Ocurre al buscar un regalo para mi nieto, entre el arsenal de ofertas de una juguetería. Al final me quedo con un puñado de pequeños superhéroes formados en fila, de diseño geométrico y todos de la misma dimensión. Entre los que recuerdo, aparecen Batman, Linterna Verde y Flash, el superveloz. El futuro regalo ilustra un fenómeno que registro desde hace tiempo: los superhéroes suelen resignar su condición de personajes autónomos y solitarios para formar escuadras donde el estrellato individual se subordina a los intereses del equipo. También puede ser que aparezcan enfrentados, como en la casi inverosímil Superman vs. Batman.

Fueron las sagas de estos dos titanes las que dieron vitalidad al género y permitieron la entrada de figuras nuevas. La de Batman en particular – magnífica en las versiones iniciales de Tim Burton – mostraba a un protagónico de ribetes sombríos, aquejados por la competencia de divos malvados como el Guasón y El Pingüino y complicados en tragedias familiares que no le daban tregua. En sus expresiones más logradas, el Batman postmoderno puede verse también como un declive, pese a sus triunfos finales, del imperio del superhéroe tradicional. Impartir justicia por mano propia es cada vez más difícil ya que sus límites se tornan borrosos y el Hombre Murciélago no está exento de caer seducido a los pies de Gatúbela (nada menos que aquella Michelle Pfeiffer) o enamorarse de la rubicunda Kim Bassinger. Si no fuese por el tono dark que campea en la serie hasta estaría en condiciones de aparecer lavando los platos en la baticueva mientras su mujer-gato lima sus uñas en el living.

Atento a estos vaivenes en el seno de la ficción, que a menudo recrean lo que pasa afuera, los productores echaron mano de héroes archivados y polvorientos, como el capitán América, el juvenil y elástico Hombre Araña (que en realidad no araña, aclarémoslo de una vez) y hasta el mismísimo Increíble Hulk, adecuadamente inflado y gigantesco mediante una dieta de anabólicos y efectos especiales. Tales efectos ocupan un papel de peso en el sitio digital absorbiendo a veces el brillo dramático otorgado al personaje central. El cine tecnológico es sobre todo un cine de efectos. Si además contiene una buena historia o una trama aceptable, mejor. Pero en él cuenta menos el arte de hilar secuencias que el impacto directo sobre la percepción del espectador.

Y con el auge digital, los superhéroes agrupados, cuya cantidad permite un mayor número de acciones y piruetas. Hace cuatro o cinco décadas las revistas mejicanas dedicadas al género mostraban de modo infrecuente una convocatoria de superhéroes. Lo hacían solo en la excepción partiendo del principio que asegura la dimensión heroica al individuo y de modo complementario, al dúo, el terceto o más. Sin perjuicio de su coraje, destreza y prodigalidad, el registro del más valiente marca una diferencia insalvable con el resto, para lo cual debe haber rasgos que lo distingan como único.

Algo que se atenúa cuando los diferentes son varios y directamente se evapora en el campo tecnológico con la aparición de cyborgs y replicantes. Hablamos, según se ve – y en este punto Terminator es un caso ejemplar – de la sobrevivencia del superhéroe en el universo virtual.

De otro modo, este maquinismo serial se advierte en ciclos como los de Transformers y Cía., donde los gastos que pueden ocasionar un actor o una estrella de valía son reemplazados – simbólicamente – por los de laminaciones, chapería y pintura ¿Qué queda del héroe en una figura robóticamente grotesca? Tal vez la división del cuerpo, no siempre presente, en cabeza, tronco y extremidades y, más aún, el manejo de las artes marciales en gran escala, disciplina vigente en todos los subgéneros de acción y aventura desde Operación Dragón en adelante.
Del jiu jiutsu al karate do, de la mixtura de puños y patadas voladoras en el Kid Boxing, las artes marciales son desde hace tiempo el lenguaje de la defensa y la agresión por excelencia, el que uniforma ámbitos variados y criaturas diversas. Se da incluso en un género vecino al de los superhéroes, que expresa su contracara sin descartar afinidades: el de los monstruos y seres repelentes.

En el terror tradicional, la apuesta es por el misterio, el suspenso y la sucesión de detalles intrigantes: un coche que atraviesa la foresta sin su correspondiente conductor; una cortina casi transparente flotando en el aire nocturno de un balcón abierto. Esta suma de detalles apunta a crear climas de inquietud que estallen con la aparición del vampiro, por ejemplo. En los productos de la casa Hammer se ve esa marca de fábrica cimentada en el rostro aristocrático y maligno de Cristhoper Lee. Hay un solo Drácula en una saga inspirada en un personaje real – Vlad Tepes, noble de Transilvania, que combatió a los invasores turcos – y una dinastía que puede remontarse a varios siglos sin variar su esencia. Drácula es único, a lo sumo muere en el intervalo soleado entre dos films y resulta, por supuesto, inmortal.

Nada que ver con las variantes más modernas que presentan una pandilla de vampiros, integrada por carilindos del tipo de Tom Cruise, en combate con jóvenes licántropos capaces de convertirse en hombres-lobos en una carrera de cien metros con obstáculos. (“Vampiros y licántropos” es un film real, aceptada la licencia, y suele asomar por el cable). Si hay gresca volarán los golpes de Kung fu, los triples saltos y los puñetes tipo Van Damme, sin que nadie se explique cómo hicieron los miembros de una tradición milenaria para aprender artes marciales que hoy se enseñan en gimnasios del centro y otras zonas de la ciudad. Tampoco les interesa: ellos están sumidos en el efecto del golpe instantáneo y los demás, les importa un colmillo.

La idea es que, de no estar abocados a su misión de chupar sangre, los jóvenes vampiros se parezcan a chicos de su casa, analogía que sugiere la potencial presencia del vampirismo en todas partes. Ampliando el espectro, en la lengua callejera “monstruo” se le dice a alguien dotado de alguna cualidad superior pero desprovisto de truculencias.

Ni siquiera podemos decir que el sagrado colmillo mantenga la función ancestral para la que fue concebido por las fuerzas del mal, ya que antes de llegar a la clásica mordedura es probable que los jóvenes vampiros hayan perdido tres o cuatro dientes volando por los aires.
Otro factor que contribuye a la proliferación de la cantidad y la pérdida del carácter mítico-diabólico del relato cuyo fuego abrió Bram Stoker – aunque hay antecedentes primitivos – es la permeabilidad de los géneros en el cine actual, que permite convertir una tira de seres ocultos en una historia de amor o, en el caso de la farsa americana, de joyitas como el joven Frankestein, de Mel Brooks. Si los signos de un repertorio pasan a otro sin mayores obstáculos, es lícito que sus portadores también se multipliquen hasta ser legión. Es cierto que una jauría de lobos corriendo por la espesura no equivale al escalofrío que nos provocaba la conversión progresiva de un actor de raza – Lon Chaney tal vez – en el Hombre Lobo. ¿Pero acaso no ocurre lo mismo con obras maestras del Cine Negro si se las confronta con la modalidad de persecuciones a toda velocidad y cámaras que siguen la trayectoria de la bala?

Proliferación, cantidad, efectos en primer lugar. Los nuevos monstruos impactan bastante pero no asustan tanto. Como el erotismo, el terror debe empezar por caer en gotas. Si no, el único que se alegra es Van Helsing, cazador de vampiros y gárgolas al por mayor.

N.B: Solo espero que el regalo le guste al Vitu porque la opción B era un dinosaurio de peluche y entonces el lector estaría en las últimas líneas de “Godzillah en la era de Trump” O viceversa.