En ese tiempo no lo sabíamos o era apenas una intuición, porque en nuestras visitas a ese viejo maestro en las orillas del Paraná escuchábamos fluir esa palabra suya que eludía las grandes definiciones y las opiniones tajantes.
En su poesía estaba siempre la voluntad de limar sus finales que se adelgazaban hasta el diminutivo o el adjetivo femenino. Los idiomas occidentales, repetía, están inventados para dar órdenes. En ese espacio de magia que inventaba y que hoy recordamos los que lo conocimos y frecuentamos, ¿se acuerdan, Héctor, Alejandro, Elvio, Guillermo, debajo de la tierra? Miguel Ángel ahora con sus cartas rodeando su exquisitez, sus ganas de llevarnos con nosotros como un mantra sin palabras.
Lo conocimos hacia nuestros veinte años y él era, sin buscarlo, un faro que se detenía en un verso sobre el desencuentro con su mujer, lo nombra como una «disputilla» y le pide perdón porque eso no permitió que admiraran un pájaro.
Tiene mucha razón Saer, quien afirmaba que los libros que con ganas uno les escribiría un prólogo en realidad no lo necesitan. Y era el caso de Ortiz.
Fue, para usar una frase de Cioran, «el último delicado», ahora que lo destiñó la academia, ahora que los incapaces y los oportunistas lo tienen aprisionado, a todos estos ladinos les aviso que la urdimbre de su poesía lo torna inapresable, por más esfuerzo que hagan. «Apenas si he vivido», repetía, y la bella edición de En el aura del sauce, que le editó la Vigil, le parecía un exceso de sus amigos.
Creo entender que quedamos pocos que conocimos a aquel hombre que hablaba con el río, que era capaz de escribir «me atravesaba un río/ me atravesaba un río», ese hombre sagaz que oficiaba de ingenuo, pero que fue lo más cercano a un sabio que conocí en mi vida, que nos trataba de usted, con esa cortesía muy criolla que arrastraba las eses al hablar dando la impresión al distraído de que era ceceoso, pero no era cierto.
Un comisario del norte salió a marcar la cancha un día diciendo que a Saer y a Ortiz solo los amigos íntimos los podían llamar Juani y Juanele, reservándose la primera fila en el tema tan argentino de la amistad. Le transmito tranquilidad, no vamos a invadir su quinta, porque aquí en el sur somos bien nacidos y al maestro lo tratábamos respetuosamente de «Don Juan» y a Saer, de «Saer» a secas con acento en la é como nos enseñó él.
Hecha esta salvedad, recojo un consejo que una vez me deslizó otro gran poeta, se trata de Aldo Oliva:
«Turco –me dijo– el mejor homenaje que se le puede hacer al Viejo es leerlo». Cuánta razón tenía. Es el homenaje que merece cualquier poeta y acá cito a Borges: «Ser juzgado por lo mejor que ha escrito». Y ya que estamos, una tarde en que lo escuchábamos como en misa, puso en boca de Borges esta aseveración: «La literatura entrerriana tiene algo de caramelo y de tigre». Es decir, y esto va para mi gran amigo, el poeta de Villaguay Miguel Ángel Federik: una especie de gaucho montielero que ostenta una cuota de ternura.
En la atinada Antología que editó para Losada, Daniel Freidemberg anota en su prólogo que «puede decirse que Ortiz es un poeta del paisaje e incluso del paisaje entrerriano, siempre que eso no lleve a ubicarlo en algún regionalismo literario». Como tempranamente advirtió Gola, no creemos que tenga antecedentes reconocibles en nuestra literatura, ni que se lo pueda incluir en ninguna de las líneas de nuestra tradición poética. Y agrego yo, tampoco tiene seguidores.
Cierta comodidad distraída de la nueva crítica, se apresura a filiarle a cualquiera que nombre un trébol de cuatro hojas o un ramo de margaritas.
Otro equívoco fue confundirlo con un vanguardista. Horacio Armani se dio cuenta: «Los jóvenes que lo siguen buscan en él algo que no es». Mis amigos y yo lo frecuentamos mucho, tanto que le hizo preguntarle a su amigo Mastronardi a Gerarda, su esposa, por qué lo seguían tanto los jóvenes, y ella, que nos relató la anécdota, le contestó: «Porque Juan los sabe escuchar».
Escrito todo esto, desordenado, y que está dictado por el reconocimiento que le debemos y el afecto con el que nos trató, puedo conjeturar que fue un gran simbolista. Nunca se le caía el nombre de Juan Ramón Jiménez recitándonos sus poemas que sabía de memoria. Él lo llamaba Juan Ramón como si fuera su hermano y en verdad lo era, un andaluz y un entrerriano, ambos universales, que nos llenaron la juventud, la vida de poemas de una prístina belleza. Juan Laurentino Ortiz, al que sus amigos llamaron Juanele, pudo escribir para siempre: «Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía/ igual que un capullo…/ No olvidéis que la poesía, si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,/ es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,/ cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin/ y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor…»