I
La huelga obrera ya había empezado hacia el año 1908. Nueva York explotaba de fábricas textiles con mujeres trabajando… Las condiciones salariales y laborales eran miserables: el hacinamiento, la falta de luz, de aire, la mugre y la paga demasiado escasa para tantas horas de trabajo… Ese año hubo huelgas por todo Estados Unidos. La dignidad se había perdido en el encierro de la fábrica. Ellas pedían igual sueldo por igual trabajo, una jornada de diez horas y el permiso para amamantar a sus críos. La negativa patronal estaba a la orden del día. Las protestas se propagaban por toda la ciudad….
Fue en 1910 durante la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas en Copenhague que se proclama el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer Trabajadora.
Fue hacia 1911, el 25 de marzo exactamente, que en una huelga obrera femenina con asistencia al lugar de trabajo, en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist , también en Nueva York, el dueño ordenó prender fuego al lugar produciendo un incendio gigantesco que terminó con la vida de 149 obreras textiles, casi todas inmigrantes, casi todas de menos de 20 años o a lo sumo 20. Las salidas de las escaleras y puertas exteriores estaban clausuradas para evitar los robos, las obreras no pudieron escapar al incendio por las salidas principales. Pudieron amontonar los cadáveres, muchos carbonizados, cuando el incendio ya había sido extinguido. El reclamo gremial era el mismo: jornada laboral de 10 horas, igual sueldo al de los hombres, y permiso laboral para dar de mamar. El 3 de mayo de ese año se hizo un acto en Chicago y el 28 de mayo se hizo una marcha en Nueva York con la asistencia de 15.000 mujeres trabajadoras.
Recién hacia el año 1977 la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas proclama el día 8 de Marzo como Día internacional de la Mujer.
II
Las largas rajaduras resquebrajadas de su piel flácida delataban el largo paso de los años. El trabajo permanente había arqueado su columna vertebral debido, también, al paso del tiempo. Sin embargo sonreía como una niña y la luz de sus ojos azules seguía teniendo esa alegría entre infantil y adolescente que había sabido acompañarla toda la vida. El camello cansado del tiempo había logrado mermar sus sentidos: cada vez sentía más los avatares de la sordera y la luz de sus ojos se iba oscureciendo muy lento.
Sabía esperar con alegría la llegada de los nietos, que vivían en la ciudad. Sabía, también, prepararles para celebrar el reencuentro el fabuloso dulce de leche casero que tan sólo ella hacía y, también, las mejores tortas fritas. El nieto mayor solía agregar sus mejores asados.
Sus miradas sabían empaparse de ilusión todavía cuando recordaba en sus largas memorias la figura del marido muerto hace mucho tiempo ya.
Seguía viviendo en la casa de siempre, como toda la vida. Seguía cortando los yuyos, podando los árboles, haciendo la quinta y cuidando sus perros y sus rosas. Cocinaba y limpiaba como las mejores y si necesidad había, sabía arremangarse y pintar y arreglar lo que fuere necesario.
La calma de sus días solos sabía plagarse de las visitas de sus seres más amados. Ella sabía agradecerle a la vida por ser tan feliz.
III
Vendía curitas en el semáforo de Santa Fe y Ovidio Lagos. El hermano mayor la llevaba hasta ahí. Él cuidaba autos. Tenía los mocos sucios y pegados en los bordes de la cara, las crenchas negras, repletas de piojos y los pies desnudos, sucios y plagados de costras. La remera sucia y grande le iba como un vestido.
En el medio del semáforo sus seis añitos pasaban entre los autos lujosos ofreciendo su mercancía, algunos la detestaban cerrando las ventanillas raudamente, otros, por piedad, le daban algo, la mayoría la veía pasar como si fuera algún componente del semáforo, a veces, muy de vez en cuando, alguien le compraba las curitas.
Agustina había sabido adaptarse a la indiferencia de los otros, al asco y al miedo que la mayoría, ya, a esa edad, le tenían.
Veía pasar la vida a través de sus ojos de niña con la sabiduría que le dan los años a cualquier anciana: tenía la certeza de que no iba a vivir mucho, que su vida que ya era dura y difícil iba a ir empeorando cada vez, que los que ahora la miraban con asco mañana le pagarían por sexo, que el amor de un buen marido nunca llegaría y que, con suerte, la llegada de los hijos sería su mayor alegría. Si un tiro no la mataba antes, si los narcos no la reclutaban, si un fiolo no se la llevaba con él. Eran unos cuantos motivos para no ser feliz.
IV
Se levantaba cuando amanecía. El canto de los gallos avisaba siempre, puntual, la hora exacta. El cuerpo tosco, casi como un leño, sabía moverse presta y pausadamente a la vez, manejando con destreza todas las situaciones.
El ordeñe de las vacas en el granero era lerdo, hacer todo a mano tenía sus ventajas pero también algunos inconvenientes. Envasarla y subirla al sulky para repartirla por el pueblo entre los clientes de siempre; de paso, a la vez, llevaría algunas piezas del pan casero horneado en el horno de barro, el que ya le habían encargado algunos vecinos desde la semana pasada.
Antonia bajaba al pueblo dos o exagerando tres veces por semana. En esos viajes en sulky llevaba la leche que distribuía siempre entre los que se la encargaban, el pan casero, salamines caseros también y a veces bondiola. De paso traía alguna que otra vitualla de las que hubiere menester. Mientras tanto sus días en la chacra eran quietos y mansos, plagados de trabajo por doquier, pero plenos de alegría y de paz.
Eran muchas cosas para encargarse: los caballos, las vacas, los perros, la quinta, los árboles de fruta. Hacer todo ella sola era difícil. Pero podía. Había aprendido a hacerlo y por ello era inmensamente feliz.
Lejos estaban los días aquellos en que se escondía aterrada debajo de la mesa y/o en donde fuere buscando un escondite cierto para esquivar los golpes tremendos del marido alcohólico y violento que sabía ensañarse con ella por todo lo que fuera.
V
Partía todos los días de madrugada, rumbo a la escuela. El trayecto desde la zona rural de Ibarlucea a la escuela rural de Roldán sabía hacerlo la yegua, la Soñada, blanca inmaculada, sin un pelo de otro color, ya de memoria. Los cascos pateaban por los caminos de tierra con la inmensa mansedumbre de los que saben que sí o sí tienen que ir a trabajar, a como sea.
Solía levantarse a la madrugada para tener todo listo: las carpetas de la clase, el material para los chicos según lo que fuere a dar, las galletitas, el termo con agua caliente y el mate, compañero indispensable, junto con su yegua.
Los chicos salían corriendo a recibirla cuando llegaban, ella llegaba una media hora antes. Hacía de portera, directora y maestra, para todos los grados, todo junto y a la vez, como en todas las escuelas rurales. Tenía 20 chicos de 5 a 20 años. Mezclados y todos juntos era difícil darles así la currícula del Ministerio, casi imposible diría. Los agrupaba por grados y después les daba a todos juntos.
Lo primero era hacerles la leche a todos antes de arrancar, algunos llevaban pan o galletitas, la mayoría lo ponía ella de su propio bolsillo. También las fotocopias. Muchas veces la yerba para el mate cocido. La leche la ponían las chicas del tambo de ahí a la vuelta.
Había que abrigarlos y darles ropa de lana y seca, muchas veces calzado, medias y camisetas, para amortiguar el frío.
Había un roperito en la escuela que ella había armado, con lo que fuere trayendo quien quisiera, muchas veces sabía darles ropa a los padres también.
Tenían el cajón de los juguetes que también ella había armado y un día de la semana era nada más que para jugar. Los chicos no tenían juguetes manufacturados en sus casas, sabían ordeñar vacas y poner boyeros desde los 5 o 6 años pero además de jugar con los animales no tenían acceso a los juguetes de verdad. Tampoco sus padres, los que en su mayoría nunca habían pasado del segundo grado de la escuela primaria.
Eran peones rurales pobres, habían aprendido a trabajar desde los 5 años y habían pasado toda su vida trabajando, sin parar, con la inmensa mansedumbre de los que saben que sí o sí tienen que ir a trabajar, a como sea.
VI
Dicen por ahí que Mandinga anda siempre encuerado en cuerpo de mujer para que no se lo vea como lo que es: un animal cuadrúpedo con larga cola, ojos de serpiente, piel de lagarto y cabeza de monstruo. A veces, por ahí, muy en el fondo de los ojos de las hembras se puede reconocer algún atisbo de esa alimaña ancestral.
El diablo habita en cuerpo de mujer porque así los hombres sucumben a la tentación y cuando se enamoran zácate!, te atrapa para no soltarte.
Que Mandinga es hembra eso es lo que dijeron los varones. Que era un ángel oculto en la hermosura de un cuerpo de mujer, la más hermosa de las que habían nacido.
Aunque las hembras sostienen que hay demonios por todas partes, no sólo en ellas mismas. Que ellos habitan en las armas, las guerras, las prisiones, la muerte, la tortura. Que también existen en la música de la lluvia acariciando las paredes de los vidrios, en las flores recién abiertas de la primavera y en el sol que asoma radiante en todos los horizontes.