Al Negro Fontanarrosa

La vida de los marcadores de punta de entonces era por demás de oscura. Nunca pateaban un penal, ni siquiera un tiro libre, salvo que patearan como una mula y que además la embocaran en el arco, porque algunos pateaban como bestias, pero la tiraban hacia el cielo y los chicos se reían gritando “¡Agua!”, en alusión a que tal potencia llegaría a las nubes.

Un marcador de punta de entonces (un lateral se los llama ahora) era un ser oscuro y sacrificado, un puesto como no había otro: sólo tenían que anticipar al puntero y no dejarlos entrar al área e incluso no dejarlos patear un centro miserable, esos centros agónicos “a la olla”, es decir “a lo que venga”, tanto lo podía cabecear un compañero o un defensor o ser interceptada la pelota por el arquero que se podía lucir cortando ese centro con sus manos como tenazas o bien darle con los puños, cosa que saliera como un ariete hacia el centro de la cancha.

Tenían una aliada en la raya lateral, ese límite fatal para un delantero. Es decir uno podía suponer que jugar en ese puesto no era muy difícil, dada la poca velocidad con que se jugaba entonces. Pegarse al once o al siete, según los casos y apenas el otro intentaba tocarla, darle con la punta del botín a sus espaldas y mandarla afuera. Los segundos que pasaban entre que los adversarios sacaban ese lateral daba tiempo a reforzar la defensa, que bajaran los volantes a ayudar, ya que tal vez se habían quedado papando moscas en su última incursión por el campo contrario.

Pero hay una característica fatal que todo marcador de punta que se preciase debía tener: una empecinada actitud de entrega, de sudor, de persecución, de perro de presa, por más caños y gambetas que se comieran y seguir los consejos de aquel inmenso grandulón que llevaba el número dos en la espalda en nuestro equipo, a quien llamábamos “Fatiga”: “morderles la espalda, cepillarles las canillas”, ordenaba a sus marcadores de punta.

Los hubo memorables en aquellos tiempos, en mi pueblo y en otros vecinos.

De los nuestros está en primer lugar Juan Becerro, alias “El Juicho”, un número 4 “puro nervio”, que podía salir jugando, provocar un ataque. Sin embargo debo aclarar acá que Juicho jugó en casi todos los puestos, y empezó jugando con el nueve a la espalda, incluso hasta probó el arco en algunas oportunidades. Todos los ocupó con dignidad, pero la mayor parte de su extensa carrera con la casaca colorada lo hizo como marcador de punta. Así que no puedo evitar pensar en él cuando pienso en ese puesto.

Aunque tuvimos otros; Bertín Cacciagiú, Anselmo Vera (a quien llamábamos “Verita”), Nenucho Faravelli, Carlitos Luquesse, que jugó conmigo, Carlitos, a quien no sé por qué llamábamos “El Rufo”. Ahora cambió la pelota de fútbol por la cuchara de albañil y como es un perfeccionista, en ambas cosas se destacó.

Pero si yo pienso en un cuatro, pienso siempre en Juicho Becerro, inalterable y sudoroso en mi memoria.

Los “primos” de Federación tuvieron también su cuatro emblemático. Masquique Sequeira. Había que ser muy hábil para dejarlo fuera de carrera. Los de Nueve de Julio de Beravebú tuvieron su prócer: Tucuta Valeri. Retacón y perseguidor, musculoso, encarnizado con su marca. Jugó añares con la albinegra. Tanto que cuando no lo vimos más notamos que a ese equipo le faltaba algo.

Si pasamos al tres, nosotros tuvimos nuestros “hachadores” que diezmaron delanteras contrarias: en primer lugar Tuto Vega. Pasional, su sangre era pura sangre huracanista.

Terminó en mito y todavía se recuerda aquel clásico donde voló como el mejor arquero para atajar una pelota que iba a la red y por ese penal perdimos el partido, para colmo en cancha nuestra. Fue una gran atajada, pero el chiste es que él no era el arquero.

Los del otro lado de la vía tuvieron sus números tres gloriosos, en primer lugar el gran Livio Matiello y también Orlando Zagaglia (Zagayita), Luisito Agustinelli pero me estoy olvidando de otros números tres de los nuestros: Edgardo Tossini, el Flaco Marquesini, el negro Armando Grillo, Cañita Aquilano.

No puedo dejar de rendir homenaje a mi amigo Rufo Luquesse, que jugó todos los partidos conmigo en aquel campeonato del ’63. Rufo, pese a su cuerpo pequeño era un titán. Tenía una manera extraña de trabar la pelota, de cuidar ese lateral izquierdo, era muy difícil pasarlo y hasta no se arredraba, era puro coraje ya que podía pegar una buena patada sin tener en cuenta el tamaño del delantero, era un pequeño gladiador, que se agrandaba en ese cuerpo demasiado chico y para colmo era el de menor edad de todo el equipo.

Todo esto es para no poner en esa trama melancólica este recuerdo de los marcadores de punta.

Diré solamente que recuerdo a los marcadores de punta del profesionalismo.

Rescato a dos de la maleza de la memoria, ambos del glorioso Rosario Central: Juan Vairo, quien jugó muchos años en River después y el emblemático Negro Cardoso que se cansó de jugar en el club de Arroyito. Club que adopté sin saber leer ni escribir, cuando todo parecía que me inclinaba para River o Boca, como era en aquellos tiempos en los pueblos. Convengamos que ser de Central en Rosario, es fácil, pero serlo en mi pueblo, en los años en que arañábamos el descenso fue todo un acto de heroísmo, siendo como son los chicos de exitistas.

Una última reflexión para los marcadores de punta: ellos no saldrían nunca en la tapa de “El Gráfico”. Ellos son los soldados anónimos casi, a los que no cantaría Homero en su Ilíada, porque el Griego cantó a los Dioses y a los Héroes, como sabemos, algo muy lejos de estos obreros del fútbol. Que corren oscuramente tras de la pelota y el delantero que se les escapa, para siempre en mi memoria.

Aunque a mí no se me olvida esa pasión que ponían tras del único premio a que aspiraban: a que la pelota no entrara en ese arco que se habían comprometido defender contra todos los hados adversos.