En un descampado en los márgenes de Milán, cientos de personas viven en pequeñas chozas y carpas en la más profunda pobreza. Muertos de frío, corren todos juntos para disfrutar un rayo de sol que durará poco tiempo. “¡Que placer!” dice uno, mientras que todos dan pequeños saltitos para perder el frío y se comprimen cada vez más para que nadie quede afuera. Con la llegada de Totó, los vecinos se organizan y levantan ranchos con más materiales, trazan calles y hasta arman una plaza. Sin embargo, el conflicto se desata cuando encuentran petróleo debajo de la ranchada y un empresario intenta desalojarlos porque compró el terreno, generando un enfrentamiento entre los habitantes y la policía. Si esta historia no fuese Milagro en Milán, estrenada en 1951 por el célebre director italiano Vittorio De Sica, el desenlace sería bien conocido: tras una fuerte represión, hombres y mujeres se verían obligados a trasladarse con su casa a cuestas, en búsqueda de otros terrenos deshabitados para poder vivir con lo mínimo, mientras que sus ranchos serían destrozados para erguirse en su lugar una gran empresa. En la película, la aparición de una paloma mágica ayuda a los protagonistas a enfrentarse a la policía y el final es extraordinario y feliz. Tanto es así que cuando termina es inevitable no sentir un gusto amargo: tanta alegría remarca la dureza de la realidad fuera del cine.
Ahora el escenario cambia, el tiempo retrocede y nos encontramos frente a una laguna. Le dicen La Laguna Sánchez, que algunos años después será una plaza, con un monumento a Sarmiento en su centro, en plena ciudad de Rosario. Pero ahora, en 1867, el terreno es un problema para las autoridades: es un foco insalubre que, cuando llueve, inunda las calles y arrastra basura y desechos. Justamente es en este año que la higiene y la salubridad comienzan a ser un tema necesario en Rosario ya que irrumpe la primera epidemia de cólera en la ciudad, que vivirá otras en 1886, 1895 y un brote de peste bubónica en el verano de 1900.
Rosario había dejado de ser villa en 1852, año en el que se volvió ciudad y comenzó a vivir un crecimiento veloz en esta segunda mitad del siglo XIX. Crecimiento caótico, anárquico y promiscuo, la ciudad no contaba con un pasado organizado ni ordenador que ayudara a las nuevas élites -que aparecieron al mismo tiempo que la ciudad y las clases populares- a estructurar el espacio urbano. Los sectores más desfavorecidos vivían en ranchos y conventillos, esos que hoy están relacionados a una identidad nacional y al esfuerzo de inmigrantes europeos para llevar adelante sus vidas y construir un país. Sin embargo, la relación con las viviendas populares no fue siempre buena, solo mejoró cuando dejaron de existir y formaron parte de un pasado mítico que nada tenía que ver con el presente. En épocas de epidemia, eran ellos, los considerados focos infecciosos, que propagaban las enfermedades al resto de la población y que, por lo tanto, había que erradicar. Las políticas municipales rosarinas se orientaron en ese sentido y la quema de ranchos, las inspecciones a conventillos, los traslados forzosos a lazaretos y la destrucción de los bienes de los sectores populares en pos de la higiene de la comunidad estuvieron a la orden del día.
Las razones de la destrucción de viviendas no solamente estuvieron vinculadas a las precarias condiciones higiénicas y ambientales que vivían los ranchos o a los hacinamientos de los conventillos, sino que también se encontraron recubiertas de un carácter moral. Los pobres y sus aparentes malos hábitos, sus conductas y su ignorancia representaban para el imaginario social de la época focos de suciedad y enfermedad. Sus costumbres bárbaras eran las que los exponían más a los virus. Las viviendas y sus pertenencias no importaban porque el desalojo marcaba una política clara: los pobres debían situarse en los márgenes, lejos del centro de la ciudad que buscaba construir una identidad vinculada a los ideales del progreso y la modernidad.
El tiempo se acelera, el siglo XIX termina, el XX se atraviesa fugazmente y ahora estamos en el 2020 y nos encontramos en otro escenario que, sin embargo, no parece tan distinto. En la televisión veo Milagro en Milán, pero no es. Es muy parecida, casi idéntica, aunque las imágenes se presentan en color y no en blanco y negro. No es la Italia de posguerra, sino la Argentina en pandemia, más precisamente es Guernica en la Provincia de Buenos Aires. Pero los protagonistas de esta historia no encuentran petróleo, ni cantan canciones, ni saltan de alegría. Tampoco serán ayudados por palomas mágicas ni saldrán volando en escobas para encontrar un lugar mejor donde vivir. Solo son miles de familias que intentan sobrevivir en este escenario crítico, que enfrentan las hostilidades de la policía que los reprime y les quema las carpas, que son hostigados por los medios de comunicación que defienden el derecho a la propiedad privada ignorando el sufrimiento de miles de personas. Se habla de usurpación, de toma de tierras y de ilegalidad, y se proyecta un desalojo que parece inminente, todo es cuestión de tiempo.
Las continuidades atraviesan el relato. No importa si estamos en una ficción de posguerra -que también refleja realidades- en Rosario del siglo XIX o en Guernica del 2020. Hay un sector de la población que puede ser desplazado, marginado y abandonado sin mayores problemas. Hay un problema habitacional estructural, una falta de políticas claras hacia los sectores más vulnerables, una policía que se encarga de quemar y tirar abajo las viviendas de otros, de los que no importan, de los que obstaculizan. Pero, sobre todo, hoy como ayer, hay muchos intereses en juego que marcan y dirigen como se estructura el espacio y quienes deben estar en los márgenes y quiénes no.
Volvemos a Italia. Los protagonistas de Milagro en Milán cantan:
“Todos necesitamos una cabaña para morir y dormir
Todos necesitamos un poco de tierra, donde vivir y morir
Todos necesitamos un par de zapatos, algo de leche y un poco de pan.
Esto se necesita para creer en mañana”.