La obra del gran escritor Juan Carlos Onetti (Montevideo 1909-Madrid 1994) estuvo signada por los desencuentros el primero con la crítica ciega, y luego con el público que no estaba preparado para recibir una escritura de esa dimensión que lo llevaron, pese a ser muy original, a los segundos premios donde se presentara.
En 1939 a instancias de su amigo el poeta Juan Cunha que se improvisó su editor, apareció en Montevideo la primera edición de El pozo, donde Eladio Linacero, personaje emblemático del sujeto urbano aplastado por la angustia y el anonimato, monologa sobre la sinrazón de la existencia. La náusea saldría varios años después, al fin de la guerra, es decir que Onetti pasó desapercibido porque simplemente vivía en el arrabal del mundo. Era latinoamericano.
La patética suerte de este libro que debió modificar el mapa literario del Río de la Plata, quedó sujeto a la falta de interés ya que según Angel Rama, quien años después de su aparición lo reeditó, sostenía que aún quedaban a 30 años de aquella edición secreta) paquetes de ejemplares de los 500 que se habían tirado.
La tapa tenía la reproducción de un Picasso apócrifo y el papel interior era de estraza celeste.
En estas costas reinaba Eduardo Mallea, de quien hoy nadie se acuerda, ni los distraídos profesores de literatura lo incluyen en sus programas.
No mejor le fue con La vida breve, en 1950, ya viviendo en Buenos Aires. No tuvo casi comentarios, pasó desapercibida esta obra verdaderamente de vanguardia, seis años después le pasaría lo mismo a Antonio Di Benedetto con Zama, que son junto a Los siete locos las tres mejores novelas que se publicaron en la Argentina en el siglo XX, según Juan José Saer.
Los «fracasos» no hicieron mella en la obcecación de Onetti. Siguió poniendo en palabras como nadie al ritmo de su respiración de fumador empedernido y de alcohólico contumaz, las insanias de este mundo absurdo. Su galería de putas y de borrachos, su «corte de los milagros» donde pululan los fracasados, los locos, los pirómanos, los proxenetas, los marginales que sólo en sus piadosas palabras tienen un destino, y los únicos seres que se salvan de su mundo atroz: los adolescentes, porque según sus palabras no han perdido aún la pureza que una vida de miserias les va a arrebatar seguramente en la primera de cambio.
Huraño, cascarrabias y escéptico, pasó por este mundo escribiendo «por necesidad, para mí mismo, aunque supiera que nunca nadie me va a leer» como dijo en uno de los pocos reportajes que concedió en su vida a la periodista uruguaya María Esther Giglio.
La obscenidad, que es norte de la vida social de muchos escritores que sólo se empeñan en hablar mal de los colegas en público, como si eso les diera una pátina de genialidad, deberían seguir su ejemplo de ascetismo.
Onetti, como su admirado maestro Faulkner, dejó una larga estela de escritores que sin su obra no hubieran existido. Lo diré sin más vueltas: dejó un montón de discípulos, que aprendieron a escribir gracias a él. Algunos se lo han agradecido (Carlos Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Saer) y otros se lo guardan y lo niegan si se les pregunta, pero no llegan lejos con su mentira. Eso se percibe fácilmente al leerlos. Pareciera que son «guachos», como se les dice en el campo a los huérfanos, a los que no tienen padre conocido, a los «hijos de la nada». Suponen que el mundo los estuvo esperando para comenzar su marcha, son sus modestos aportes a este mundo de miserias. Allá ellos.
Lo cierto es que Onetti nos dejó un puñado considerable de cuentos y por lo menos cuatro novelas que son obras maestras del género: La vida breve, El astillero, Los adioses y Juntacadáveres. El «Juntacadáveres» Larsen o simplemente «El Junta», quien ya había ido apareciendo en novelas anteriores y que en El Astillero había sido personaje principal, pero es en «Juntacadáveres» donde hace su aparición que es toda una sinfonía: el sueño de un prostíbulo perfecto. ¿Acaso «el astrólogo» no pensaba lo mismo en la saga arltiana para financiar «su» revolución? «Juntacadáveres» se instala en la ciudad de Santa María, la ciudad inventada por Juan María Brausen en La Vida breve y trata de poner en práctica su plan, elaborado minuciosamente, ya abonado por fracasos anteriores pero se debe enfrentar con el doctor Díaz Grey (otro emblemático personaje onettiano, quien representa las fuerzas vivas de la ciudad. Hay un diálogo entre ambos que no tiene desperdicio. Allí Juntacadáveres intenta convencer al médico que ellos tienen vocaciones diferentes, pero una misma pasión).
Cierta vez se le preguntó a Onetti sobre el origen de este personaje. Y él contó que trabajando para la empresa Reuter en Buenos Aires, una madrugada asomó por la puerta de un bar un sujeto que llamó su atención. Al inquirir por él, le dijeron: «Ah, es el Junta. Le dicen Juntacadáveres porque se dedica a coleccionar prostitutas viejas». Fue suficiente para construir después uno de sus personajes más entrañables, aún en su miseria final y su abyección.
En su magistral cuento «El posible Baldi», afirma que somos responsables de una lenta vida idiota. «Porque el doctor Baldi dice el narrador no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. No se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles ni de hombres sensatos».
Una vez le preguntaron por qué sólo salvaba a los adolescentes en sus libros. «Porque al ser humano lo destruyen la política y el matrimonio», contestó. El, que se casó cuatro veces.
Entre las cosas absurdas de un continente sumido en la represión que orquestaron sus propios Estados contra los pueblos está la dolorosa anécdota que llevó a Onetti a la cárcel por haber participado como jurado en un concurso de la mítica revista Marcha y haber premiado un cuento de Nelson Marra donde el personaje era una represor/torturador. Marra estuvo 5 años preso en una cárcel para detenidos de extrema peligrosidad. Onetti, Mercedes Rein, miembros del jurado, seis meses, junto a Carlos Quijano y Hugo Alfaro, director y Jefe de redacción respectivamente de esa publicación donde Onetti había sido su primer secretario en 1939. Esto de las detenciones fue en gobierno de Bordabberry, quien disolvió el Congreso y gobernaba con una junta militar. Corría el año 1974.
Cuando lo dejaron libre se cruzó a Buenos Aires con una valija de libros, allí tomó un avión para ir a Madrid donde se lo había invitado para participar como jurado en la editorial Seix Barral. Su última esposa, la argentina Dorotea Muhr lo siguió. Estando privado de la libertad pidieron por él todos los intelectuales dignos de Europa y Latinoamérica. Empezando por Jean Paul Sartre.
Nunca volvieron de allí, ni cuando el presidente Sanguinetti elegido democráticamente lo invitó telefónicamente.
Gracias, pero no sé qué volvería a hacer yo allí-, contestó eludiendo el convite.
Pasó sus últimos años escribiendo cuatro novelas más y algunos cuentos, se empezó a reeditar parte de su obra en España y otros países de Europa, pero él siguió acostado en su cama tomando whisky, fumando varios paquetes de cigarrillos y leyendo interminables novelas policiales. Sin dar ningún reportaje.
Había hecho hacer un cartel que pegó con una chinche en la puerta con la leyenda que decía: «Onetti no está». Los curiosos o pacientes que lo buscaban infructuosamente se encontraban con el cartel… y el ruido del violín que producían los ensayos de su esposa que era música.
Cuando le concedieron el Premio Cervantes (máximo galardón literario en lengua española), nunca tan bien otorgado valga apuntar, agradeció al Rey con un discurso donde aclaraba que él en la vida siempre había pagado «no placé» y cuando ya no esperaba nada le caía esta distinción. Al ser requerido por el periodismo de todo el mundo, un periodista español le preguntó qué significaba el premio para él.
«Ciento diecisiete mil dólares», contestó lacónico. Al periodismo hispano no le cayó muy bien su respuesta.
Se olvidaba que él era Juan Carlos Onetti, un verdadero duro hasta el fin.