Clásicamente, el Pierrot es una especie de payaso, un disfraz de carnaval. Es una forma antigua, ya que casi hemos perdido su significado, un personaje por lo general de enterizo blanco, con un bonete y grandes lunares negros, como botones en al pechera. Este simple atuendo se complementaba con la cara pintada de harina, tiza o albayalde, y una lágrima pintada le daba un aire triste.

Veamos un poco mejor a este personaje, famoso en los últimos años del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX.

 

Origen: los cuernos

El Pierrot fue, en su origen más bien italiano, un zanni, o sea un sirviente. Retraído y circunspecto, pero visible en el escenario, hacia el siglo XVII empezó a tener cualidades de músico, sobre todo violinista o tocando el laúd.

El director de Deburau en 1830 representó a Pierrot ya definitivamente taciturno en el Théatre des Funambules de París.  Fue a partir de esos años cuando el Pierrot se convirtió en el Payaso Blanco.

¿De dónde viene esa condición más bien tristona, y hoy hasta algo ridícula?

La idea del Pierrot que se conoció en el ocaso del siglo XIX era la de un protagonista de amores no correspondidos. Su amor fatal, la Colombina (Palomita) sucumbe en manos de un seductor: Arlequín. En otras comedias, el amor del Pierrot fue por la Luna, de la que se enamora de manera algo irresponsable y como comprenderá quien esto lee, satélite poco dado a corresponder los afectos. Pura metáfora: la raíz de esa tristeza medio sonsa es el amor de su adorada colombina.

En un verdadero ménage-à-.trois, esta chica grosera, de aspecto risueño, alegre y algo descocada, se ve tironeada entre el ingenuo Pierrot y el atorrante de Arlequín. Desenfadado y algo, traidor, Arlecchino es un verdadero linyera, con un traje hecho de remiendos, es otro sirviente. No duda en prometer, engañar y seducir, intrigar y finalmente llevarse a la chica. .

Por lo tanto, el romance famoso entre Pierrot, la Colombina y Arlequín, es un problema de criados, un asunto del populacho en una sociedad de clases definidas y excluyentes. La “Palomita” es una zagna, una sirvienta, una mucama; sus coqueteos van desde lo moral –pendulando hacia el Payaso Blanco- a lo risueño y sexual, oscilando hacia Arlequín. “Cornudo sin haberse casado”, según se decía popularmente, el Pierrot blanco y nocturno llora al cielo y una lágrima eterna –negra- corre por la cara blanqueada por la luna luego del abandono.

 

Un dilema de cara blanca

La  Commedia Dell ‘Arte italiana decide con frecuencia a favor del atorrante, que se va con la purreta, quedando la tristeza para el bonachón, ingenuo y puro, la tristeza es el precio que debe pagar para ganarse el cielo.

Esta tradición, que no es más que un episodio de los cientos de comedias con estos tres protagonistas (hay más)  quedó fijada en la mentalidad europea, llegando a la Argentina de la inmigración.

Un triángulo amoroso que se resuelve feliz o infelizmente, a voluntad del comediógrafo, pero que pone al espectador ante un dilema.

¿Conviene ser bueno como dice el manual pero sin ganar nada, o un avivado que consigue el amor de la chica?

Esta estructura moral generó indirectamente posicionamientos fuertes. En los tangos, Pierrot siempre se queda de a pie, y Colombina apunta más bien a la farra y sobre todo, va detrás de la plata de Arlecchino (recordemos que originalmente era un rotoso). Nótese la letra del tango Siga El Corso:

 

Divertite, gentil Colombina/ con tu serio y platudo Arlequín. / Comprador del cariño y la risa, /con su bolsa que no tiene fin. / Coqueteá con tu traje de rica / que no pudo ofrecerte Pierrot, /que el disfraz sólo dura una noche, / pues lo queman los rayos del sol.

 

En Ilusión de  Pierrot, la cosa es explícita. Colombina apenas se diferencia de una actual botinera, una posición casi inmoral, ya que opone el amor al dinero y el lujo:

 

¿Te acuerdas de la historia que yo te contaba/ donde Pierrot su amor jamás logró vivir, de aquella Colombina que tanto adoraba/ y a quién cegó el lujo que le dio Arlequín?… Mal bicho.

 

Pierrot S.A.

A fines del siglo XIX, el Pierrot va ganando en popularidad.

Es fácil vestirse como él, y el aspecto romántico –muy en boga en esas épocas finiseculares- veía en el blanco personaje una metáfora del tipo sufrido. La mina se le fue con otro, a pesar de su bondad. Llora por lo perdido, y por lo inalcanzable; fue traicionado pero no maldice ni blasfema, sólo llora una sola lágrima, invariablemente negra. Esta imagen de pureza y a la vez de oscuridad, que hoy llamaríamos dark, tuvo repercusiones insospechadas.

Los hombres empezaron a vestirse de Pierrot para carnaval. Por otro lado, las chicas, con frecuencia, de Colombina. Algunos pocos de Arlequín.

Fáciles de hacer –no son más que bombachudos en tela blanca-  los disfraces de Pierrot resaltan en la noche carnavalesca, por lo que tuvieron una ventaja adicional. Se completan con una gorguera plisada, un bonete y los infaltables botones enormes, negros. Zapatillas de baile blancas en los pies y en la cara, la empolvada clásica. Con el tiempo, este afeite se fue soslayando y se reemplazó por antifaces, más eficientes para ocultar la cara.

Dado que era símbolo de pureza –aunque amarga- para mediados del siglo XX el traje de payaso Blanco empezó a ser cosido por las mamás para sus hijos e incluso hijas. Hagamos notar que Pierrot no es sólo un amante traicionado: es virgen de amores, de sexo y de placer. Blanco y amargo, llora porque no puede reír, como Colombina y Arlequín seguramente lo han hecho entre las sábanas.

Esta popularidad se extendió a otras cosas, no siempre tan corpóreas.

Las propagandas de los primeros años del siglo XX se ilustraban, con frecuencia, con la dolorosa imagen del Payaso Blanco. Champán, aceite, lamparitas, chocolate, ginebra, talco, jabón, perfume, dentífrico y ciertas cremas se identificaron, en los anuncios, con la imagen desalentadora del Pierrot.

El personaje, ahora ilustrado, está en posiciones casi siempre tristes y lánguidas, a veces sorprendido, pero nunca con una sonrisa. No es raro verlo ubicado en un bosque o a la orilla de un lago o río, a veces con un laúd, otras con mandolina. Más allá suele verse a Colombina, atornillándose con Arlequín, como en una burla de mal gusto para el eterno derrotado. El producto no importa: la imagen protagonista es la del payaso triste.

 

La marca del perdedor

¿Que llevó a los fabricantes de aceite o jabón, a establecer a este verdadero perdedor como imagen para sus productos? ¿Por qué poner a un looser, y no a Arlecchino?

La primera hipótesis es el de la empatía. Nos simpatiza el tipo bueno, abandonado por una minita. Queremos palmarle la espalda, decirle que ya vendrá otra, que de mujeres está lleno el mundo.

La segunda hipótesis es menos ingenua. Este perdedor lo es porque fue engañado. Lo traicionaron, se le dieron vuelta. Poner a Arlequín hubiera sido poner un traidor un inconstante, un mal tipo, identificar con “eso” un producto es una mala imagen que se debe evitar. El aceite, el dentífrico,  la crema, no traicionan, fueron hechas por y para buena gente, a veces traicionada, pero no por nosotros, los fabricantes de champán.

Las imágenes tradicionales –el gaucho, el indio, el judío- se estereotipan, reciclan, se re-usan. La de Pierrot se mantuvo, más o menos, fiel a sí misma. Casi puro símbolo –la del hombre con una pena de amor- tuvo su auge en momentos de romanticismo, en los que era muy dificultoso mostrar esa pena abiertamente. Para eso están los tangos, el traje blanco, el carnaval, la radio o telenovela, la lágrima pintada.

Despojado de toda teatralidad, en tanto ejercicio escénico- el Pierrot fue una manera de mostrarse, de ser un símbolo, aunque cada vez más difícil de descifrar. Con el devenir de los años, pocos recordaban su origen italiano, pasando a ser un estereotipo. Hacia 1940, había Pierrots masculinos y femeninos, blancos y negros, en negativo. El símbolo, cada vez más desdibujado, y separado de la figura de la inconstante Colombina, se convirtió en un atuendo eventual, una forma vaciada, una facilidad o en el gesto seguro del disfraz exitoso. ¿Cuántos de esos signos utilizamos cada día, ya sin darnos cuenta? Quien esto escribe, cree que miles. Palabras que usamos con otro sentido del original, colores que ahora nos gustan y hace cien años repelían, gestos hoy amistosos que antaño merecían una puñalada, actualmente pasan desapercibidos.

Estos olvidos son necesarios. Debemos, un día, perdonar a la Colombina combinar con Arlequín y conseguirnos otra novia. Esta evolución –impensable para algunos- transcurre a veces sin darnos cuenta, a veces con plena conciencia. Pero quizás sea necesario, un día, usar el traje blanco como un trapo ya sin demasiado sentido. El blanco puede ser pureza o romanticismo, pero también una mortaja. Arlecchino lo sabía, por esos sus colores.

 

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti – Conservador de Museo -Imágenes: Diego González Halama