La casa de Rubén era una más del barrio. Construida por los años 30, parecía mucho más vieja de los 20 años que ya tenía. Finalizada la etapa peronista, Raúl se quejaba amargamente de su estado, sobre todo de su falta de “modernidad”. Tenía 52 años y se sentía viejo.

Era cierta la vejez de la casa, para la época: el fogón de fierro denotaba una semi ruralidad, así como la mesada, unos escasos cincuenta centímetros de azulejo pegados a una losa de ladrillos. La pileta para lavar era de loza gris amarronada, agrietada por el uso. También se lavaba la ropa allí.

Apoyado por una inesperada ganancia en un Gordo de Navidad, los diez mil pesos ganados le dieron oxígeno para la remodelación total.

Nidia -la mujer- no estaba de acuerdo. Esa plata sería útil para que Ignacio fuera a la facultad y Cacho montara el tallercito de motos. Los hijos eran ya grandes, pero dormían, a pesar de sus treinta años largos, en la casa materna. El tallercito y el aula no estaban en sus planes y sí en los de Nidia.

Raúl empezó por revocar a nuevo toda la casa, eliminando molduras y detalles a la antigua. La casa quedó lisa, planchada, usando una revista «Mi Ranchito» como guía de estilo; agregó unos canteros de cemento y un alero sostenido por dos caños de hierro puestos en paralelo, para dar una imagen “norteamericana”. Nidia murmuraba y se alejaba silenciosamente de los albañiles.

Las ventanas de madera volaron y colocó otras, de hierro, más amplias y luminosas; la puerta de entrada era de madera con las maderas “al bies”.

Luego pasó a los pisos de la casa: un color por habitación. La cocina quedó trasformada mediante la adición de una mesada de mármol verde, una bacha de acero inoxidable y un calefón enorme. La entrada de la heladera Siam, gigantesca, ameritó una cena de inauguración. A los seis meses, la casa era otra.

Nidia se esmeró para cuidar la casa: lustraba los pisos todas las semanas y Raúl  y la prole se vieron obligados a usar patines de lana, para conservar el encerado. La casa relucía, moderna.

Todo empezó, sin embargo, al irse Nidia por dos semanas a lo de su mamá, en Venado Tuerto. Los chicos se fueron a Villa Carlos Paz, atrás de dos pibas. Estarían un mes, haciendo changas.

El lunes y solo, Raúl decidió estrenar la ducha ya que, como hacía habitualmente, se lavaba someramente en el lavadero o bien en la espartana ducha del ahora abandonado excusado del fondo. Miró extasiado la bañera: el agua caliente que salía de la ducha altísima, las canillas relucientes. Se metió sin demasiada prudencia.

La quemadura fue casi de primer grado. Gritando insultos a Ferrum, Orbis, Tamet y otros proveedores sanitarios, Raúl trató de salir a la desesperada, lo que le causó otra quemadura, ahora en el pie. Nidia había dejado el Orbis a pleno gas, para lavar los platos engrasados por el tuco.

No calculó que Nidia también lustraba el piso Verde Alpe del baño: el resbalón lo hizo trastabillar y patinar, caer sobre el bidet, que por suerte era resistente, provocándole sólo un golpe anonadante, definitivo, y dos raspones lacerantes con las canillas. La toalla, en el piso, evitó la tragedia.

Rengueante, Raúl siguió camino como pudo.

El piso de la casa era traicionero: había solicitado al pulidor “doble plomo” o sea un pulido a espejo, y dado que los picaportes cromados no eran del todo resistentes, contó tres caídas y dos roturas antes de derrumbarse en la cama matrimonial. Una pata del mueble se quebró, ofendida por tanta violencia.

Allí permaneció, inclinado, lamiendo las heridas. La quemadura del hombro y del pie le ardían, pero más el golpe en la rodilla. Trató de levantarse para aplicarse manteca. Se dio cuenta que era casi imposible por el dolor, y trató de apoyarse en la mesa de luz, esta no era ya de madera sólida, sino moderna, de vidrio y metal, por lo que el estruendo y el desparramarse de Raúl fueron una sola cosa. Allá fueron la tapa de la mesita, el portarretrato del casamiento, la foto de la madre y un par de chirolas. Gateando, gimiendo como un jabalí herido, Raúl trató de arrimar su humanidad desnuda a la cocina, lejana, lejanísima, y para colmo de males, oscura.

Supo que debía encender la luz.

La tecla, de tapa de porcelana con gatitos dibujados, estaba allá arriba, trato de encenderla pero un nuevo patinazo se lo impidió, eso y agarrarse del cable de la heladera fue una sola cosa. El cable se deslizó y un bestial shock eléctrico lo volvió a derribar con un grito de agonía. La casa quedó a oscuras: el tapón era de los buenos, Atma. Bien moderno.

Boca arriba y todavía algo convulso, Raúl reflexionó. Podía llamar a la policía. A algún vecino. A Nidia. Carecía todavía de teléfono, que estaba pedido, pero tardaba; decidió que su pudor y dignidad eran mayores que cualquier accidente doméstico y se levantó como pudo.

Tratar de arreglar el tapón quemado fue un error. Pero más leve que lo del cable. Repuesto del segundo choque eléctrico, pero con luz en la casa, decidió hacerse de comer. Hacer la cena. Nunca había cocinado.

Por lo tanto, miró con desconfianza la Eslabón de Lujo modelo 1955, color verde agua, alimentada a gas natural mediante dos tubos de 45 kilos pero tantas perillas que lo confundían. Gastaba un fósforo tras otro y nada, el gas no salía y fue al gabinete a abrir las llaves, que estaban, efectivamente, cerradas.  Lo demoró el perro, juguetón y después de un “-Pluto, Pluto quédate quieto”, fue al cuartito del fondo a traer papas, que guardaba en una bolsa grande, colgada. Trajo tres kilos “-Para tener, qué se yo”. El perro olfateó las papas y se fue.

Ya en la cocina, prendió la luz y todo estalló en una llamarada enorme, naranja: había dejado una hornalla abierta y el perro lo había demorado.

Sin pelo, cejas ni papas –que rodaron al living- Raúl trató de entender lo que había ocurrido. “-Esto con el fogón no pasaba, debió tratarse de un desperfecto” razonó sin convencerse demasiado, mientras examinaba el techo algo ennegrecido, que le impidió ver el agresivo trozo de botella.

El corte no fue muy profundo, pero los breves saltos, la sangre y la cera son resbalosas y volvió a caer. Ya en el suelo, todavía desnudo pero lampiño, pudo ver con certeza adónde habían caído las papas. Se volvió a levantar, examinó la cocina que todavía exhalaba gas y cerró la llave; el olor era mareador y abrió las ventanas –dos vidrios estaban rotos- para que el gas remanente escapara. Descartó preparar la comida y se iría a dormir así, bañado pero sucio, pelado y hambriento.

Meditó sobre lo que significaba esta nueva vida, con aparatos que le hacían la vida más fácil, pero que no estaba acostumbrado a usar. No se iba a rendir.

Por lo tanto, regresó a la cocina casi desmantelada, volvió a encender la luz, que efectivamente, prendió. El fluorescente daba una luz espléndida, que hoy veríamos mortecina, pero comparada con la vela o la popular lamparita de 25 de los años 50, era como un sol, radiante sobre la mesada marca IMBEF de sonoras puertas naranjas.

Intentó abrir el cajón de los cubiertos. Nada, como pegado. Descubrió que ese cajón era de chapa pintada y corría por dos guías. Una de ellas estaba torcida y la corrigió con un destornillador. Nada. Aplicó de nuevo la herramienta, verificó la corrección, se paró y tiró del cajón, con todas las fuerzas.

El cajón se precipitó con sus doce kilos sobre el quemado pie de Raúl, que se desmayó seis veces antes de insultar y que, claudicante, fue hasta el dormitorio, cayendo tres veces más. Olvidó los patines, la comida, la cocina los cubiertos y las papas. Agotado, a la hora estaba roncando.

Al otro día, el dolor lo despertó. Debía arreglar todo lo roto por una hora de desconocimiento.

Apenas salió, mientras el dolor lo atenaceaba, vio el desastre a plena luz del día: cucharitas por todos lados, tremendo fogonazo en el techo, medio calefón quemado y la heladera descongelada había hecho un charco inmenso. Y papas, papas por todos lados. Vidrios de todo tamaño alfombraban el piso y por la ventana abierta –y rota- entraba un frío gélido.

Decidió vestirse, por lo que fue hasta el “placar” empotrado, abrió las dos puertas centrales y observó sus cuatro camisas. Eligió la amarilla, de entrecasa y tiró de la percha. Obviamente el barral no estaba del todo bien amurado y se vino abajo con estante y todo: dos valijas llenas de trapos, diez ollas que ya no se usaban, cuatro cuadros ovalados, una pila de un metro de tapados viejos, cajas de recuerdos y varios libros. Las puertas se rompieron, incapaces de soportar todo esos recuerdos.

Saliendo de en medio de todo, Raúl se puso la camisa, el pantalón y aullando de dolor, fue en busca de Omar, su amigo del club. Una vez allí gritó su nombre ante el espanto de todos.

Entraron. Omar no podía creer lo que veía. La casa estaba hecha un caos.

-Che, esto hay que arreglarlo…

-¿Te traje para que me digas eso? A ver, ayudame.

Juntaron las cosas de la cocina, y metieron los vidrios en una bolsa. Omar miró la chamusquina y negando con la cabeza, colocó el cajón de nuevo, sin problemas. Corría bien. Luego, con Raúl juntaron los cubiertos y las papas. La pintura fue necesaria, y debieron comprar un poco de Albalátex.

Todo quedó en orden más o menos al mediodía. Omar reflexionó.

-Sabés que pasa, Raúl… vos sos de otra época. Esto no es para vos.

-Que decís.

-Que todo esto nuevo es para darte dique, vos ni sabés pelar una papa…

-No seas boludo…

-Te lo digo en serio…

Raúl medio se enojó. Entonces se dio cuenta que Omar estaba jugando con un cartoncito, una cartulina medio quemada. Nunca la había visto. Se la sacó de la mano, intrigado.

-De donde lo sacaste?

-Estaba pegada en el calefón- En la cartulina, con letra de Nidia, se podía leer:

“Me tenés podrida con la casa, me voy. No me esperes más. Nidia.”

Ante la mirada incrédula de Omar, Raúl se levantó, rugió como un animal, tomó el Orbis blanco con las dos manos y con fuerza sobrehumana lo arrancó de la pared, arrojándolo por la abierta ventana.  Cayó entre unas dalias y la gente se amontonó para ver. Uno –don Jorge- tanteó el aparato para verlo mejor, después se lo llevó calladito. Dos mujeres vieron a un hombre vociferando y escaparon asustadas: ya tenían tema para toda la semana. Un perro olfateó la puerta y la orinó.

Sentado cómodamente, Omar no se inmutó ante la ira sudorosa del hombre.

Miró a su desencajado amigo, pateó una papa solitaria y dijo, mientras prendía un Fontanares:

-Te lo dije, Raúl. Vos sos de otra época.

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti – Docente de la escuela Superior de Museología

Imágenes: Diego González Halama