Por Jorge Isaías
Seguramente en aquellos años los tiempos avanzaran más lentos.
Era el año 1960 y el mundo asistía, impávido, a un desatinado desafío: un joven abogado negro de 30 años en el Congo Belga, Patrice Lumumba, de él escribo, había logrado la increíble hazaña de que hombres y mujeres de su raza votaran por primera vez en elecciones libres, y que además las ganaran. Los belgas, que nada tienen que envidiar en ferocidad a otros imperialistas, aceptaron en principio el veredicto popular. Había nacido la República Democrática del Congo. Pero el mismo día de la asunción del nuevo gobierno, empezaron los problemas. Kasabuvu, el presidente que asumía llevando a Lumumba como primer ministro, dirigió un discurso al Parlamento consensuado con los belgas que no movieron sus ejércitos, donde agradecía la posibilidad de que los que nunca habían votado lo hicieran.
Lumumba, que por protocolo no debía hablar, cuando el presidente terminó, se levantó de su asiento y dio una encendida arenga y remarcó que ellos, los negros, nada le debían a nadie, porque se lo habían ganado con los mártires que quedaron en el camino y esa sangre no se negociaba. Y allí mismo selló su destino.
Este joven, brillante abogado, pertenecía al movimiento panafricano y era un gran lector del psicoanalista y escritor caribeño Frantz Fanon, quien escribió un libro titulado Los condenados de la tierra, biblia de aquella generación y también de la mía. Lumumba había fundado el Movimiento Nacionalista Congoleño, como llamaba a su partido.
Fieles a las simplificaciones de la Guerra Fría, el mundo empresario y político lo encasilló como mefistofélico (que se le nota en los ojos, decían los diarios) y lo tildaron de comunista. Él insistía en que era un nacionalista que luchaba por imponer una política más justa en su país. Para probarlo, apenas elegido viajó a Estados Unidos en busca de ayuda: ni siquiera lo atendieron. Mientras, hicieron el movimiento típico, el poder belga, que conservaba el control absoluto del ejército, uno de los más siniestros de todos los tiempos, «otorgó» la independencia a dos provincias que no respondían al gobierno de Lumumba. Entonces, hizo una visita a la Unión Soviética.
Todo esto sucedía cuando yo tenía 14 años, asombrado sobre la parsimonia y la paz bucólica de mi pueblo. Curiosamente, me viene a la memoria esta experiencia. Yo era el único que defendía al joven abogado en mi pueblo.
En ese tiempo, ayudaba en la sodería del inefable Mono Boccolini que noviaba con mi prima Gladys, luego su esposa y madre de sus hijos. Yo lo quería tanto que para mí siempre fue mi primo, así lo recuerdo. El verano se extendía como un saurio entredormido y nosotros no dábamos abasto ante tanta demanda.
El fenómeno Lumumba atravesaba todas las conversaciones y discusiones políticas donde yo atrevidamente «metía la cuchara», como me advertían los mayores. Y cuando entrábamos a un bar a dejar soda, donde solo había muchos hombres no haciendo nada, mi primo advertía en tono de broma: «ojo, que aquí traigo a Lumumba». Y allí iba yo con mi módica fama de contestatario y ya jugado en lo que admiraba en un hombre: el abogado congoleño había estado preso por defender sus ideas y eso me parecía fascinante. Aunque yo ya leía libros, apenas serían las novelas de Salgari y de Verne, y mis convicciones partirían tal vez de las charlas con mi padre quien se refería irónicamente a Estados Unidos como «el país de la democracia».
La fábrica de soda estaba en la vereda del colegio secundario y del Club Social, a veces yo me quedaba a llenar sifones y mi primo hacía el reparto. Una de mis funciones era levantar el pedido del club.
Una mañana entré y el conserje, un buen tipo llamado Trentini, me saludó jocoso.
–¿Qué hacés, Lumumba? -me dijo.
–Venía a ver cuántos sifones necesita hoy -y mientras él se escurría bajo el mostrador para contar los vacíos, yo vi el diario abierto sobre una mesa circular que se usaba para jugar a los naipes.
Había en primera plana una gran foto de Lumumba y escrito el título catástrofe: mataron a Lumumba. Y en un costado de la foto, en un borde blanco y visible, una mano anónima había dibujado un gran cuchillo dirigido a la foto y la frase macabra: «Al fin muerto».
Muchas veces pensé qué mente llena de odio racista pudo ser capaz de tal felonía. Eso que yo viví en el Club Social de mi pueblo, por desgracia, no ha desaparecido. Y de vez en cuando revive retorciéndose como una víbora en el aire y se cierne siniestro sobre todos nosotros.