Aros en pares y también de a uno, de alpaca e incluso de plata labrada, multicolores con una piedra engarzada, collares de metal plateado, para el cuello terso de la dama que pasa; mostacillas y pulseras de macramé, telas y túnicas estampadas de arabescos o motivos florales; muñecos con la efigie de un Buda u otro dios desconocido, símbolos de cultos milenarios al alcance del caballero capaz de oblar una módica suma; cuchillos, puñales y bombillas para colocar en grandes mates.

Un retorno fugaz a la Feria de Artesanos y a la Retro, que le sigue, después de años de ausencia. El viento que agita las ramas de los árboles y logra que algunas rocen el suelo.

Los gacebos blancos se hinchan sin perder el equilibrio.

– Yo te escuchaba por la radio – le dice la chica ubicada detrás de un stand de bijouterie.

La chica luce ondas en el pelo rojizo y debe andar por los treinta.

– ¿La radio? ¿Cuál?

– La TL. Yo era una péndex.

– Me imagino. Debe hacer como quince años o más, dice él, y recuerda los viajes de madrugada, las discusiones con Oscar, Ana saliendo al pasillo a medio vestir, con sueño en la cara y descalza sobre los mosaicos. “Faltó el operador y necesitamos alguien que opere, Ana”. “Sí, claro – dice ella sin ganas – yo opero, suturo y te doy el alta”.

Sigue caminando hacia el oeste y sin proponérselo, se desliza a la Feria Retro o de Antigüedades. Se para frente a un puesto de candelabros, ceniceros de ónix, lámparas de Aladino y libros viejos. Sobre una pequeña pila de novelas policiales ve algo que le llama la atención. Es un camafeo de doble hoja, una de las cuales muestra el retrato de una joven de cuello largo, pelo negro corto y ojos brillantes y en la otra aparece la misma joven – o una muy parecida – de cuerpo entero y semidesnudo, con un lienzo que apenas cubre sus nalgas.

– Es una joya – dice el flaco de lentes sin marco que atiende el puesto – Todo el mundo lo mira pero nadie se decide a llevarlo.

-Te lo dejo por quinientos – agrega-. No lo quiero tener por más tiempo porque, aunque me lo vendieron como un talismán, puede convertirse en un maleficio –  y sonríe. El está impresionado por el rostro y la mirada de la chica, de una expresividad notable en un retrato tan pequeño. Son ojos que se fijan en los suyos cuando la ve de frente. Quinientos no es caro aunque debe ser casi todo su dinero en el bolsillo.

Baja a la calle como un cazador furtivo sin que haya presas a la vista.

Por Rivadavia el viento sopla con igual fuerza. Llega a Pueyrredón y oye el rumor de una guitarra, alguien que bate palmas, una voz áspera que canta una canción flamenca. Pero los gitanos no pueden ser porque se fueron hace más de veinte años. En la esquina había un boliche que los juntaba y cuyo nombre no recuerda. De pronto ve salir una mujer de un pasillo, el vestido largo florido y una blusa roja que rodea sus pechos ajustados.

-Por nada te adivino tu vida – le dice la gitana, que parece joven, y el la mira un segundo antes de recordar una mala experiencia con una gitanilla del barrio y salir casi disparando. Recorre un tramo de la primera cuadra de Pueyrredón y a la mitad de la calle, ve un coche de alquiler parado frente al hotel Londres ¿Pero el Londres no lo habían demolido para levantar un edificio? No hay tiempo de pensar. Se acerca con cuidado y detrás del parabrisas ve el rostro inconfundible de Garufa, mucho más joven que en su época de parroquiano de El Viejo Resorte.

De Garufa se decía que había llevado a Córdoba en un viaje Express al Pibe Miloro, un hampón que venía de Buenos Aires escapando de la cana, antes de que lo acribillaran en una celada. Es cuando ve a un tipo de rostro aniñado, con un pilotín y esgrimiendo una metralleta en su mano derecha. Una de esas con cargadores circulares.

Está frente a la crónica de una muerte anunciada pero siente que no puede hacer nada. De lejos se escuchan unas sirenas y el taxi de Garufa arranca rápido. El percibe que la tensión de la escena que acaba de ver se traslada a su cuerpo. Necesita un refugio.

No sabe cómo llega a Callao pero está agitado. El bombeo de su corazón le pega en el pecho. De un lado asoma la estación de trenes y del otro, una calle desierta, envuelta en la penumbra de la noche que cae despacio. Se detiene frente a una puerta ancha, con una de las hojas de madera entreabierta. Arriba hay un cartel que dice “Compra y venta de muebles y objetos usados”.

Empuja la hoja suelta y accede a un pasillo con puertas a los costados. De la primera, a la izquierda, asoma una chica en bata.

Las sirenas suenan más cerca. El sabe que necesita un refugio. No está en condiciones de volver afuera. Da un par de pasos y la chica sale a su encuentro. La bata es corta y de un verde brillante, ella es menuda y de cabello oscuro, peinado en ondas que llegan a su espalda. La piel reluce blanca.

-Hola, bebé, ¿buscás compañía? – escucha que le dice.

-Busco un lugar donde pasar un rato.

-Es lo mismo – replica ella-. El turno de media hora es barato y si me caés bien, te dejo un poco más-. Luego hace un gesto de invitarlo a entrar.

La habitación es pequeña pero tiene una cama de dos plazas. Contra una de las paredes laterales hay un espejo oval y debajo, un pequeño mueble de tocador y un taburete. Sobre la mesa de luz asoma un florerito con magnolias.

– ¿Esto es Pichincha?- pregunta él, tratando de ubicarse.

– Pichincha cerró hace tiempo.  Esto es un clandestino que paga su diezmo a la cana y trabaja sin problemas- dice ella, peinándose sin mirarlo.

– No sé si llego con el dinero. Tampoco busco sexo. Solo quiero hablar y estar  adentro un rato.

– Como cliente sos bastante raro. Nunca conocí uno que viniera a hablar.

– Yo sí. En un cuento de Ricardo Piglia, “Homenaje a Roberto Arlt”, hay un militante anarquista que busca amparo en un burdel para escapar de la policía.

– ¿Y vos de quien escapás? Ya te dije que con la cana estamos en regla.

– No soporto las sirenas, me ponen la piel de gallina.

– Tonto, acá no van a entrar. Estarán apretando a un farabute. Y de última les digo que estoy con un cliente de confianza. Soy prostituta, no vigilante.

De pronto él parece darse cuenta de algo.

-¿En qué año estamos?

-Escuchame: no sabés en qué año estamos, no querés un servicio. ¿Por qué me tocan a mí todos los lunáticos?

-Necesito saber.

-Sos muy pretencioso. Yo ya renuncié a saber, cuanto menos, mejor. Con mantenerme me basta. ¿Me vas a pagar o no?

-La plata no me alcanza pero tengo un camafeo que puede gustarte – y saca del bolsillo el estuche dorado y se lo entrega.

Ella lo agarra con cuidado. Lo abre y exhibe una sonrisa triunfal.

-Esta soy yo, un tiempo antes –dice, mostrando las fotos como si fueran evidentes.

-No sos vos, hay varias diferencias – replica él, sumido en una modorra que crece.

-Esperá un poco y vas a ver- le `pide ella.

Y se quita la bata, mostrando una breve enagua. Luego vierte agua de una jarra en una palangana, se moja el pelo, lo peina y lo sujeta con una traba. Al fin se  limpia la cara borrando rastros de maquillaje.

– ¿Y ahora como me ves? – pregunta, girando la cabeza, sentada frente al espejo.

– Tenés una onda pero no sos ella. ¿Cuál es tu nombre?

– Ludovica pero las chicas me dicen Ludo, como el juego-. Y se para y se quita la enagua por arriba, en un segundo, la dobla y se la coloca sobre las nalgas, como el lienzo de la foto aunque más oscura. Su cuerpo semidesnudo es una réplica del que aparece en el camafeo.

El siente la pesadez de sus párpados, que se agrandan sin que pueda evitarlo.

-Ludovica, – alcanza a decir – cuidame el camafeo, cuando junte plata voy a venir a buscarlo. ¿Lo vas a hacer?

-Claro que lo voy a hacer, como si me cuidara a mí, tonto…  Ahora dormí que estás cansado.

Y él siente sus manos que le abren la camisa y le acarician el vello del pecho. Es el último contacto antes de hundirse en algo que lo envuelve sin ser un sueño completo. Aún oye que ella se mueve, la madera que vibra bajo sus pies, el cuerpo grácil que se desliza a su lado.

En la escena siguiente, cuando abre los ojos, ve las paredes de la pieza de su casa. No tarda en advertir que estuvo soñando. Pero no sabe hasta dónde. Debe volver a la Feria, ver el puesto de novelas policiales. Por las hendijas de la persiana entra el rumor de una música, una voz lejana pero afinada que canta:

– “Siempre habrá un fulgor / siempre un mismo don / en el aire…”

Debe ser un grupo que toca en el parque.

Enciende un cigarrillo y sale. Es la hora del crepúsculo y una brisa atenúa el calor que persiste. Camina dos cuadras por Pueyrredón, rumbo a la Retro, pero en el cruce de Guemes se desvía hacia Callao.

Debe recuperar el camafeo, la sombra de una mujer que retorna.

 

EPILOGO

Por Callao ve el cartel de la compraventa. Entra y lo atiende una chica enfundada en un jardinero de tela rústica. Le pregunta si busca algo en particular.

-Disculpame – replica él – pero tu rostro me resulta familiar. ¿No nos vimos en otro lugar?

Ella demora en contestar. De pronto se pone seria.

-En general lo que me decís es la apertura que hacen algunos hombres para armar un chamuyo.

-No es mi caso. Pero es verdad que buscaba o busco una chica.

-Ya veo – dice ella y luego de retroceder unos pasos, corre una cortina que descubre la entrada a un pasillo.

-Al fondo, a unos metros, hay una puerta que da a una pieza. En la pieza vas a encontrar a una mujer.

El sigue los datos de la chica como si fuesen indicaciones. Frente a la puerta, opta por abrirla sin llamar. En una cama con respaldo de madera lustrada, ve sentada a una mujer enfundada en un breve camisón color violeta. Sus rodillas se alzan sobre una manta con brillos.

-Hola, bebé. ¿Venís del parque?

-No, ¿por qué?

-Porque los domingos suele haber clientes que pasan por los puestos de anticuarios y luego de comprar algunas chucherías vienen acá y piden rebaja. ¿Podés creer?

-Sí, claro. Si vos me lo decís, te creo.

-Entonces vamos a estar bien. Los servicios son de media y de una hora.

-Yo en realidad buscaba un camafeo…Uno que dejé acá para pagar la cuenta.

-¿Y cómo se te ocurre que yo lo pueda tener?

-Si te llamás Ludovica, lo podés tener.

Ella lo mira extrañada y al final dice:

-Tenés razón, sabés. Pero fue algo que pasó hace un montón de años. Yo era una pendeja que recién empezaba. Y el camafeo era bonito pero yo necesitaba plata. Así que lo vendí enseguida. No me preguntés a quién, lo único que me acuerdo es que saqué el doble del precio de un servicio.

-Pero vos eras la chica que estaba en las fotos.

-Ni ahí. Eso lo inventé para convencer a un cliente que me lo dejara y a otro, de lo que valía…Escuchame: ¿por qué no tomás un servicio, así los recuerdos descansan?

Está a punto de decirle que los “recuerdos” en él tienen unas horas pero presume que ella lo tomaría por loco. La ve salir de la cama, quitarse el baby doll,  agarrar un frasquito de perfume que está sobre la mesita de luz y frotarse en los lóbulos de las orejas y en las axilas.

Ahora está frente al cuerpo cuidado de una mujer madura. Su pelo castaño es lacio y el largo recubre la caída de sus pechos. El piensa en el escote de la gitana que ofreció adivinarle la suerte. Luego se pregunta si la suerte de ella ha sido la que acaba de decirle. Podría ser otra empeñada en aparecer como la misma.

-Dale, bebé, desvestite que el tiempo corre – dice ella-. ¿O querés que lo haga yo?

La pregunta queda flotando en el aire de la habitación junto a un perfume de magnolias, de algo sin límites precisos que es su cuerpo de mujer en la luz menguante.

De afuera llegan sones del cante jondo, el silbido de un tren a punto de partir, la voz del flaco Spinetta cantando los versos de “Camafeo”.

“Siempre habrá un fulgor, siempre un mismo don…”

El la mira de frente y siente que un rasgo permanece. Son sus ojos clavados en los suyos, como si fuera la mirada del pequeño retrato oval.