Por Daniel Briguet

 Un joven camina bajo una cortina de agua, con la sola protección de una campera bicolor, azul y blanca, y el follaje intermitente de los árboles que cubre la vereda. Camina sin guarecerse mucho, sabiendo que no podrá volver sobre sus pasos. Poco antes de llegar a la esquina, un segundo joven enfundado en un pilotín rojo con capucha y montado en una bicicleta se le pone a la par. Algo parece ocurrir pero el Observador, situado a unos veinte metros, no alcanza a ver bien de qué se trata.

 Tal vez habría que remontarse a un día atrás, mañana temprano, cuando el  Observador sube a un taxi y ni bien cierra la portezuela, escucha la voz del conductor: “Parece que postergaron la lluvia para el lunes”. El Observador escucha con una sonrisa y piensa que la ironía del tachero alude al pronóstico del Servicio Meteorológico, que auguraba un fin de semana sumergido en un temporal.

 Luego recuerda una fantasía suya de cuando era chico y vivía en el campo: la fantasía de manipular el clima. Cohetes dirigidos hacia una capa de nubarrones y la cara del experto Baigorri Belar, quien aseguraba que hacía llover, alternan en una serie con algo de fantástico. Manipular el tiempo, está bien, ¿pero hasta dónde? Suponiendo que existiera la posibilidad de disparar la lluvia, ¿habría una chance similar de pararla a voluntad?

 El Observador salta por asociación libre a una frase que leyó de casualidad hojeando un libro de Deleuze en una sala de espera: “La catástrofe más temida por el ser humano es el diluvio”. Es una frase que inquieta de solo imaginar el planeta cubierto de agua.

Pero sería ir demasiado lejos.

En lo concreto, el sol ya se hace sentir sobre el asfalto, la columna mercurial asciende sin esfuerzo y todo indica que será una jornada para chapotear en el río o visitar la casa con pileta de un amigo que viva en un country o algún otro sitio de los suburbios. Porque, además, casa con pileta quiere decir casa con parrillero. Es cuando nuestro héroe, aunque tal vez sea pronto para semejante calificación, registra que en los últimos años se dedicó a perder amigos con pileta y una nube de dudas oculta ese horizonte difícil de franquear que es el mediodía.

 Para abreviar digamos que poco antes de la medianoche el Observador, con gotas de sudor que surcan su amplia frente, ve por el cable una película de terror “gore” que incluye escenas de lluvia mientras lucha por mantener sus ojos abiertos (La lluvia, dicho sea de paso, es un recurso del cine capaz de expresar los estados más variados, sin excluir la pena, la alegría, el desamparo, el calor de hogar, la salvación, la melancolía, el peligro y otros)

Horas después despierta con un ronroneo que viene desde arriba y al principio parece un jet de línea, luego un león que ruge entre las nubes bajas y por fin se descubre en su condición de trueno incipiente y prolongado. Lo cual significa, para un hombre de campo, lluvia a raudales. “Lindo para dormir con pierna” piensa el hombre sabiendo que no tiene pierna. Su deseo se traduce entonces en intensas ganas de tomar un café. Decide salir, no importa lo que le depare la intemperie. Cuando termina sus abluciones matinales escucha el clásico gorgoteo sobre la losa del patio.

En la calle la lluvia es torrencial. El Observador corre hasta la esquina de Pueyrredón y encuentra refugio en un alero de la ochava. Su apuesta es que pase un taxi que lo lleve a la GNC (Estación de Gas), algo así como esperar que a las once y media de Nochebuena un coche negro y amarillo pasará con el cimbel encendido y nos llevará a la plaza de Mendoza y Provincias Unidas.

La lluvia se vuelve más torrencial aún y el Observador opta por recorrer los veinte metros que lo separan del primer umbral de calle Pueyrredón, seguramente porque lo sabe profundo y hasta tuvo la oportunidad de comprobarlo. En la calle no se ve un alma ni siquiera un gato siamés. Es por eso que su atención se concentra en el muchacho que viene avanzando por una vereda de Jujuy y aquí el relato retoma la escena del comienzo.

A la par del muchacho irrumpe un ciclista de pilotín colorado y capucha al tono. Luego el segundo joven, a quien llamaríamos Capucha sino fuera por las horribles connotaciones del término, toma la delantera, gira con la bici y detiene la marcha del joven con campera. Siempre montado en su vehiculo, da la impresión de sostener algo en su mano izquierda pero el Observador no puede identificar el objeto. Solo ve que el joven se quita la campera y se la entrega a Pilotín. Luego vacía los bolsillos de sus jeans y repite la operación. “Si esto no es un asalto – piensa el Observador, mirando a través de los gruesos goterones – yo soy Marco Polo”. En la tercera entrega, la mano del joven sale de un bolsillo posterior portando algo que podría ser un celular. Pilotín guarda todo y sale pedaleando rumbo a Salta, en franca contramano, contravención que exime al Observador de ser una segunda víctima. El joven despojado sigue su marcha, ya sin campera. Todo transcurre como al comienzo, según el tono de una película muda debido a que la precipitación impide registrar otros ruidos circundantes.

“-Dentro de todo la saqué barata” – piensa el Observador, en un rapto de egoísmo, después de acceder a un taxi libre.

  En el minimarket de la GNC pide un cortado doble y cuando ve a Dany Durazno, uno de sus conocidos en el lugar, le cuenta la experiencia vivida.

-No es tan raro – replica Dany, sin inmutarse-. Yo hace una hora llevé una chica que estaba esperando el cole y de pronto ve que se le acerca un flaco y le dice “dame el celular”. Luego de efectuada la entrega la orden es “ahora empezá a caminar”, que la muchacha cumple sin chistar al menos hasta ver el cimbel encendido de mi coche.

-¿Vos pensás que es otra modalidad del delito?

-Puede ser. ¿Vos viste una zona más “liberada” que la ciudad cuando hay una

lluvia torrencial? Muchos patrulleros no circulan.

En calidad de Observador, me quedo pensando en el título de un cuento de Chandler, “Asesino en la lluvia”. Aquí no hubo un crimen pero tal vez Pilotín usó como medio de presión una chuza o una pistoleta. El tema es cuando el agua que pugna por entrar en las bocas de tormenta tapadas se empieza a poner colorada, como la capa del ladrón en bici.

Sin caer por esto en el alarmismo. En el fondo es la inquietud que provoca la imagen de la ciudad desguarnecida, a merced de los cosacos o de las tropas realistas.

Solo resta decir que la presente historia, despojada de artificios y chistes banales, ocurre en la mañana del domingo l5 de enero, el día que una lluvia de proporciones inunda regiones enteras de la provincia y hasta obliga a desalojar una localidad.

Quizás Deleuze tiene razón. Lo que se teme no es el diluvio sino su amenaza.