Todos, más o menos, sabemos qué cosa es una calle. Podríamos definirla como un espacio alargado, que separa dos manzanas. También el lugar donde los autos pasan y que deja, a ambos lados, largas superficies para caminar. Otra definición viable sería la del espacio al que abren las puertas de las casas.

Sin embargo, hay otras concepciones de calle que podría ser interesante rescatar, aunque quien esto escribe, lo duda.

La calle como ámbito público

La calle es, como cualquier kiosquero sabe, un espacio público. No es que allí se pueda hacer cualquier cosa. No. Es público en el sentido que es de todos y lo que allí se ejecuta, de todos es también.

La calle se opone a la casa, que es el ámbito privado donde nadie posee derechos a meterse. Por ello, los trapitos sucios se lavan en la casa y no en la calle, porque la calle es el lugar donde todos vemos lo que pasa (al menos supuestamente).

Así, una mujer de la calle o un chico de la calle son personas desfavorablemente vistas, porque carecen de vida privada, sus acciones están a la vista de todos, sus hechos están desprotegidos, como su vida. En este sentido, la vida privada, por degradante que sea, siempre está un punto por encima de la pública. La calle, por ser justamente  de todos, no es de nadie en particular. Y por lo tanto es a la vez defendible y atacable. La calle es el lugar que hay que ganar para protestar, es el ámbito de las peleas entre desconocidos y donde hay fatales choques de auto. La calle también es el lugar sucio, del que hay que retornar, para llegar a casa. Vivir en la calle es lo opuesto a vivir en una casa, es una condición temida y a menos que uno sea el linyera Cachilo o un mochilero, una “situación de calle” obliga al estado a actuar para proteger.

Un niño de la calle puede ser un abandonado o un semi delincuente, para las clases medias de pantufla llevar. Sucede que la casa es el ámbito deseado,  anhelado, el sitio seguro donde se llega luego de trabajar o de un viaje y la calle, el lugar donde está el peligro, la muerte y el desamparo. Que los asesinos tengan casa, es otro cantar.

Tener calle

Esta frasecita, muy de barrio, implica la sabiduría que da el trato con el público, o sea con personas más o menos desconocidas.

Tener calle es una condición sobradora, cancherita, es saber lo que va a ocurrir en determinada ocasión o saber cómo actuar en una circunstancia que involucra a la misma calle, de este modo “tener calle” para arreglar un calefón carece de sentido, tener calle para esquivar una estafa sí lo tiene. El que tiene calle es  “canchero”, sabe reglas que el novato no tiene, porque “no tiene calle”, es un nene de mamá, un nerd. El que no tiene calle es una especie de desclasado, porque vive oculto y al hacerse pública una acción, no sabe cómo enfrentarla o resolverla.

El que no tiene calle se queda perplejo, resuelve mal una situación. El que no tiene calle no sabe seducir a una mujer pícara, carece de experiencia para vender o directamente le venden cualquier cosa. Por lo  general es un hombre el que tiene calle, si fuese una mujer sería directamente una ofensa, decirle a la tía Chela “que tiene mucha calle” significa recibir una trompada ipso facto del marido… o de la misma tía.

El que tiene calle actúa bien, el que no la tiene, actúa mal y el que tiene calle, señalará al que carece de ella como un desmañado, cuando no un cobarde. Esta sorna surge frente a ciertos problemas que sólo los cancheros pueden resolver, y que habrían evitado de quedarse en su casa.

La universidad de la calle

Tener calle en demasía implica una sabiduría de la que los trotacalles alardean.

Frente a un engaño, la venta de un automóvil o poner una verdulería, los que tienen calle saben exactamente qué hacer, cómo llevar a cabo la acción y cuánto dinero hay que poner. Frente a un dinero por cobrar, el que tiene calle sabrá la manera más rápida de obtenerlo y sin descuentos. Igual si no se desea pagar, el callejero dirá que por su sabiduría, posee la manera más hermética de generar una deuda.

Pero esto posee  un límite.

Por más calle que se tenga, es dificultoso operar una patología cardíaca, dividir un átomo en dos, calcular la cantidad de acero que lleva un puente. Tampoco se puede diseñar el automóvil que arteramente, el que tiene calle, ha vendido a un desprevenido comprador. Esos límites a la sabiduría callejera mortifican al que tiene calle, el cual frente a un vulgar kinesiólogo queda como un ignorante pelele, un nene de mamá y “sin calle”.

Frente a esta desgracia, los trotacalles inventaron un espacio de aprendizaje: la Universidad de la Calle. Esa casa de altos estudios les permite argumentar que, así como un cirujano de tórax se diferencia de un piloto de cazabombardero sin conflictos de intereses, ellos poseen también estudios, que no serán formales, pero si eficaces.

Cuando un graduado se enfrenta con otro, el callejero contrarresta la sabiduría del educado con un “-Yo no sé nada de Reflexiones Especulares en Anteojos Astronómicos Digitales, yo me eduqué en la Universidad de la calle, señor”.

Esta sencilla fórmula puede ser esgrimida ante cualquier profesión más o menos complicada de aprender y posee la virtud de volver al informalmente graduado, en una víctima del sistema.

En efecto, el ex alumno de la Universidad de la Calle no pudo ser ingeniero o abogado, porque tuvo que trabajar en la calle y así seducir mujeres ajenas, votar candidatos neonazis y vivir en Barcelona quince años, todas cosas que suelen hacer los taxistas, reducidos a ese empleo injustamente por la sociedad.

Andar callejeando

Andar por la calle, si bien otorga esa especie de sabiduría empírica y degradada, no siempre está bien visto.

Los chicos no deben andar mucho en la calle, se sabe, porque allí hay acechanzas de todo tipo, a veces literalmente.

Callejear, para los padres, suele ser sinónimo de pecado infantil. Un pibe que callejea mucho es un ser semisalvaje, indómito, chúcaro y en casa siempre es mejor un niño dócil, cumplidor y buen alumno. Además, al callejear el nene obtiene información. De la buena. Lo que significa mala para los padres.

En la calle, en la barrita –luego patota- el nene sabe lo que hacen los padres bajo las sábanas y la nena se entera que Ezequiel, de 12 años, tiene pito. Obviamente, los chicos desean corroborar tales indicios, preguntando, averiguando, queriendo saber más. Dejando de lado sus propias apetencias sobre información sexual, los padres prohíben a los hijos la calle, recortan el tiempo del juego, señalan a las malas juntas y tratan de impedir los saberes recónditos de lo que es público y notorio.

La calle seduce porque está prohibida, aunque allá afuera estén la gripe y ciertas tentaciones que papá y mamá –ejem- ya no evitan. Con el tiempo, la calle atrapa al adolescente y lo vuelve veloz recorriendo veredas, si es que no tiene un auto robado al padre. Callejear ya no es tal, es hacer la previa, salir, divertirse. Ya se sabe y ese conocimiento hay que aplicarlo. Pero ya.

A callejear de nuevo

Los espacios públicos siempre se reinterpretan.

Una calle puede ser el paraíso o el infierno. Cuando vamos en plan turista, la calle es nuestro lugar, no las casas de los nativos de Londres. Disfrutamos de eso. Pero también la calle es el lugar de la desgracia y la mugre. Una calle oscura es un asalto y una desidia municipal.

Esta condición plástica es la de todo lo público.

La calle es lo que es de todos y es de nadie. Cuanto más nos comuniquemos con el vecino, cuanto más nos veamos involucrados con una comunidad, más nos importará el estado de lo público, en tanto es de todos. Cuando más anonimato y desconocimiento, menos.

Por eso en los barrios, donde se suele saber el nombre de cada vecino, cada uno barre “su” vereda. Inversamente, en el centro el dueño de un departamento está enajenado de lo público, que es una mera decoración o la forma de irse de su casa. Por lo tanto, reclamará indignado a la municipalidad que emparche la salida del garaje.

La calle, por lo tanto, también puede ser un síntoma.

Si tomar la calle o dejarla marca el pulso de lo político, eso también puede señalar a quién la toma o a quien no. Una plaza llena puede significar aprobación, pero también un blanco excelente para un bombardero Camberra.

Quien esto escribe cree que es hora de apropiarnos de lo que es nuestro.

Pero de lo público. Ya no debe ser el ámbito de los sufridos electricistas municipales, sino el de los encuentros entre los sufrientes, para estar mejor. En ese sentido, se debería recuperar lo mejor del linyera y enjugar la lágrima del desalojado. Obviamente, es una utopía.

Pero al menos, que esa utopía esté en la calle.

Investigación: Arquitecto Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama