Por Daniel Briguet
“Un trotamundos como yo
Que busca la felicidad”
Nicola Di Bari
Nada más plácido que ir a buscar aquello que no está. De antemano sabemos que, si
alguna remembranza asoma, será en el mismo recorrido o, eventualmente, en la percepción de ligeros indicios, huellas que solo el ojo avizor puede registrar. Pasa frente a la entrada del Museo imbuido de esta idea. Pasa frente al Museo de Bellas Artes y se pregunta si su recorrido empezó ahí o fue antes, en una esquina del boulevard, cuando decidió enfilar hacia el parque.
Cruza por la senda peatonal, a poca distancia de los coches que esperan la luz verde, y siente la inquietud de no estar seguro hasta llegar al otro lado. Respira tranquilo cuando ve a la ninfa acostada en medio del estanque y más atrás, una arboleda donde se cruzan ramas de distinta procedencia. Hace treinta años lo atraían la variedad de especies de árboles y la posibilidad de que la ninfa acostada, tensa en su movimiento de yeso o de cemento, cambiara de posición.
Ahora sabe que la atracción, si hay alguna, está en contemplar la variedad de especies de árboles, con alguna que se agrega sin romper la textura del entorno, o la figura de alguien que pasa.
Porque el dato básico es que tampoco está la jaula de los pájaros.
Ni mirlos, ni petirrojos, ni zorzales, ni guacamayos, ni aves del Paraíso o cotorras verdes como la selva. Hay bancos todavía y puede sentarse en uno que tal vez ocupe el mismo sitio que él supo ocupar. No está la pajarera pero sobrevive el resguardo o la discreción de permanecer apartado de la mirada de los otros.
Y, por supuesto, veinte o treinta metros más allá están los baños, remodelados y pintados como si fueran nuevos.
¿Pero por qué los baños?
El era un chico delicado que debía abrirse paso en un medio hostil. Se sabe la suerte que la escuela media reserva a los chicos delicados, si no saben reaccionar a tiempo. Abrirse paso en un medio hostil y extraño ya que, además de delicado, él era un payuca que venía del campo. Y que entró al colegio de los monjes trapenses desprovisto de los mínimos rudimentos que le permiten a un medio adolescente, payuca y delicado, hacerse un lugar. En el campo contaba con el sostén de sus amigos protectores. Acá no tenía otro auxilio que su propia sombra.
Su sombra deslizándose por el cantero central del boulevard. Todo el mundo – o casi todos – se había hecho la chupina a esa edad. En general iban en grupo y si no recalaban en el salón de flippers, a jugarse unas fichas o varios partidos de metegol, terminaban en la casa de alguien cuyos padres habían viajado. Algunas de esas casas estaban por el boulevard. Podían comprarse una petaca y, con seguridad, un paquete de cigarrillos pero sabían que no debían exponerse demasiado. Él, por alguna razón, decidió hacerse la chupina solo y terminar sentado frente a la pajarera del parque. Después lo contaría o no. No se trataba, en este caso, de una exhibición de fuerza o de coraje sino de un acto que contaba, en primer lugar, para él mismo.
Lo que no imaginaba al decidir todo esto, luego de desviarse del recorrido habitual de cada mañana, era lo aburrido que podía resultar una estancia de tres o cuatro horas contemplando los mismos pájaros, no importaba su colorido plumaje.
Los pájaros enjaulados como presagios multicolores.
A las diez de la mañana su visión del parque comenzaba a astillarse o bien a congelarse, dado que todavía soplaba una ventisca, cuando hizo su entrada en escena Nicola Laurenti. Él lo sabría un rato después – que se trataba de Nicola Laurenti -, lo que vio en ese momento, después de mirar el reloj Tissot que le había regalado su padre, fue un señor más bien bajo, de unos 45 años, que entró al claro donde se levantaba la pajarera, caminó lentamente a su alrededor mirando las distintas especies (de pájaros), se quedó parado frente a su banco con la vista puesta hacia delante, como un mariscal que otea el campo de batalla, y finalmente dijo, con un cigarrillo entre los dedos:
– Disculpe, ¿tendría fuego?
Dijo “disculpe” con un acento itálico, como un genovés que acababa de bajar del barco. Pero el hecho era que ya no se veían genoveses y casi no había barcos anclados en el puerto. Él sacó su carusita, que llevaba siempre en un bolsillo del saco, y el hombre se inclinó acercando su cara a la pequeña llama. Su piel era apenas rugosa, para la edad que debía tener, y llevaba un bigote fino sobre sus labios carnosos. Llevaba también un abrigo de gabardina gastado encima de un traje y una corbata.
- ¿Gusta? – le dijo el hombre, con el mismo acento itálico, mostrando su atado de LM y él recibió la invitación como un gesto providencial, porque llevaba el carusita pero no tenía cigarrillos.
Dio dos pitadas hondas mientras el hombre de abrigo sobre los hombros ocupaba un lugar en el banco.
Escuchó sus primeras frases sin prestarle mucha atención. El hombre hablaba de la belleza del parque y del fascinante plumaje – esa palabra usó, fascinante – de los pájaros. “Claro – agregó – no pueden volar”. Ahí empezó a escucharlo con más atención. La voz de acento itálico saltó del plumaje de los pájaros a los límites de la belleza enjaulada y en algún momento sugirió que, para un artista, lo difícil era capturar la belleza en movimiento. “O lo que es parecido – subrayó – encontrar el movimiento en lo bello”. El tomó la palabra “artista” como una suerte de autorreferencia. Las condiciones ambientales estaban dadas.
- ¿Artista? No, yo pinto a veces porque me gusta pintar y doy clases de dibujo en un par de colegios para parar la olla. Pero artista no. Leonardo, Michelángelo, Rafael, Tiziano, Tintoretto…Esos fueron artistas.
Notó que todos los pintores que había nombrado eran de origen italiano. También que su aire algo excéntrico se diluía a medida que su discurso ganaba en confianza. Tenía una voz modosa y cantarina que no llegaba a molestar.
- Yo traigo a los chicos acá – dijo, señalando con un ademán la zona del laguito – y los dejo un rato dibujando o pintando. Les digo: no traten de copiar lo que ven. La pintura no es una fotografía. Traten de pintar lo que el paisaje les despierta.
Su cabellera negra y espesa emanaba un perfume floral y al promediar la charla él notó que la pierna derecha del maestro, cruzada sobre la otra, estaba más cerca que al principio, aunque no le atribuyó un sentido particular.
- Nicola Laurenti, mucho gusto – dijo el tipo, la mano derecha extendida hacia él, luego de sacarse un guante.
Al apretarla sintió que estaba húmeda.
- ¿Usted fue al Museo? – le preguntó casi enseguida.
- Un par de veces.
- No sirve. Hay buenos cuadros pero la pintura no ha sido hecha para dejarla encerrada en un museo. Allí van las delegaciones escolares, que solo ven las figuritas, y los especialistas. Y si hay algo en este mundo que no sirve para nada son los especialistas.
Y sonrió apenas y le palmeó el muslo de su pierna derecha en señal de confianza.
Lo convidó con otro cigarrillo y antes de que él lo encendiera, le dijo:
- ¿Sabe qué? Yo tengo una petaca-. Y abriendo su abrigo de gabardina gastada, le mostró el cuello de una pequeña botella que emergía del interior de su saco.
- La llevo por si tengo frío o porque a veces un trago viene bien. Pero hay un hecho. No queda bien que un joven como usted y un hombre como yo aparezcan tomando de una petaca en un lugar público. Alguien podría pensar que somos borrachos. ¿Me sigue?
Él lo seguía pero no sabía si la pregunta terminaba ahí.
El hombre se paró, sacudió de la falda de su abrigo un polvo inexistente y empezó a caminar.
Él fue detrás sin pensarlo. Tenía la sensación de que la chupina recién empezaba.
En el trayecto a los baños levantó una piedra del suelo sin que el maestro lo advirtiera. No sabía qué podía pasar, fuera de la invitación a tomar unos tragos, pero la confianza inicial despertada por la plática en el banco empezaba a flotar en el aire fresco.
Bajaron por una escalera corta de escalones sucios y en el pasillo de los lavabos, sintió olor a mierda y a orín rancio. Un olor parecido al de los baños del colegio. Los baños del cole y la presencia de Marino que lo apretaba cada vez que podía, empujándolo. El intentaba resistir sin reaccionar. Una reacción podía derivar en una pelea y su temor era menos a pelearse con Marino que a las derivaciones que la pelea podía tener. Marino era uno de los chicos pesados del curso y los chicos pesados lo consideraban un maricón. Y si bien él oscilaba entre la certeza de que lo creyeran marica o la intuición de que lo hacían para zaherirlo, estaba seguro de que había un solo modo de zanjar la cuestión. Un modo que lo pondría al borde del escándalo.
“Un trotamundos como yo” cantaba la voz itálica de Nicola Di Bari, desde no sabía dónde.
Y casi superpuesta, la voz más cercana del maestro que lo llamaba. Había entrado a un reservado y lo esperaba sentado en el closet, sin el abrigo, ni el saco ni los pantalones, y unos calcetines ridículamente levantados hasta la mitad de su pantorrilla con pelos. El reservado no tenía puerta.
– Vení, acercáte – le dijo, esgrimiendo la petaca-. Ponéte cómodo.
Lo ridículo no eran los calcetines sino el cuadro mismo. La inviable invitación a ponerse cómodo en ese cubículo de azulejos manchados con palabras procaces y la misma sensación de que no debía ponerse cómodo sino al revés, dejar que su incomodidad saltara sin barreras y que el hormigueo que recorría su entrepierna, lidiando con cualquier principio razonable, se expandiera hasta calentar todo su cuerpo, una brasa que ardiera en la mano del otro, eso debía hacer. Pero solo atinó a tomar al maestro del cuello de su impecable camisa blanca y espetarle con desprecio:
- Levantáte, viejo puto.
Y ante la inercia del otro levantarlo él, aunque su cuerpo flaco apenas pudiera lidiar con la caja torácica del pintor genovés. Sintió la piedra en el bolsillo del saco pero no la tocó. Salió corriendo, como era de esperar, subió a grandes trancos los escalones sucios y al salir, volvió a escuchar el eco de la voz de Di Bari.
– “Que ama la felicidad…”
Sus pasos fueron en dirección a la música. Cruzó la calle siguiente y en los bordes del laguito vio chicos que hacían sus dibujos en blocks de canson o pintaban con pomos de témpera. El lanchón amarrado a un cabo de cemento, esperando pasajeros, y en el agua espejada por el sol, botes impulsados por remos que se movían lentamente. Más allá estaba el islote donde – se decía – había faisanes y pavos reales y flamencos rosados.
Ahora enumera esos detalles, sin moverse del banco, y se pregunta por qué aquello no pudo tener un final naturalmente trágico.
Pasa una pareja de chicos, uniformes de jeans y zapatillas deportivas, y el vago se suelta de la mano de su chica y le pregunta:
- ¿No tiene un cigarrillo, maestro?
- Tengo – dice él – pero no soy tu maestro.
Y antes de que el vago pueda reaccionar, los convida a los dos y les da fuego. Cuando la chica se inclina con el cigarrillo en la boca, él ve en su pìel fina y la nariz respingada, en la onda de pelo que roza su oreja, los vestigios de cosas deseables y extraviadas. Pero sólo durante unos segundos.
“El artista, como los pájaros, nació para volar” – dijo aquel día el maestro en su atelier, enfundado en un guardapolvo con manchas de pintura.
Esa vez supo que la sensación de ridículo que lo había asaltado en el primer encuentro formaba parte de su repertorio. Lucía ridículo cuando quería ser serio y cuando daba explicaciones que no carecían de fundamento. Era una impronta de su personalidad que gravitaba más allá de cualquier otro efecto. Y ocupaba un departamento ligeramente ridículo en su decoración, aunque no careciera de atractivos, con lámparas de colores oscuros y esmerilados, repisas abarrotadas de miniaturas y reproducciones de los maestros del Renacimiento.
Leonardo, Michelángelo, Rafael, Tiziano, Tintoretto.
La línea delantera del arte más excelso. ¿Cuáles de ellos se la habrían comido, despreciando la belleza de sus modelos femeninos?
Escuchaba las disquisiciones del maestro repantigado en una cama turca que hacía de diván. Desde allí posaba para un pincel dispuesto a hundirse en su carne. Desnudo, inmóvil, esperaba que la sesión se acabara pronto porque, si la primera vez sintió expectativa y algún viso de excitación, después sus recurrentes poses fueran ganadas por el tedio. Siempre le resultó difícil permanecer quieto en un sitio. Y nada de lo que Nicola Laurenti dijera amortiguaba su inquietud.
Dejaba que el maestro se acercara y torciera la posición de su mandíbula o retocara el ángulo formado por su pierna flexionada. Toleraba incluso que acariciara la pelusa de su vello y elogiara la suavidad de su piel. El sabía que su piel era suave – todavía lo es – y no podía evitarlo. Y coincidía con Nicola en que sus rasgos faciales, sin ser los de un chico apuesto, respondían a la seducción de la ambigüedad.
(Aquellos aprestos llevados al lienzo lo ayudaron a reconocer las formas de su cuerpo, eso debe admitirlo).
Pero se había propuesto no dejar que Nicola avanzara hasta su último baluarte, sin que importara el precio. No porque sintiera su virilidad amenazada – no tenía entonces una idea incorporada de lo que debía ser viril – sino por estimar que se vería involucrado en el acto más ridículo.
Cualquier otra sensación cedía ante esta imagen: Nicola arrodillado frente a él como si adorara a un dios griego. El golpe seco de una estatuilla de Apolo sobre su nuca y el cuerpo inerme del artista renacentista sobre la alfombra.
La pareja de chicos vuelve a pasar, en sentido contrario y ella lo mira insinuando una sonrisa. No sabe a qué responde y al verlos sentarse en un banco cercano, su duda se convierte en curiosidad. Se sientan abrazados y no tardan en intercambiar mimos, manos que se cruzan en tanteos propios de la edad. Ella no debe tener dieciciocho y él, a lo sumo un año más. Luego ella se aparta y vuelve a mirarlo, las piernas cruzadas y las zapatillas rojas de cordones blancos en primer plano
El vago le comenta algo al oído a la chica y se aleja.
Él se acerca con cautela, como si sus pasos no siguieran una dirección.
- Antes acá había pájaros – dice, de costado y al mirarla, ve sus ojos abiertos, atravesados por el asombro.
Trata de verse como ella lo está viendo. La barba de varios días, pantalones azules de gabardina y una camisa verde oliva debajo de un pilotín beige, largo y gastado, que recuerda a los bandidos de la pandilla de Jesse James y contiene un diario doblado en el bolsillo izquierdo. Un tipo bohemio o vaya a saber qué.
- Había una gran jaula con todas clases de pájaros – insiste él.
La invita con otro cigarrillo. Los dos fuman sentados en el mismo banco.
– ¿Y qué pasó? – pregunta ella tímidamente.
– No sé. Supongo que alguien abrió la puerta de la jaula – dice él y sonríe apenas y ella también sonríe.
“Esta piba no está acá para escucharme hablar de los pájaros” es su idea. Trata de mantener el diálogo con preguntas sueltas. Ella luce remisa y responde solo lo necesario. Hasta que salta el tema del fumo. Entonces todo parece aclararse.
- Por acá suele andar un dealer – dice ella, sin ninguna inhibición -. Pasa que hoy estamos acostados.
El la mira de soslayo y vuelve su mirada al hueco de la jaula.
- ¿Necesitás plata?
- No sé, depende.
- ¿De qué depende?
- De lo que me cueste – dice y suelta una larga bocanada.
Es rápida y certera aunque sea una péndex. O precisamente por eso.
La luz del crepúsculo se filtra entre las hojas. En menos de una hora será noche cerrada. Él saca su billetera y le alcanza un billete de cincuenta pesos.
- Es mucho – dice ella.
- No te va a costar nada.
- Minga que no – es su réplica rea-.. Todo te cuesta algo.
Él deja el billete entre los muslos de la chica. Se levanta y está a punto de preguntarle cómo se llama pero desecha la idea por inútil. Camina sobre las hojas húmedas que cubren el piso de grava. A la derecha está el descenso al Parque Francés y luego, al fondo, la efigie de una Venus al aire libre. Pero tiene ganas de echarse una meada.
Baja la escalera corta de escalones blancos. Siente el olor a desinfectante, más allá de los efluvios del orín. A un costado del pasillo donde están los lavabos hay un espejo. Abre la canilla y hunde su cara en el piletón, sintiendo que debe despabilarse. Duerme poco y a esta hora, lo asalta una modorra indeclinable. Al volver su cara al espejo, ve la chica a su lado, sin la campera, los rulos negros encima de la camisa a cuadros y los ojos fijos en su propia mirada.
– Me llamo Zoraida. ¿Qué querés que te haga?
– No quiero que me hagas nada – dice él, antes de ver que ella se coloca detrás y lo abraza de la cintura. Siente las puntas de sus pechos contra su espalda. Alcanza a tocar el dorso de sus manos. Sigue sus dedos que se corren hacia abajo y los sujeta cuando intentan agarrar los billetes.
Ahora están enfrentados, él con la violencia que despierta un golpe rápido y ella agazapada, apuntándole con una púa.
- Dame el fajo, Papito. Dámelo si no querés quedar como un colador.
El podría dárselo si no fuera por la sensación de que la escena tiene algo de ridículo. ¿Acaso su destino es no salir del closet?
Rumores de un tema musical llegan desde el lanchón que vuelve de su último paseo.
Entre los vahos del desinfectante siente el olor de la marihuana.
- Dámelo, Papi- dice ella y es casi un ruego, una voz aguda como la punta de la barrita de metal.
Él sabe que el peligro es de los dos lados y la única ocurrencia que tiene es agarrar el diario doblado y esgrimirlo como un arma.
Esquiva con suerte un par de chuzazos de la piba y alcanza a darle un mandoble con el diario, que le da vuelta la cara, antes de sentir que dos brazos flacos lo sujetan.
Suena un batir de alas y en el mismo momento, siente el ardor de un pico que se hunde en su vientre, como si quisiera devorarlo por dentro. Mira alrededor buscando un pájaro mientras se desploma sin el sostén de sus piernas.
Después, cuando el guardián del parque encuentre un cuerpo tirado sobre el piso de mosaicos negros, cubierto por un pilotín, encontrará también el diario doblado en la página de Policiales y un título que no le llama mucho la atención.
“Matan a un oficial de policía en la salidera de un banco”.
El título alude a un oficial de apellido Marino, 45 años, casado, tres hijos, egresado de la Escuela de Policía tras haber cursado el bachiller en el colegio de los monjes trapenses.
Hay huellas de zapatillas en el suelo de grava que la oscuridad no deja ver.