Unos atardeceres que daban pena sin embargo, largo y colorado el día que no llegaba a difunto. Que no llegaba a ser cascabel si servil ni andrajoso. Un día pleno de soles tuertos de un desvencijado duraznero que goteaba otros jugos, otros esplendores que ningún estío desarmó, ningún dador del silencio ordenó plañir sus seguros pareceres, árbol, inveterado en ese armado costado que da en reír, en gozar, en oscurecerse denso como un extraño fulgor.

Las caballadas con las crines al viento pensaban otras libertades, otros colores de un pelaje que el sol cristalizaba en una inmodestia que no condescendía en el perdón de los ardientes arenales, esos que no perdonaban ni un gesto adusto de esplendor sereno. Los niños se adocenaban debajo de sus arboleras que habían plantados sus mayores, los que cuando llegaron a estos márgenes secos por la falta de sombras y de refugio donde guarecerse donde dar con sus huesos firmes como estacas al caer la oración, cuando los rayos del sol facineroso, que curva los huesos y los inclina sobre la tierra dando el sí, el no, el tal vez, cuando un día del último brillo en la vastedad de la llanura.

¿De dónde venían esos atardeceres arrastrando la lentitud del alba estremecida?

Los días lejanos de cuando esperaban la campana clara del sol lleno de rayos, de peleas que se enredaban entre la ubicuidad del sol y del martillo que entrecerraba con galopes muertos sobre la carne machucada e inerte. Cuando las mamas duras se ponían para la avidez del labio deseante que goteaban su acero expectante diciendo que sí y que no. Diciendo que sí que sí, hasta no dar más. Hasta dar el que sí del niño cuando los crepúsculos corrían rodadores contra los pinos, y las caballadas se encabritaban en el río entre espumarajos húmedos donde se extendía su manto de un frescor.

Estos son recuerdos, lentos recordares que se encintan en mis dedos, arduos deseantes de un claro verdor esplendente por que sí, un esplendor que da vueltas el mundo, tus ojos clavándose en esa espalda blanca, el oscuro de la noche que montaba ese jinete que se agigantaba en las sombras. Todo era un augurio nuevo, agreste, cuando la alegría soñaba rodeadora del más lejano frescor de los molinos.