Por Jorge Isaías

 

Camarada, quien toca este libro, toca un hombre.

Walt Whitman

Podríamos decir algunas (muchas) cosas de un hombre que en plena juventud toma como elección de vida poner distancia de Buenos Aires y dedicarse a escribir minuciosamente el paisaje de su Jujuy adoptivo y su gente primero, pero luego la recuperación del paisaje urbano provinciano con sus personajes y su cultura personal, tarea que acometió con la minuciosidad y la pasión de un cartógrafo o un entomólogo. ¿Cómo pudo Néstor Groppa producir con lirismo una obra a la que dio estatura poética? Participó con extrema generosidad y bonhomía en los últimos sesenta años de la cultural del país. Tuvo premios y halagos y amigos entrañables.

Fue su propio editor y el editor de otros. Pero sobre todo fue un perseguidor tenaz y obsesivo del paso del tiempo, ese tiempo que desgasta la vida y los objetos y no hay nada peor que ver dormida una casa donde uno vivió en la infancia. Groppa tuvo ‑a no dudarlo‑ un privilegio, que en verdad es mérito de los elegidos: una innata capacidad para captar lo popular y transmitirlo líricamente a través de sus crónicas que publicó durante cuarenta años en el diario Pregón, de San Salvador de Jujuy, donde pasó casi toda su vida adulta, pero también en poemas o anotaciones al margen que iba escribiendo en cuadernos y luego con cada entrega en sus Anuarios del Tiempo, editados por su sello Buenamontaña, en diez volúmenes, entre 1998 y 2009.

El paisaje norteño lo atrapó cuando llegó a vivir a Tilcara por sus tareas como maestro rural, pero nunca olvidó ‑aunque sus recuerdos fueron casi fantasmagóricos ya que se radicó de muy joven en Buenos Aires‑ a su pueblo natal, Laborde, que primero se llamó «Las liebres», según confiesa y que está perdido como un abrojo: «Repito varias veces Laborde, y termino por no saber si Laborde es en mi vida una planta, un cafetín, un hotel o un pueblo» (Este otoño, Jujuy, 2006). Uno recorre su vasta obra y entiende por qué ese empecinamiento autobiográfico cuando lee en este libro su epígrafe del Vasco Pratolini: «Esta no es una historia sin importancia, porque es la historia de mi vida».

La primera noticia que tuve de este poeta sensible y necesario, porque se describe su grandeza recorriendo sus libros, como se supone que debe hacerse, digo que la primer noticia que tuve de él fue en la revista Crisis, año 1973, cuando salió una reseña de un libro flamante, de sentido tan lírico y tan insólito: «Carta terrestre y catálogo de estrellas fugaces (válido solamente para los años 1966‑1970), confeccionado por Néstor Groppa ‑contienen la tierra y el cielo de San Salvador de Jujuy y se imprimen en el otoño de MCMLXXIII‑».

Todo esto aparece en la tapa, en letras negras sobre un fondo rosado que exhibe un óleo del pintor Luis Pellegrini, llamado «Con fritanga». Obvio es decir que no se conseguía en librerías de Rosario, pese a que yo trabajaba en una. Obtuve ‑no recuerdo cómo‑ su dirección y me envió el ejemplar dedicado. Allí se inició mi relación con él y con su generosidad, ya que comenzó a publicarme en el suplemento del diario Pregón de Jujuy, que dirigió por cuarenta años.

Conversé entonces con don Alberto Bunichón, distribuidor de los poetas de provincia, un verdadero puente entre nosotros. Groppa le editó en ese tiempo un libro a Manuel Castilla y entonces empecé a vender, donde trabajaba, los libros de su sello. A don Alberto Bunichón, a quien apodaban «El Chivo» por su barba candado, lo mató la Triple A en Córdoba, donde vivía, el 24 de marzo de 1976.

Con Groppa nos escribimos y nos enviamos «señales de vida» ‑Raúl G. Aguirre, dixit‑ durante muchos años hasta que nos conocimos recién en el 2004 cuando lo invitamos al Festival de Poesía de Rosario.

De uno de sus envíos rescato como un hallazgo, porque no lo conocía, un bello libro del 2006 que se llama Este otoño, con una bellísima foto de un gran árbol que puede ser un lapacho, obra de su ingenio porque no dice quién la tomó. Con su original presentación, reproduciendo la declaración de los derechos del hombre que precede a todos sus libros, donde reproduce el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice que «toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten», Asamblea General de las Naciones Unidas, París, 10 de diciembre de 1948.

Luego prosigue con una particular presentación de sí mismo y con una carta del gran poeta Joaquín Giannuzzi. El trabajo, cuenta Giannuzzi, estaba destinado a la antigua colección de Ediciones Culturales Argentinas (E.C.A.) de la Secretaría de Cultura de la Nación que nunca salió. Groppa lo reproduce en su mecanografiado original, con las tachaduras y enmiendas de un trabajo en camino.

Es un libro autobiográfico, separado por las ciudades o lugares en que vivió, a guisa de capítulos: Laborde / Buenos Aires / América (Bs. As.) / Bariloche / Tilcara / San Salvador de Jujuy. Cada capítulo narra su biografía con mucha sutileza y lirismo. Intercala también poemas que «ilustran», por decirlo así, su sentir. Agrega algunas fotos: con su madre que perdió a los nueve años, con sus padres en la costanera de Buenos Aires, su abuelo, las casas de su familia, incluyendo la de su natalicio en Laborde. De ese lugar hay una foto de un grupo de vecinos junto al cartel de hierro de lo que sería la estación de ferrocarril, donde se reproduce el nombre. También hay un grupo de escolares sentados en las vías con sus delantales blancos. Abajo una inscripción: Laborde 1919. Es como un fleco de la pampa cerealera y bravía, ocho años antes de que el propio Groppa naciera en eso que entonces sería un caserío. Otra foto del poeta cuando era maestro rural en Tilcara con sus alumnos «del 3º B, turno tarde».

¿Qué pasaba con este poeta que escribió: «Siempre he amado la lluvia: la lluvia propensa a la ensoñación. Ese desfile del cielo hacia las tierras, ese deshojarse gris e incesante, nos invita a remotos pasillos del tiempo»? Con él pasó lo que solo con los grandes pasa, que su sensibilidad estaba atada a la justicia en la tierra y todo lo humano le interesaba, y cuanto más humilde, mejor.

La profunda obra de Néstor Groppa forma parte hace tiempo de lo más entrañable y hondo de la cultura argentina y es la suya una voz única. Cumple el requerimiento de esa solitaria presencia que a la postre se presenta humildemente como imprescindible. Tuvo ese olfato insustituible que solo los grandes tienen para recuperar las historias de los humildes, de los olvidados, del tiempo que pasa irremediable pero nos deja un halo de misterio, de melancolía y ternura de las cosas que se pierden para siempre.

Todo esto tuvo en sus manos y tuvo también la valentía de defender a los humildes, porque no consintió que su talento estuviese al servicio de los pocos que deciden.

«Todo hemos amado y conocido‑

la humildad la tristeza

el acordeón en los patios oscuros y pobres

la Dama de Noche cerrada de día

la mariposa en la tulipa

los postres de una tía soltera

la familia sentada en la vereda

la criatura que lloraba por el grillo» ‑escribió‑.

 El poeta Néstor Groppa, el amigo, ya no está. Pero nos queda el recuerdo de su sonrisa, su solidaridad y su generosa entrega, nos quedan sus poemas.

«Y todo lo demás es cielo», concluiré citándolo.