Olegario nació en 1928. Sus padres, inmigrantes italianos, no estaban conformes con la rústica vida del conventillo y de inmediato trabajaron de lo que sea, con tal de tener su casa de ladrillos y tres piezas, cocina, excusado y gallinero.

Con un sólido puesto de ferroviario, el padre de Olegario podía arrimar algunos lujos: una mesa de madera lustrada, juego de dormitorio, baño azulejado pero afuera de la casa, con un flamante lavatorio (enorme) e inodoro Traful haciendo juego.

De niño, Olegario fue un inconformista. Haber sido niño en la década del 30 al 40 significó, como para muchos niños y niñas, el acceso a muchos bienes, sobre todo juguetes.

Esta suerte, que niños de finde siglo XIX no tuvieron, implicaba que en las vidrieras había cosas de colores que las pibas y pibes querían poseer: venenosos soldaditos de plomo, muñecas de pelo natural que ardían espontáneamente,filosos autos de chapa, rifles con corchos repentinos que podían provocar cegueras accidentales.

El primer regalo que tuvo Olegario fue un breve trencito de lata, a cuerda. Montado sobre un soporte de madera pintada, una máquina y dos vagones daban vueltas en un recorrido en forma de ocho. Olegario argumentaba que los trenes de verdad no eran de lata y que su marcha era estruendosa, que no eran a cuerda y que no giraban en ocho. Los parientes obviamente no hacían caso de estas racionalidades infantiles –todas ciertas- y continuaban regalándole perendengues, sin tener en cuenta las críticas de Olegario, ni la aceptación de los otros chicos del juguete ajeno.

Algunas críticas eran realmente dificultosas de rebatir.

Al regalársele un grupo de soldaditosPlombel, Olegario observó agudamente que todos luchaban en posiciones heroicas, esforzadas, al igual que los hieráticos granaderos, cowboys e indios que le habían sido regalados con anterioridad. La pregunta le surgió de inmediato: “-¿No hay soldaditos cobardes?”

Con el tiempo, este tipo de preguntas empezó a preocupar a sus padres. En la escuela, Olegario casi siempre era obligado a callar: “-Por qué Sarmiento es el Padre del Aula y el Maestro de América, pero nunca se recibió de nada?”.

Varias veces hubo que ir a buscarlo por este tipo de cuestionamiento.

La juventud no cambió a Olegario, fue peor.

Los objetos domésticos siempre eran defectuosos, según él. El lavarropas de su madre -un aparato semiartesanal fabricado gracias a créditos industriales peronistas- tenía un escurridor formado por dos palos paralelos, entre los cuales se metía a la fuerza la ropa lavada. Los palos la apretaban y la exprimíanal girar una manivela. Ese “cusifai” (artefacto) lo exasperaba porque le agua exprimida chorreaba hacia afuera, mojando a la operadora o sea, a su madre.

La radio familiar era otro motivo de quejas. Era una aparato que hoy veríamos bello.

Fabricada a cuatro cuadras en un tallercito, era más una obra de carpintería que de electrónica. La fabriquita de barrio compraba el chasis con las válvulas y el circuito, luego alrededor le armaba una caja de madera lustrada. Obviamente, no había dos iguales ya que cada taller armaba el gabinete a su gusto.

Olegario argumentaba que todas debían ser idénticas, en serie. Una radio distinta a la otra impedía que se aprendiera cuáles eran los defectos y las virtudes del aparato y obstaculizaba fabricar partes para el gabinete, algo que fomentaría la industria.

“-Viejo, la radio es algo moderno. No se pueden seguir haciendo gabinetes de estilo gótico, de madera, en la carpintería de don Filomeno. Se necesitan máquinas que las hagan.“

El padre miraba –resignado- el techo de bovedillas, la madre callaba.

 

Olegario se casó en 1951 con Gladys, una chica que conoció en el. La fiesta de compromiso fue bastante standard: invitación a los suegros, regalos importantes (una heladera y un juego de dormitorio) y otros no tanto: dos juegos de vajilla, doce copas de cristal y seis juegos de sábanas, regalo de las hermanas de Gladys. Obviamente Olegario apuntó el ojo a los defectos insuperables de cada regalo. Nerviosa, Gladys escuchaba cómo su novio pensaba que la heladera podía estar mejor diseñada y la vajilla podría tener en su composición más platos, ya que era lo que más se rompía.

Para el casamiento, el esquema se repitió, aumentando la cantidad de regalos mediante veladores, una plancha eléctrica, dos calentadores a kerosene, un juego enorme de cubiertos de acero inoxidable –un lujo, regalo del jefe de Olegario- y un juego de comedor con seis sillas, regalo de un tío soltero.

Olegario era medianamente feliz casado, pero eso no le evitaba la mirada punzante sobre los objetos. Como todos sabemos, las clases medias están atadas con firmeza y delectación a las cosas, al consumo de cosas que nos hacen más fácil la vida y que nos obligan a empeorarla, para poder comprar esas cosas.  La licuadora podría disponer de dos vasos, la cama debería tener una pata en medio y el inodoro, en vez de una cadena, una varilla. El crucifijo del dormitorio no debería estar colgado en la cabecera sino enfrente para poder verlo acostado, es erróneo colgar la toalla del toallero, lo adecuado es un sistema de sogas y poleas, para arrimarla al que se ducha. La mejor cocina era la de cuatro hornallas en fila, ya que se podían controlar 4 ollas a la vez sin estar cogoteando y recibir el sofocón del vapor en la cara.

Estas quejas eran absolutamente improductivas, hay que decirlo: Olegario jamás arregló, cambió, reformó, restauró o fabricó objeto alguno. Su mujer, ya madre de tres hijos como Olegario tres veces padre, evitaba ya contradecirlo.

La escuela donde iban sus hijos era algo que lo alteraba particularmente. Era, para él, un dispositivo que debía se profundamente revisado, cambiado. La maestra no podía ya estar en el frente, sino girar alrededor de la clase mediante una complicada plataforma redonda que Olegario se encargaba de dibujar, para mostrarle a los otros padres. El pizarrón también debía ser giratorio y circular, de manera que el niño no tuviese –jamás- que girar la cabecita.

 

– Vea, Jorge –decía Olegario- las cosas deben estar bien hechas o mejor no las tengamos.

– A qué se refiere

– A esta porquería de la jarra para la leche, debería ser eléctrica, así no se forma nata, a los pibes les da asco…

– Mire usted.

 

Este tipo de diálogo transcurría entre la permanente alarma de Olegario y la cada vez más absoluta indiferencia de los demás. No había objeto bueno, excelente o funcional: todos estaba diseñados mal. Un primo, que fabricaba reglas de madera para modistas, no le dirigió más la palabra por unas indicaciones bastante molestas: las reglas eran de madera y con la humedad, se doblaban. Esto no afectaba al trabajo de la modista, pero se difundió y las costureras –siempre atentas ante cualquier rumor- comenzaron a evitar las alabeadas reglas del primo.

Ya maduro, Olegario afrontó un problema.

La casa, que había hecho hacer por un albañil, fue idea de él. Nunca pensó que al irse sus tres hijos, ya casados, le quedaría grande.

Las quejas sobre su casa iban en aumento: que tres dormitorios eran muchos, que un solo baño impedía la privacidad, que la cocina tenía ahora más hornallas que la comida que era necesario cocinar, que el calefón debía…

Con el tiempo, esta mirada lo fue absorbiendo y ya no había objeto, artefacto o objeto material que no fuera motivo de queja sobre su conveniencia, diseño o forma.A pesar de sus quejas, no las aplicaba a las personas, que en el fondo eran únicas irrepetibles y originales.

 

Olegario no lo sabía, pero fue esencialmente un hombre de clase media.

No sabía que cada objeto industrial ya tiene en sí su propia decadencia y la semilla de un nuevo artefacto. A diferencia de los objetos antiguos y medievales, cada objeto es diferente, debe serlo para que otros nuevos puedan suplantarlo y Olegario tenía la esencia químicamente purade esa voluntad de renovación infinita.

Casas, autos, mesas, vajilla, ropa, podían mejorarse y cada vez que se usa alguno de esos objetos, ya estaba gritando su defecto. Estaba en las posibilidades de cada uno –vulgo dinero- cambiarlos por algo mejor, superado y fundamentalmente, nuevo.

 

Otra cosa que Olegario ignoraba, era su pensamiento platónico. Para Platón, existían arquetipos, ideas de las cosas, ideas que no se hallaban en ninguna parte excepto en la cabeza de las personas. Para Platón –por ejemplo-  existía una mesa ideal, un arquetipo de mesa, una forma a la cual todas las mesas del mundo referían, imperfectas. El arquetipo no podía ser fabricado por el carpintero, que siempre hacía algo peor a lo ideal. La mesa de Olegario adolecía de esa infinita imperfección, así como su lavarropas, su radio, su televisor y sus zapatos, que en algún lugar de su mente eran perfectos, eternos, nunca peores.

Esa dualidad entre lo ideal y lo concreto, entre lo esperado y lo comprado, forma parte de la eterna decepción de la clase media. Una clase social entusiasta con las mentiras más evidentes, con la mera ilusión de haber comprado un arquetipo que se desmorona al tiempo de haberlo usado, lo que hablita a comprar un chirimbolo nuevo, que con el tiempo será tan mentiroso e imperfecto como el anterior.

Olegario murió una tarde de 2008.

En el hospital se quejaba de la forma de los tubos de oxígeno, proponiendo hacerlos chatos y bajos, de modo que no se cayeran con facilidad.

Un enfermero tomó nota.

Había tenido la misma idea y no era cuestión que algún médico se le adelantara con la innovación.

 

Investigación: arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama