Por Gustavo Fernetti

 

Margaret  Hillary Bright se sentó algo cansada en el sillón de su casa de BattenCottages 5.El  Barrio Inglés, polvoriento y seco, le resultaba cansador a la segunda hija de los Hillary de calle Callao. Su marido, Edward Bright, trabajaba de inspector en el ferrocarril –cruzando la calle- y se suponía que, como mujer de un “white collar” (empleado)  debían mantenerse ciertas formas: no llegar sola, no recorrer el barrio sola y sobre todo, no hacer las compras sola.

El barrio era un enclave urbano –Margaret le llamaba “avanzada civilizatoria”- en medio del campo agreste. No era raro ver dos o tres vacas meterse tras el alambrado que rodeaba el barrio y a dos negros tratar de sacarlas. Un sujeto de chiripá de apellido Aguilar se ocupaba de traer la leche dos veces a la semana.

La casa de Margaret y Edward era una más, de las seis del BattenCottages, pequeño agrupamiento de chalets de estilo campestre. Con sala de recepción, comedor separado y tres habitaciones, era una típica casa inglesa de clase media de los barrios periféricos de Londres y por la que pagaban doce pesos de alquiler al Ferrocarril Central Argentino.

La altura de los techos era mayor que la de los departamentos para obreros del Edificio Morrison.

Esto le permitió a Margaret comprar una araña y, para la escalera, un cuadro con un paisaje rural, pintado por un pintor de Chelsea. La casa estaba adornada con dos vitrinas, once portarretratos, dos baúles dorados, un dressoir, cuatro espejos biselados y dos mesitas de mármol con sus jarrones de vidrio art nouveau.

Toda esta parafernalia decorativa era común en las seis casitas: floreros, cuadros, alfombras y visillos eran la marca distintiva de las familias “White collar”.  Los hombres de la casa dejaban a sus mujeres el cuidado de los chicos, la preparación de las comidas y la elección de estilos, colores y formas. No era raro que las mujeres hicieran jardinería, recogiendo limones y hierbas del jardín del frente, aprovechando  para dialogar con las otras mujeres. Un jardinero del Central Argentino pasaba, una vez al mes, para podar y cortar los yuyos.

Una mañana, preparando el café Margaret hizo un mal movimiento y la taza inglesa comprada en Buenos Aires se vino al suelo. Margaret casi estalla de ira pero se contuvo, el error fue de ella y estaba su marido –con los dos chicos- sentados, esperando. Era muy de los Hillary contener la ira, para luego, silenciosamente, descargarla en otro momento (y otra persona).

Levantó los trozos grandes, haciendo como si nada hubiese pasado, ante la familia expectante. Luego declaró solemne que esa taza era la tercera que se rompía y que el juego marca Meakin quedaba incompleto, irreversiblemente.

 

-Tengo que ir a comprar otras tazas, darling. Estas ya no sirven.Yo las elegiré.

-Querida, usa las de la vitrina. Están buenas.

-No. 

 

Los ingleses exportaban tazas en forma incesante. En los bazares era tan abundante la cerámica inglesa que casi no había otra. Las tazas y platos belgas y franceses no podían competir en sobriedad, riqueza del diseño y color de la decoración: el Blue and White británico, de origen chino.

Margaret tenía la costumbre de servir a la familia en buenas tazas, reservando un juego bonito y vistoso de porcelana para el té con las amigas y disponía de dos juegos de loza blanca común para los cumpleaños de los niños, cuando los comensales excedían las tazas cotidianas.

Recordaba que de niña, para su cumpleaños su madre tenía una taza especial, de pájaros y rosas azules, que le encantaba. Probablemente era una taza solitaria que no se rompió, pensaba, pero era “su” taza. Aún la tenía pero no la usaba, en el centro de una vitrina, donde las de porcelana “Prince Albert” le hacían compañía.

Un sábado, Margaret anunció a los niños que “irían a Rosario” a comprar algunas cosas, lo que generó alguna esperanza en los pequeños. Si bien los Bright eran casi violentamente avaros, quizás podrían comprarles alguna golosina. El carruaje alquilado llegó una hora más tarde, pero Margaret suponía eso y lo citó a las ocho. A las once estaban en el centro.

Margaret se dirigió al bazar “Al Gran Grafófono”  un comercio cuyo dueño les daba crédito y  Margaret, seria y silenciosa, recorrió los estantes con los chicos, mientras Edward charlaba en la puerta con el dueño y un compatriota.

Como buena inglesa, Margaret luchaba con los precios, la decoración y la calidad de la vajilla. Los hombres sabían que debía estar sola, ejerciendo un saber que ellos no tenían ni querían poseer, la política, los precios y ciertas mujeres los entretenían, disimulando ciertos comentarios al acercarse algún matrimonio conocido. Los chismes son unisex.

-Las mujeres están cada vez peor.

-Ni hablar. En Inglaterra ya son indetenibles. Quieren votar.

-La cocina ya no les es suficiente. Adónde iremos a parar, sir.

-A la cocina.

-Sí.

Mientras los hombres reían y fumaban, Margaret se decidió por media docena de tazas Blue and White Doulton. Costaron veinte pesos en total, a pagar en seis cuotas. Edward firmó el crédito y se fueron, se descontaría directamente de los 200 pesos del sueldo: el jefe de Edward era el importador de las tazas. Los chicos recibieron, por parte del dueño, diez caramelos cada uno que debían durarles toda la semana.

El carruaje retornó al barrio.

La vajilla pasó inmediatamente a la cocina, a la alacena. Era una vajilla de calidad media, utilitaria aunque vistosa. Siguiendo la máxima inglesa “combinar lo bello con lo útil”, Margaret acertó en su decisión.

Los chicos miraron al principio las tazas con desconfianza, eran demasiado nuevas y carecían de los paisajes ingleses, que nunca habían visto. En vez de ello, grandes flores se abrían en la loza ironstone.

Edward, la mañana del estreno de la vajilla, miró los pocillos admirativamente y sonrió a su mujer, era su elogio más sincero y ella se ruborizó. Ella le sirvió el té y se sirvió a su vez, él le puso dos terrones de azúcar y Margaret volvió a ponerse colorada: sin decir nada, ambos sabían que esa noche sería agitada.

 

La llegada de ingleses a la Argentina supuso nuevas costumbres en la población, aunque no inmediatamente. Una serie de comportamientos estereotipados se les adjudicó, algunos coincidían con la realidad, otros no tanto. Se los suponía serios y cerrados en su grupo y de gusto exquisito. La vajilla azul y blanca se identificó, sin dudar, con “lo inglés”.

Sin embargo, lo que ha quedado es el poder femenino para decidir sobre el hogar.

El arqueólogo IanHodder, en la turca ciudad de CatalHüyuk, se asombraba que los tiestos cerámicos fabricados por las mujeres no seguían un patrón decorativo, sino que eran a capricho de las nativas. En eso residía su poder: para los hombres, las mujeres eran peligrosas cuando hacían lo que querían, cuando eran “caprichosas”.

En realidad, eran inmanejables cuando tenían un poder.

Al bordar una sábana o un vestido de novia, al elegir el motivo de un juego de tazas, la mujer de principios del siglo XX  se reserva el manejo del trabajo decorativo del hogar. Esto incluye; no es meramente lo estético, es sobre todo lo simbólico.

El poder de la mujer, en esos casos es pobre frente al manejo masculino de lo político o lo laboral. Pero ese poder recortado y doméstico es eficaz: maneja y reproduce la conformación del buen gusto. El hombre, frente a ello, es impotente, debe dedicarse al arte y eso en el sistema capitalista, está mal visto, es de bohemios, de vagos.

De este modo las mujeres argentinas de clases medias, encasilladas pero activas, influyeron en la casa sobre los hombres, al precio de reproducir el machismo. Con el tiempo ganarán poder político y económico, pero guardándose aún el dominio de lo doméstico y el gusto. Aún hoy,  se mantiene el dominio femenino en cuestión de color para las paredes, estampados para las telas o el tipo de cuadro para la decoración. Paralelamente son ingenieras, diputadas o gerentes de empresa.

Los tiempos han cambiado desde 1911.

 

El Mercado Retro estaba lleno de paseantes ese domingo. Hacía algo de calor y la gente aprovechó para “pispear” los trastos viejos, los sifones azules, las fotos sepia, las herramientas oxidadas de un taller ya desaparecido.

Un matrimonio se detuvo frente a un puesto denominado “Ancestros”, donde en estantes -cubiertos pulcramente con manteles de puntilla- se habían colocado tazas, platos y copas, usadas hace décadas.

Muchas eran baratas, de marcas locales y de bajo precio y otras… no tanto.

La señora vio un juego de tazas y platos en particular y comentó:

 

– Que lindo ese juego. Mi abuela tenía uno igual.

– Es azul y blanco, Meaking, es inglés, señora

– ¿Cuánto cuesta?

-Ochocientos pesos.

– Es hermoso… Lo llevamos. ¿Te gusta, Daniel?

– Si… pero… ¿no es un poco caro?

– No.

 

 

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama