otros cultos, en particular orientales, que conviene conocer.

Luego de meter en el horno la fuente que acaba de preparar, se sienta en el otro sillón y me mira con su mirada transparente. Se diría que mira a través, como si el otro fuera un obstáculo en una perspectiva más larga. Quizá espera que yo diga algo. Del parlante ubicado al lado del sofá sale la misma música del comienzo, que recién empiezo a escuchar. Una música rítmica y por momentos coral, puntuada por golpes de percusión.

-¿Qué es? – pregunto, señalando con la cabeza al costado.

-Samba primitivo – dice él, sin cambiar su mirada blanca -.Samba anterior a la bossa nova, Joao Gilberto, Sergio Mendes y tutti quanti.

-¿Seguís con el jazz?

-Te diría que sigo con la música. Eso incluye el jazz, el samba y todo lo que no sea standard.

Espera una réplica pero no se la voy a dar.

-Recién te nombré la bossa nova y no fue despectivo. El auge de la bossa probó, aún en su faz más comercial, que el jazz y los ritmos brasileños tienen que ver. Lo que estás escuchando también. Son vertientes de origen africano y en algún momento pueden tocarse. Pero mi búsqueda no es específica. Yo no quiero cruzar géneros sino desmontarlos. La idea misma de género es restrictiva. ¿Sabés lo que busco, en realidad? Las raíces. Por eso, en parte, estamos acá.

Se había despachado con un párrafo largo para su habitual laconismo. Lo había hecho con esa dicción nítida que por momentos me hacia recordar a un porteño, incluyendo a Raquel en su proyecto. Esto para no nombrar su búsqueda de las raíces en el predio semiparquizado, tarea que le iba a insumir un tiempo.

-¿No estás con una banda?

-Estoy con la banda de Capone – susurra, inclinando la cabeza y con una mano al costado de la boca.

Por fortuna la Negra entra en escena con una fuente humeante y nos sentamos a la mesa.

La fuente contiene un souflé de espárragos, espinaca y coliflor, cubierto por una capa de salsa blanca. Sabe bien, aunque los vegetales no me vuelvan loco. En el centro de la mesa hay una botella de agua mineral. Supongo que es un pequeño agasajo.

-Una banda tiene sentido si hay afinidad total y si además estás dispuesto a tocar los fines de semanas en un pub para recoger después las monedas del piso.

Contra lo que suponía, el Seba no ha terminado su speach musical.

-Te puede servir para ir tirando – digo – mientras hacés lo tuyo.

-No hay tal cosa. Tocar en nuestro ámbito supone un desgaste, que te lima y te deja sin máquina.

Seba conocía sin duda los efectos de la lima, de distintas procedencias. Pero había logrado provocarme.

-Los Beatles se forjaron tocando en cabarets de Hamburgo, noches enteras con el combustible de alcohol y…

-Alcohol y pepas. Podés decirlo…Los Beatles son una gran banda prehistórica. Yo trato de tocar hoy.

-Me doy cuenta…Negra, ¿me mostrás la huerta?

Raquel calza sus ojotas de cuero, se levanta sin decir nada, busca una linterna y salimos.

Afuera atravesamos una galería de madera y luego, la oscuridad, veteada por luces  no muy lejanas. Bajo el foco de la linterna aparecen tomates de un rojo brillante, negras berenjenas, pimientos verdes y aromáticos.

-Lo que no usamos para consumo nuestro, lo vendemos en el pueblo – dice Raquel mientras camina a mi lado.

-Es un buen trabajo. Supongo que también corre por cuenta tuya.

-El Seba me ayuda…Y no seas tan duro con él. Sabés por lo que pasó.

-Sé más o menos por lo que pasó él. Ahora estoy tratando de imaginar lo que te pasó a vos.

Me mira sin decirme nada.

-¿Hasta cuándo vas a ser su bastón de ébano?

-Gracias por lo de ébano.

-Disculpá…Sabés el afecto que te tengo.

-Ya lo sé – dice y enfoca la linterna hacia un almácigo de lechuga. No creo que me esté mostrando la lechuga en particular.

 

Desde la galería suena una guitarra. Son rasguidos intermitentes. Veo al Seba sentado en una reposera. Nos acercamos y cuando estamos a  unos metros, la galería es una réplica de la que podría encontrarse en un rancho americano sureño. Me pregunto si el Seba no estará loco de verdad.

Los rasguidos cobran la forma de un tema más definido. Es un rock ligero, del álbum doble de Almendra. Se llama “Amor de aire” o al revés. El punteo de cuerdas es central desde el comienzo, seguro que lo compuso Molinari.

-¿Tiempos viejos, maestro?

-La música no tiene tiempos- digo, respondiendo a su chicana.

-La música, no. Ciertos géneros subalternos, sí – replica y empalma con Rutas Argentinas y luego “Parvas”, del mismo álbum. Toca como en sus mejores performances, con una digitación impecable, solo que en sonido acústico. Hasta que corta abruptamente. La Negra está sentada sobre el borde del piso de madera, ha dejado sus sandalias en el suelo y no parece preocupada.

-¿Por qué se empeña en quedarse atrás, maestro? Usted sabe que el rock tiene cuatro compases y punto.

-Hay gente que ha hecho cosas grossas con esos compases.

-No son las que te abren la cabeza.

-Con que me hagan vibrar los pelos de la nariz está bien…O como me dijo una vez Pappo: “Roquear es una bola que te envuelve y de la que no podés zafar”.

-Pappo sabía tocar a pesar del rock.

-Tal vez. Supongo que a Hendrix y Clapton les pasaba o le pasa lo mismo.

-Hendrix fue un chisporroteo psicodélico y Clapton camina por la cornisa de lo que ustedes llaman rock.

-Ojalá no se caiga…Seba, no puedo con tus conocimientos musicales y no tengo ganas de discutir. Gracias por la cena, chicos, y hasta más ver – digo, disponiéndome a salir.

-Esperá – dice Raquel, de perfil -. Te preparé una cama. No te vas a ir a la ruta ahora.

-Impulsos maternales – dice el Seba y subraya con dos rasguidos contundentes.

Ha logrado que pase del mal humor al embole franco. No es poco. Me acerco a la reposera, apoyo mis manos a los costados y a veinte centímetros de su cara, le digo:

-Vos podés dar fe de eso, hijo de puta.

No reacciona, no abre la boca. Apenas si deja caer un poco los párpados.

-Te agradezco la atención, Negra – digo y abro la puerta de mosquitero de la casa, aún sin saber qué haré.

-Esperá – dice Seba, sin mover la cabeza -. Escuchá un minuto de esto. Y se larga con una versión acompasada de algo que parece un tango, luego un blue de B.B. King y al fin dibuja los acordes de Griselle.

Me siento contra uno de los tirantes que sostienen el techo y cuando él cree haber terminado o bien yo creo que terminó, le digo que es un violero de la puta madre aunque no sea el buen chico que conocí ni venga al caso saberlo.

El se levanta tranquilo, guitarra en mano, y entra a la casa. La Negra está sentada de costado, las piernas flexionadas, y al mirarla encuentro en sus ojos una afinidad que remite a lo que pasó como si los dos dijéramos “está bien”. Enciendo un cigarrillo y escucho que ella me dice:

-¿Me darías uno?

-Sí, claro, creí que ya no fumabas.

-El no quiere que fume. Nada de tabaco, alcohol o cualquier sustancia que pueda ser tóxica.

-¿Dejó de verdad de enchufarse?

-Totalmente. Solo toma a la noche un Trapax liviano porque tiene dificultades para dormir.

-Me alegro que haya zafado de lo grosso.

-No te imaginás. En un momento creí que no salía. Creo que nunca estuve tan cerca de él como entonces.

Le acerco un pucho y se lo enciendo. A la luz de la pequeña llama, sus ojos aparecen húmedos.

-Después de aquel encuentro en el centro, pensé que no iba a volver a verte.

-Exagerás, no fue para tanto.

Y chupa el cigarrillo con avidez.

– Hace meses que no me toca – dice.

– Que no tienen…- digo, con cierta estupidez.

– Dice que quiere concentrar su energía en la música – agrega.

Ahora está trémula. De modo espontáneo llevo una mano a su rodilla descubierta. La acaricio hacia abajo, sin pensar lo que estoy haciendo. Ella tiende una mano sobre mi pecho y me empuja sin violencia hasta dejarme acostado y me monta, mi camisa abierta, los muslos rellenos que me sujetan, apenas cubiertos por la tela. Tiene veinte kilos de más y otros veinte años pero sigue siendo la Negra, discreta en el apuro, sensual sin proponérselo. ¿Cómo describir lo que sigue? Siento sus pechos bamboleantes sobre mi cara, el aroma de los cardos y la menta que rodean la quinta. Siento que me baja el cierre y hunde su mano áspera y tibia como si buscara un objeto perdido, quizás un Buda en miniatura. Casi todo es lila sobre mí, lila que se mueve y jadea de un modo ahogado como una yegua que tira de sus riendas. Hasta que se le escapa un quejido y mi mano cubre tarde su boca entreabierta.

Es cuando suena una guitarra desde el interior de la casa. Como si alguien estuviese afinando en medio del torbellino.

 

Los mensajes están ahí y supongo que tengo que ir. No sé por qué le doy tantas vueltas. Lo demás son jirones del deseo que nació justo cuando debía borrarse. En un bar que ya no existe, a la salida de un diario que no sale más. Y por obra del azar. El mismo azar que, años después, nos enfrentó en la peatonal, una calle por la que nunca salía a caminar. Y nos juntó en un beso demorado mientras el resto del paisaje se desdibujaba y solo quedábamos ella, su vestido lila y yo. Amor de aire, eso fue. O al revés, aire de amor, una fantasía urdida en horas de desvelo hasta que Sebastián volvió a tocar.

 

NB: Relato del libro “El rugido de un león”,  corregido para esta publicación.