El jarro de loza giraba, todavía no horneado, en el torno a pedal de un pequeño taller de Stafford, en el centro porcelanero de Inglaterra.El jarro de media pinta (que en los bares se llamaba tankard) estaba en mitad de su fabricación. Su forma era la habitual de los jarros ingleses de taberna: alto, con una base ensanchada para dar más estabilidad, borde perfectamente liso. Un asa en cuello de cisne estaba aplicada a su costado, imitando la de los jarros de peltre y de cobre. El fabricante –un tal James Highbridge- hombre robusto, con una fortuna mediana- había apostado por lo conocido, o sea los jarros, pero con un material y una técnica nueva. En ese ya lejano 1790, el jarro resultaba familiar en la forma. Pero en el diseño era absolutamente novedoso.
Los ingleses habían descubierto las lejanas minas de cobalto, de las que se extraía un mineral ansiado por los chinos y daba un polvillo de azul intenso. Este polvillo, mezclado con otros formaba pinturas que los alfareros ingleses no tardaron en aprovechar. Nacía el blue and white, estilo cromático de cerámica que imitaba lo chino, y sería una marca distintiva de la ceremonia inglesa del té.
Con ese color disponible, un avispado inglés inventó una leyenda china, la hizo dibujar y la imprimió en cientos de platos, tazas y fuentes, todas haciendo juego. Muchos otros ceramistas industriales copiaron el motivo Willow (del sauce), que todavía se fabrica.
Pero en el tallercito de Stafford, ese diseño era costoso de producir.
Se necesitaba un grabador en cobre, que hiciera una placa grabada, luego ésta se entintaba y el dibujo se pasaba a un papel de seda, muy caro. Luego, ese papel se aplicaba a la loza son hornear, calcando el dibujo. Mucho dinero, pensaba James Highbridge, que iba a lo seguro y como buen inglés, pensaba que innovar era bueno, pero no demasiado, podía ser riesgoso abandonar bruscamente ciertas tradiciones.
El jarro, todavía crudo, giraba lentamente. Lo habían sumergido en arcilla coloreada de celeste y luego, nuevamente en arcilla blanca hasta dejar una banda central. El ceramista, experimentado y algo cargado de hombros, aplicó un pincel con cobalto muy diluido en agua de albayalde. Era tóxico, pero nadie lo sabría y la pintura quedaría cubierta por un esmalte. Luego hizo girar la pieza hasta formar bandas. Luego aplicó otros colores: verde, amarillo y definió los colores con finas bandas negras. Con una técnica especial –basada en una reacción química- pintó los cables, dibujos en forma de soga retorcida, gusanos de color marrón, gris, negro y blanco.
Con el jarro pintado, el artesano le aplicó una capa de esmalte en polvo, que se fundiría en el horneado. Pasó otra pieza, que en el bazar se denominaba, en forma genérica, de estilo Mocha o Mochaware, exóticamente loza de Marruecos.
James Highbridge se alegraba de la marcha de su taller. Con pocos bienes de capital y un par de ceramistas experimentados a chelín por día, obtenía piezas de media libra. Cada jarro costaba, en el bazar, tres chelines y un artesano fabricaba, por día diez jarros. Negocio redondo: cada jarro le dejaba, más o menos, cinco jornales de beneficio.
La venta de jarros se amplió a jarras de agua –jugs- y tazones o bowls. Eran fácilmente torneables y las tabernas compraban buenas cantidades de estas piezas, que se rompían con cierta facilidad. James Highbridge ofrecía un dilema: algo muy barato pero frágil, que costaba una décima parte de un tankard de peltre irrompible (y que podía ser robado).
El éxito fue inmediato cuando reemplazó la débil loza creamware por la pearlware y luego, por la whiteware, más resistente y pulcra: los jarros ya no se rompían tanto al lavarlos y no quedaban amarillentos, sino inmaculadamente blancos. James Highbridge empezó a vender sus jarros a las amas de casa de la cada vez más poderosa clase media inglesa.
Hacia 1840, James Highbridge empezó a ver que las ventas declinaban. Sus dos artesanos ya habían muerto y había contratado a otros, menos hábiles pero más costosos, ya que no se conseguía una mano de obra capacitada en un estilo que iba poniéndose viejo.
El hijo de Highbridge, James II, tampoco era un innovador. Pero analizaba el mercado.
Aplicar las decoraciones antiguas en celeste, con vistosos cables, casi no era negocio y los bares de clase media ya buscaban comprar tazas, platos y jarras similares a los usados en las casas: sólidos, pulcros, blancos, fáciles de limpiar.
En 1840, las amas de casa ya conquistaban los bazares. Dos siglos atrás habían quedado las épocas de paltos metálicos y vasos de madera. La limpieza era buscada como una virtud esencial, que diferenciara a las personas que trabajaban en la administración de los workers y navvies o sea los proletarios, fundamentalmente sucios en ese imaginario social que dejaba atrás la esclavitud reemplazándola por la miseria.
La tavern de origen medieval era reemplazada por el pub y el bar para reunirse, tanto los hombres solos como las mujeres, todos para comunicar sus cotilleos y emborracharse antes de las 7 PM. Los clubs deban algo más de exclusividad y florecieron en toda Inglaterra como una forma de ser diferente.
En ese contexto las amas de casa buscaban motivos poco escandalosos, trabajados pero sobrios, monocromáticos. James Highbridge II convenció a su padre de empezar a fabricar motivos sencillos, de modo de combinar la elección de las amas de casa con la de los bartenders. Las vistosas lozas bandeadas fueron reemplazadas, lentamente, por lozas de grabado transferware. ¿Qué hacer, sin embargo, con una producción sencilla de fabricar, barata y rápida, pero que nadie quiere? Los dos James Highbridge empezaron a buscar clientes.
Un lejano país, Argentina, se había independizado hacía algunas décadas.
Los Highbridge habían comisionado en 1840 a un exportador varios cajones de sus jarros Mocha, que los vendió en Buenos Aires. Otros exportadores colocaron en el puerto argentino jarras y bowls coloridos de otros fabricantes, atractivos para una población acostumbrada a la estridencia española de los azules, rojos y amarillos de Talavera.
Una ciudad semi-rural, Rosario, estaba dentro de los consumidores de jarros Mocha. También algunos jarros –no más de cien- habían sido vendidos en fortines cercanos a Rosario mientras Rosas gobernaba, en la Guardia de la Esquina, la posta de Arequito y la de Andino. Rosario era una plaza cada vez más importante. Caído Rosas, la apertura fluvial que la Constitución garantizaba abrió el mercado rosarino a los barcos ingleses. Los exportadores vieron la oportunidad y los Highbridge también.
Los bares y hoteles rosarinos eran cada vez más, al igual que los inmigrantes que venían a olfatear las posibles inversiones, muchos de ellos ingleses, franceses y belgas.
Mediante sus comisionistas, James Highbridge II (el padre había muerto en 1865) empezó a vender en Rosario jarros pasados de moda pero “novedosos” ya que el celeste recordaba de algún modo la nacionalidad argentina. Los dueños de las fondas, los patrones de pulperías y postas, los mozos y sus clientes criollos veían con agrado esa loza tan “argentina”, de bandas celestes paralelas, una más gruesa y en el borde y otra más delgada hacia el centro del plato.
A los jarros Mocha les agregó tacitas de café, platos y platitos haciendo juego, piezas que en Inglaterra no se fabricaron nunca. También empezó a vender cerámicas transferware con motivos de gauchos, retratos de Mitre, Belgrano y San Martín y otros con el nombre del bar o del hotel. No era raro que la marca en el fondo de la taza dijera “República Argentina” en un país cuyo analfabetismo era mayoritario en la población.
Si en Inglaterra el whiteware era sinónimo de clase media pulcra y medida, las cerámicas Mocha de borde celeste dejaban de lado el punzó rosista (ya de mala fama) adoptado el color unitario y liberal. Así, de paso reafirmaba la nacionalidad frente a los italianos y españoles que empezaban a llegar.
El negocio empezó a florecer, al punto de ser uno de los más importantes del condado de Staffordshire. Con ese capital, en 1885 James Highbridge II invirtió en acciones ferroviarias argentinas y en 1890, amplió su producción a caños cerámicos de desagüe, mucho más baratos de producir y que dejaban mucha más ganancia que unos jarros de loza. Su padre hubiese aprobado la inversión, porque era segura.
Fracasada la invasión militar en 1806 y eliminadas las regulaciones aduaneras de Juan Manuel de Rosas, el imperio inglés introdujo todo tipo de mercancía.
Pero esta introducción tenía un delay, un retraso. Argentina recibía, a cambio de su carne, su lana y luego su trigo, mercancías “atrasadas”, que se vendían aquí luego de ser extensamente usadas en Inglaterra y el resto de Europa. Ferrocarriles, herramientas y loza llegaron a Rosario, a veces con una década de haber sido inventados e incluso, suplantados en la metrópolis.
Las lozas Mocha son un ejemplo. Introducidas como artefactos fuera de moda, ya con pocos clientes ingleses, fueron usadas por los rosarinos en la creencia que eran esencialmente modernas, prestigiosas y de buena calidad. Encima, tenían los colores nacionales: para el criollo, eran bien argentinas.
Este modo de ver lo extranjero y sobre todo lo sajón, contrastó con las ingentes cantidades de europeos mediterráneos y asiáticos, italianos, españoles, turcos, sirios, griegos, judíos. Los ingleses, con el prestigio literalmente en la mano, formaron comunidades cerradas y fueron observados frecuentemente como una élite digna de imitar.
Con el tiempo, las vitrinas de las casas de las clases medias rosarinas mostraron tazas y platos de dudosa calidad, cuyo costo no era mayor que en 1780, pero que en Rosario cuadriplicaban ese precio por el mero hecho de ser inglesas. Esas tazas, intocadas, pero a veces cachadas y rajadas, eran parte del prestigio familiar contagiado de aquellos fabricantes de Staffordshire.
El imperialismo inglés había llegado tan lejos, que había modificado el estilo de vida al punto de –como quería Julio Roca II- ser una de la joyas de la corona inglesa.
Hoy, la vieja loza Mocha es inhallable. El imperialismo no.
Investigación: Arq. Gustavo Fernetti
Imágenes: Diego González Halama