Por Daniel Briguet

El chirrido de las cotorras abre el día. Vuelan de rama en rama, bajan de los enormes nidos que cuelgan del follaje de los eucaliptos. Salgo al césped, donde descansan las reposeras, y desde allí veo las hamacas y más atrás, el espejo de agua que forma un brazo del río. Un río quieto, que parece detenido en un punto, aunque sabemos por Heráclito que esto no podría ser cierto. Avanzo refregándome los párpados porque ni siquiera me  lavé la cara. Solo fui al baño a echarme un meo. Curiosamente, mientras meaba pensé en Marina.

  Marina y sus minishorts ceñidos a los muslos y sus sandalias con plataforma de ocho centímetros. Y un top tejido que abre un escote cavado por el que circulan gotas del pelo todavía húmedo, después de una ducha. ¿Alguien conoce el destino de esas gotas, por Zeus? Sentados alrededor de la mesa principal, adonde esperábamos con infinita paciencia la salida de una pizza del parrillero. Porque a alguien se le ocurrió que podíamos comer pizza a la parrilla y hubo que poner manos a la obra. Julián y Chacho (que ya no usa camisas Grafa) tomaron la iniciativa y acumulando pilotes de leña, encendieron el fuego. Mientras nosotros, el resto, seguíamos las alternativas de una selección de bloopers por Crónica TV, que es el canal que se mira en toda las casas del campo popular cuando no hay nada en particular que mirar.

Bloopers donde dominaba el guiño político si bien la ensalada icónica incluía de todo. La aparición del Jefe me provocó cierta nostalgia. Sonriente y con el rostro redondo por una picadura de avispa, su imagen de punta en blanco remitía a los años de gloria donde nadie le pisaba el poncho que ya no llevaba. No recuerdo lo que decía pero recuerdo algunas de sus frases más impactantes, como “No temáis, vais con el César”, impregnadas de una megalomanía que solo su astucia podía atenuar. Al común de la gente no le importaba. Solo contaba que el peso valiera como nunca, que los viajes a Miami fueran frecuentes  y el deme dos un saludo natural. Siempre sostuve que el era el presidente lógico para un país donde el curro, la figuración y el afán de ostentación  flotaban en el aire como el oxígeno. Y si esto suponía subvertir algunos de los principios básicos del peronismo histórico no había margen para la protesta porque la consigna era actualizarse, aun al precio de convertirse en otra cosa.

 Menem fue el mayor Caballo de Troya en el movimiento popular. Fue tan grande que nadie podía verle el culo cuando cagaba. Mimetizado hasta la médula con el folklore peroncho, no se lo podía llevar a una discusión doctrinaria sin pasar por hereje. Y después, ya era tarde. Después, cuando la debacle mostró sus garras y el país daba la impresión de partirse en pedazos, solo quedaban los que querían cobrar, los que nunca cobrarían y las ratas que aún no habían abandonado el barco. Pero yo, sin saber bien quién se equivocó, sigo pensando que él era el presidente indicado. Algo así como si Isidoro Cañones hubiera dejado las tiras de Dante Quinterno para ocupar el sillón de Rivadavia. Lupo fue otra cosa y merece un comentario aparte (La última chance de zafe, anoto, una muñeca política segura. ¿Qué era amigo de Fidel? Todos en algún momento fueron amigos de Fidel)

No sin antes comentar que la idea de montar este refugio fue de Carlitos, padre de Marina, años después de aquel Diciembre Negro. Un sitio tranqui, con mucho verde, donde pudiéramos pasar las fiestas y los aniversarios lejos del smog y del stress ciudadano, y de los piquetes que se multiplicaban, lejos de la pirotecnia y de los cohetes voladores, un refugio donde cada uno hiciera lo que quisiera sin pedir permiso ni rendir cuentas. Empezamos con dos grupos familiares y un servidor como convidado de piedra pero, con el tiempo, los concurrentes se entraron a mezclar y hoy no podemos decir que impere el parentesco ni nada parecido. A algunos los saco por el olfato y a otros apenas si los saludé alguna vez. Es un alquiler módico el que pagamos ya que entre todos no puede salir mucho y la quinta tiene un chalet al comienzo, usado básicamente para dormir, y luego un salón comedor que también hace la veces de cocina. Entro con cuidado a la segunda casa, tratando de no hacer ruido, con el propósito de procurarme algo que haya sobrado de la noche, para atenuar la languidez de mi estómago, y de paso prepararme unos mates. Tarea ímproba ya que el piso del salón comedor está cubierto por un enjambre de cuerpos inermes, colchones y bolsas de dormir. Al final agarro un pedazo de pizza fría, una botella que puede contener algo de champú y salgo.

Primera sorpresa: el presunto champú rosado sabe a espumante con gusto a frutillas. Pero es lo que hay.

Voy engullendo la pizza mientras camino a la par de la fila de autos estacionados, verdadero muestrario de un frente policlasista. Hay un Corsa, un Volkswagen, dos pick ups  cuatro por cuatro con vidrios polarizados, una furgoneta, un Peugeot y un Audi que debe ser del primo rico de Carlitos. Ese tipo nunca habla y la verdad es que no sé si es una señal de distinción o del cansancio que le produce mover la lengua. Lo cierto es que la fiebre automotriz no da tregua.

 Llego al borde del agua y veo que los brillos del sol oscilan como si indicaran que la marcha del río ha comenzado. Tengo ganas de de darme un chapuzón pero sé que el fondo es barroso y no conozco la profundidad en esa zona. También me gustaría bañarme con Marina en la pile pero dudo que al novio le guste la idea.

Vuelvo a la zona de las reposeras, donde encuentro un libro de Osvaldo Lamborghini sobre una mesita. ¿Yo estoy loco o Lamborghini fue un escritor de vanguardia, prohibido en el Proceso, hasta que se murió en los años ochenta? ¿Y no es esta una señal de que están entrando al grupo disperso intelectuales hirsutos partidarios de ideas disolventes? Yo soy un tipo amplio pero creo que el tiempo de la zurda ya pasó. Todos fuimos zurdos alguna vez, hasta que sentamos cabeza.

  Agarro de todos modos el libro y me pongo a hojearlo, sentado en un sillón de plástico. La verdad es que últimamente, con esto de los eventos, no leo un carajo y eso es algo que no me puedo permitir. Con los eventos políticos empecé después de la debacle. Luego del escándalo que se armó en torno al pibe fusilado en el terraplén del Ferro, quise tomar distancia. Porque algunos turros aprovecharon la muerte a mansalva del pendejo para salpicarme. Yo, que laburaba de asesor, le dije al ministro de gobierno de entonces: “Si este quilombo crece, a ustedes los van a sacar escarpiendo. Téngalo en cuenta”. Pero no hay un solo modo de parar una revuelta.

El hecho fue que se me ocurrió organizar eventos políticos. Convengamos: organizar eventos es como vender humo bajo el agua porque si hay algo que se identifica con la nada es un evento. Ya la palabra viene mal parida en su etimología. Pero yo pensé que en el ámbito de gobierno y de los partidos, podía ser un buen modo de formalizar contactos y entablar diálogos off the records que a veces no tenían un marco adecuado. Y no me fue mal. En el ambiente se sabe que mi agenda contiene muchos nombres importantes, ideales para contactar, rosquear y otros verbos afines. Con el negocio no me fue mal, con las minas tampoco pero conservo mi obsesión enfermiza por las pichis en flor.

   Y lo que alcanzo a ver encima de las hojas del libro de Lamborghini, cuyo texto “El niño proletario” no me resulta seductor, es una bikini blanca de espaldas con un intento de mini short abajo que no alcanza a ser tal. Bikini blanca sobre una piel bronceada. Arriba de unas piernas que se balancean como las de Catherine Spaak en La Ragazza di Bube (Qué viejo que estoy, por Dios). La chica llega hasta una de las hamacas, se coloca algo que parecen unos auriculares y comienza a hamacarse con suave cadencia. A esta altura apostaría que se trata de Marina pero no pierdo nada con averiguarlo.

   Camino detrás de sus pasos y en el trayecto descubro guirnaldas sobre los pequeños arbustos del patio. Nada del otro mundo: vestigios de las últimas Fiestas. Llego hasta la hamaca ocupada y Marina me sonríe sin mucha sorpresa. Se quita los auriculares para abrir un principio de diálogo.

-¿Qué escuchás?

– Molotov, es un grupo mexicano.

– ¿Pero sabés el origen de la Molotov?

– Tío, no voy a una guardería.

Por alguna razón Marina me sigue llamando tío aunque no tenemos ningún vínculo de parentesco.

-Es raro que estés de pie tan temprano.

– No podía dormir por el calor. ¿Qué tal la pizza?

-¿La pizza?

-Te vi cuando sacabas un pedazo. Anoche te diste el gusto.

– Me gusta la pizza a la parrilla, debo reconocerlo.

– Y con un toque de champú, es un símbolo de tu época.

– Dijiste bien. Es como un símbolo que no todos comprendieron. Porque abrió paso a una cultura donde lo diferente podía mezclarse sin afectar al conjunto.

– ¿Eso quería Menem?

– Menem fue un estadista mal comprendido. Pero no nos vamos a hablar de política ahora.

– Mejor, si nos llevamos bien.

 Ni bien termina la frase suena su celular.

 – Esperá que atiendo – dice, levantándose. La charla es breve y me permite apreciar la hondura de su ombligo.

– Tengo ganas de ir al baño – agrega luego-. Te dejo el auricular para que te actualices.

– No estoy tan mal, che.

-No dije eso. Y a propósito: ¿vos tenés una onda conmigo?

– ¿Onda? ¿Por qué?

– Por el modo en que me mirás.

– Marina, yo te conozco desde que eras  chiquita. Te aprecio y cuando te vi en Nochebuena, después de varios años, debo confesar que me impresionaste. Pero todo bien.

– Yo también te aprecio- dice ella y me da un cálido beso en la mejilla. Para mí es como un bálsamo en medio de la canícula matinal y los mosquitos que vuelven de caravana. Pero debo moverme con cautela.

Marina se va dejando una estela que barre cualquier motivo de inquietud. Por largos minutos ocurre como si el paisaje estuviera inmóvil. Hasta que un rumor lejano rasga el silencio del agua y crece como si se acercara. Raro. En los tres o cuatros días que estoy no vi que pasara nadie por este brazo del Coronda. Pero ahora el rumor es ruido y debe ser el motor de una lancha. Por algún motivo que desconozco, preferiría estar acompañado de Marina. La lancha asoma su proa detrás de unos arbustos y avanza a cierta velocidad por el medio del río. A  la altura de nuestro pequeño amarradero, dobla a la derecha y se desplaza de modo frontal. Son, por lo que veo, dos tipos y un tercero que maneja. Si no frena ya, va a terminar subiendo al muelle. Me sudan las manos y espero que no sea el temor. La música de Molotov tampoco me sirve de aliento. La lancha da un rápido salto y cae sobre el muelle improvisado. Los tipos envueltos en pilotines saltan y cada uno porta una Itaka. Tienen pinta de pendejos. Dan unos pasos y me apuntan. Quiero decir algo pero no puedo articular palabra.

   Solo la música que se cuela por mis orejas:

   “Dame, dame, todo el poder”….

    Pienso en el culo de Marina, en sus mitades talladas con esmero.

    La guacha estará sentada en el closet, esperando.

   Un par de estampidos espantan a las cotorras de sus nidos.

   Un par de estampidos y el plomo que muerde mi carne, antes de que la oscuridad me vaya ganando.

 (NB: El presente relato, cuya versión original incluye cambios para su edición en El Vecino, fue escrito en diciembre del 2014 y publicado por primera vez en la revista Rosario Express)