Poco puedo agregar a la copiosa bibliografía que circula desde hace 50 años y que aparece en gran parte publicada en el tomo III de sus cuasi obras completas, ya que si bien Alfredo Veiravé escribió sobre numerosos autores latinoamericanos, incluso ese imperdible libro que le había llevado 20 años de desvelos y correcciones, de idas y venidas, de relecturas, en fin, de duro trabajo como tiene que ser todo aquel que se hace con amor fiel.
Estos tres tomos reúnen, como dije antes, toda su poesía publicada y aun la que dejó inédita y fue editada amorosamente por Pía, su mujer, y bajo el cuidadoso sello Grupo Editor Latinoamericano, que como todos sabemos está bajo la vigilancia del poeta Luis Tedesco.
Poco puedo agregar, salvo el dolor de su partida, que trae la certeza inevitable de pensar su obra cerrada para siempre, aunque cada nueva lectura nos proporcione nuevos asombros y hallazgos no vistos en la anterior. Pero es cierto que no nos podrá seguir deslumbrando con nuevas entregas, esas entregas donde su poesía iba creciendo en círculos concéntricos, cada vez más atrevida, cada vez más creativa, cada vez más incluyente.
A la poesía de Alfredo Veiravé que admiramos desde muy jóvenes y que todo el mundo coincide en clasificar -manías de la crítica- como una poesía que a partir de su libro de 1970 «Puntos luminosos» se escinde y amplía en 1973 con «El imperio milenario».
Pasa desde una mirada neorromántica al trabajo de las asociaciones infinitas que no desdeña el humor y que es capaz de incluir desde versículos de la Biblia hasta citas de Plinio el Joven, pasando por las paltas de su vecino -que pidió permiso a Veiravé para arrancarla ya que estaba en un poema- pasando por Madame Bovary, Claudia Cardinale, los filodendros de su Chaco adoptivo, con sus inundaciones, sus sapos, sus ranas, sus víboras, sus palos borrachos, los radares en la tormenta de un aeropuerto lejano, las sillas en la vereda, las clases aburridas de un profesor de literatura de provincias. Todo irá allí tragado por esa boa constrictora en que se transforma su poesía -seguimos parafraseándolo- en una serie de asociaciones interminables.
Estas dos etapas fuertemente divididas son como la muerte de una crónica anunciada ya que él mismo se encarga de advertirnos de ese cambio de frente que es como el rostro único de un Jano bifronte.
La poesía de Alfredo Veiravé se inscribe entonces en el ecléctico y empobrecido panorama de la poesía argentina como un jacarandá de su tierra natal, hincando más hondas sus raíces, prodigándonos su sombra placentera, su forma de vivir legendaria que atentamente se reconoce en cada uno de sus lectores como si fuera único.
La poesía de Veiravé ya está pasando las pruebas del Tiempo, el que según Borges acaba finalizando todas las antologías que comenzaba el doctor Menéndez y Pelayo, el tiempo que da su veredicto, su juicio sin atenuantes ni disputas.
Dentro aún de las vanguardias que cacarean su fin de la historia, la poesía de Veiravé reconoce y hace suyas las preguntas y las dudas y aun las ilusiones de una modernidad que levanta enhiesta sus banderas ante el fin proclamado de las ideologías que pretenden diseminar los sentidos y fragmentar todo discurso del sujeto.
Su poesía es -él mismo lo dijo- como un palimpsesto que teje sus hilos sugestivos y misteriosos para darnos todavía una esperanza ecuánime de belleza que todos estamos necesitando, que todos estamos esperando, que todos somos proclives a reconocer aun cuando la miseria más horrenda caiga sobre nosotros como una capa de cieno enceguecido.
La poesía de Alfredo Veiravé seguirá indemne entre nosotros no solo porque él se lo haya propuesto, sino porque supo como nadie entretejer esos símbolos de una manera sutil y sabia que todos agradecemos hasta el fin. Ningún poema de este entrerriano querible nos defraudará, porque un sentido muy fuerte estará con nosotros esperándonos para no dejarnos morir tan solos.
La originalidad de Veiravé se da en el uso intertextual, en la línea intrincada del sintagma, en el entramado de la formalidad versal. Formalidad que enlaza con el cúmulo de citas de la más diversa procedencia, no solo de la literatura, según él mismo lo confesó, sino de su apasionamiento por la lectura de textos de ciencias, técnicas, botánica, historia o las crónicas de la Conquista. Lo interesante es qué hace Veiravé con esos materiales tan diversos y que él entreteje con maestría, con naturalidad, los pasa por el tamiz del lirismo, un lirismo mezclado equilibradamente con elementos de la antipoesía. Casi estoy tentado a decir que él nos engaña sutilmente con su apariencia de antipoesía para provocar lo que le interesa en verdad: su vocación lírica.
El uso que hace de los personajes de la literatura, esos emblemas literarios, no se aposenta en el planteo impresionista de muchos otros autores que hacen una descripción a veces óptima de ellos, pero siempre exterior.
En la poesía de Veiravé hay un diálogo, una interacción que incluye una apelación a Madame Bovary, por ejemplo, expuesta con una vitalidad plagada de consejos que terminan con esa fuerza extemporánea y anacrónica de invitar a Madame Bovary a escuchar un disco de los Beatles. Esto produce un efecto inesperado en el lector, quebrando el automatismo, como gustaría decir a algún formalista trasnochado.
La mirada de Veiravé es siempre tierna con sus criaturas, levemente irónica, su desprejuicio, si bien llega al desparpajo, nunca es provocativo como la infantilada Dada, sino que enlaza rigurosamente los versos para lograr un objetivo: conseguir el máximo de eficiencia en el poema, porque está convencido, como Mallarmé, de que la poesía no se hace con ideas sino con palabras.
La poesía de este amable entrerriano que eligió vivir en la tierra de los lapachos y los filodendros del Chaco permanece indemne y creciente frente a algunas estéticas tumultuosas que ya no son las cenizas, es decir, el pasado.
Su poesía no tiene seguidores por el momento, porque la cabeza de Veiravé era un Laboratorio (para usar una imagen de su libro póstumo) que no desdeña ningún elemento para ponerse a trabajar en esa maravillosa sucesión de imágenes disímiles e inesperadas que para él y para nosotros es la poesía.
Como cuadra a un homenaje, diré que tuvo para los demás un trato cordial y respetuoso, algo cada vez menos frecuente entre los miserables que usan la poesía para sus motivos inextricables y espurios. Alfredo fue para los que tuvimos la suerte de ser sus amigos un hombre cabal, un hombre íntegro, un ser maravilloso que maltrataba solamente a cualquier tipo de solemnidad con una sonora carcajada, la misma que no olvido, la carcajada que me parece estar escuchando en este momento en que casi me pongo solemne, algo que él no me habría perdonado nunca.
Celebremos entonces su poesía, su alegría de vivir, en un hombre muy enfermo desde muy joven, un hombre que una vez me confesó que él no podía permitirse el lujo de la tristeza porque tantas veces había estado suspendido ante la muerte que se consideraba feliz de seguir de prestado, para poder seguir disfrutando de los amigos, del vino y de aquello que para él era lo más alto, lo más importante del hombre: la sagrada poesía. Eso sí, siempre que estuviera tomada sin ponerse el jaqué que envara los mejores sentimientos y las mejores intenciones.
La poesía no podía ser sino, como él aseguraba, «una sucesión de asociaciones interminables».