POR GUSTAVO FERNETTI

 

Toda sociedad posee artefactos que tienen un lugar privilegiado.

Así como quien esto lee posee un objeto favorito, las sociedades tienen los suyos. Estos objetos no necesariamente son extraños o raros de encontrar, a veces se reproducen y repiten, porque todos desean poseerlos. Tampoco es necesario que sean de materiales exóticos o complejos.

Cosas que pasan.

Esos objetos preferidos poseen cargas específicas e invisibles, que las personas detectan enseguida.

Por ejemplo, ciertas armas poseen un atractivo que no es estético, sino que se vinculan con el poder, los zapatos son para las mujeres tan atractivos, que desean tener seguramente dos o tres pares, sino más. Esos objetos se vuelven codiciados, atractivos y surgen los coleccionistas.

Ignoramos que ocurría en la prehistoria, pero en la antigüedad europea esto también pasaba: ciertas vestimentas, el color rojo, las espadas y los escudos y los caballos eran objetos sin los cuales la gente la pasaba peor. Así, poseer un escudo de armas era una condición, además de la posesión de un objeto, sencillamente algunos lo tenían y otros no, porque era imposible que lo tuvieran. Algunos objetos –ahí si- eran deseados por el material constitutivo y el oro, la plata, la seda o el hierro definían ciertos objetos que, por su forma, no valían un pepino. Una espada de oro no sirve de mucho en la batalla, pero colgada del cinturón de un rey vale mucho.

En Argentina, los sufridos pobladores también tuvimos y tenemos estos avatares materiales.En la época colonial, ciertos objetos eran motivo de deseo, codicia y orgullo. Obviamente –estábamos en una monarquía- un título o un escudo eran objetos notables, cuya obtención era un gran paso adelante en el arte de sojuzgar a los demás.

Otros objetos eran menos costosos pero no por ello menos indicados para la soberbia. Las sillas, por ejemplo, eran objetos que las clases altas necesitaban con cierta urgencia., No porque hayan sido muchos de familia, sino porque indicaban un alto nivel de sociabilidad, ya que cada silla significaba un invitado al que sentar. Un poligriyo a duras penas podía juntar dos o tres y el resto a sentarse donde pudiera. Los objetos ingleses tenían también cierto aura aunque fuesen industriales, y un par de tazas de porcelana bone china eran el touch para el que tenía unos reales de sobra, digamos unos doscientos.

Entre nos

Algunas clases optaban por objetos propios.

Los militares por uniformes coloridos y llenos de perendengues, los sacerdotes por cordones, sombreros extraños y estolas doradas, los comerciantes y sus esposas, por vestimentas recargadas o a veces, ropas completamente negras, ya que es bien sabido que es un color bravo de obtener y conservar. O totalmente blancas, que es lo mismo.

Estos objetos señalaban a sus poseedores como diferentes a los demás, un grupo especial con cosas especiales que sólo a ellos les estaba dado poseer.

Con la llegada del capitalismo a mediados del siglo XIX, los objetos deseados se multiplicaron. No eran productos dificultosos de fabricar, porque gran cantidad de ellos eran industriales: vajilla, armas, polveras, dentífrico, telas e incluso maquinaria doméstica provenían de Inglaterra, Francia y Alemania. Fabricarlos no costaba demasiado, por lo que se los debía vestir de costosos para que lo fueran. Así, una pelela de loza inglesa whiteware de 2 peniques podía costar una libra –al cambio- en Buenos Aires y aún más en Rosario. Un cuchillo alemán Arbolito costaba también una desproporción respecto a su costo de fabricación. La fiebre de lo importado, que hemos conocido y volveremos a conocer, hacía que cientos de personas se volcaran a los bazares.

De este modo poseer artefactos prestigiosos por su procedencia indicaba que el dueño era un tipo viajado, conocedor de las buenas cosas de la vida. Su mujer también. Y sus hijos.

Un buen traje francés, hecho de casimir británico, con un sombrero italiano, señalaba al feliz poseedor como “adecuadamente vestido” para cierta clase social así fuese analfabeto, algo que seguramente no era.

Justamente, con el tiempo verdaderas bestias sociales empezaron a ver que esas demasías extranjeras podían imitarse, al menos en su uso. Los comerciantes, ningunos tontos, vieron que el uso de un par de zapatos italianos podía simularse si la copia era lo suficientemente buena como para que al caminar, no se notara.

Ya entrado el siglo XX, toda una industria nacional se dedicó a producir bienes más o menos equivalentes a los importados. La Guerra del 14, gran impedimento para obtener jarrones de Sévres, motivó que se empezara a producir loza nacional, ya que nunca lo habíamos hecho antes. Botas, cuchillos y telas se empezaron a fabricar en Buenos Aires, que suplantaba a Inglaterra en la producción de “cosas buenas” y deseables.

Un par de zapatos comprados en calle Florida era más deseables que unos comprados en Boulevard Rondeau.

La Ferrari es mía.

Pero el objeto deseado por excelencia, el objeto sin el cual no puede verse nuestro ascenso no es el zapato o la casa, sino el auto.

Este artefacto en gran medida metálico, se introdujo fuertemente a principios del siglo XX desde Estados Unidos. Al comienzo, eran inalcanzables. Solo las clases altas, la policía y los médicos tenían un Ford o un Buick, un rastacuero no llegaba ni a la bicicleta.

Hacia la década de 1940, contingentes de autos empezaron a poblar las calles rosarinas, sea como particulares o como taxis y colectivos. El final de la guerra derramó sobre Argentina autos de surplus de guerra, como los Jeep y se produjeron en el país batatas como el Kaiser Carabela.

La fiebre del auto modificó la casa, el garaje era un espacio a considerar y en algunos hogares, la “cochera” era el espacio por donde se entraba a la vivienda.

El auto significaba movilidad, pero también autosuficiencia, si se nos permite el jueguito de palabras. Con su severo color negro, un Ford o un Chevrolet se miraban con envidia y deseo, el falso cuero de los asientos deleitaba a sus ocupantes que en vez de sentirse encerrados en un ataúd enorme, miraban con suficiencia a los vecinos.

Con el tiempo, “tener el autito” fue una esperanza de la clase media rencorosa. No tenerlo, era ser menos. De este modo, a partir de los años 60 aparecieron muchos autos pequeños y baratos junto a los de lujo, las concesionarias, las estaciones de servicio por todos lados, la opinión acerca de las marcas y el mito de que la mujer no sabe manejar.

Marqueros

Con los 70, aparece otro objeto de culto: el pantalón vaquero. Si bien en los 60 ya existía, la nueva década impone otro criterio: la marca.

No era lo mismo tener un vaquero Lee, un Kansas o un Levi´s. Los adolescentes pelean por un Wrangler, que le cuesta a su sufrido padre casi una semana de trabajo en la fábrica. Negado como regalo de cumpleaños, el Wrangler es un vaquero de tela dura, algo gastada y de color más celeste que el Lee, posee tachas de bronce y no de cobre y sobre todo, es importado. No es raro que alguno saque la etiqueta del viejo Wrangler usado y roto, para recolocarla en otro de menos pedigrí, regalado por la abuela.

Estas condiciones hacen que el jovenzuelo exhiba su joya de loneta azulina con descaro (y algo de desprecio) en L´Heritage, junto con mocasines sin medias y una remera Fruit of the Loom. Lo cual no obsta para ser violentamente levantado en una razzia policial, claro.

Con el tiempo, la ropa –ese objeto clasificador- deja de fabricarse en casa. Podemos calcular que ese hecho esencial para la clase media careta apareció fuertemente para fin de los años 80. Queda feo llevar una camisa fatta in casa o comprar tela para hacerse una camperita de media estación. Comprar botones es cada vez más vergonzante y seguir al Burda, una antigüedad. El batón se cuelga y aparece el vestido de entrecasa hecho en Brasil, las boutiques barriales, las camisas nacionales ceden su puesto a otras chinas sin marca y la industria de las telas quiebra con prontitud, para desesperación de los afiliados a la Asociación Obrera Textil.

Fetiches

Un fetiche se define, según el diccionario como: “Figura o imagen que representa a un ser sobrenatural al que se atribuye el poder de gobernar una parte de las cosas o de las personas y al que se adora y se rinde culto. Objeto al que se atribuye la capacidad de traer buena suerte a quien lo usa o lo posee.”

Estos objetos que hemos brevemente mencionado, son fetiches.

Objetos santificados, elegidos, privilegiados, representan otra cosa que no es lo que ellos mismos son. A veces se personalizan o asumen una vida propia. El auto que se cambia por otro nuevo genera una nostalgia y una esperanza, salir con ropa vieja o flamante puede generar vergüenza o soberbia, respectivamente.La ropa, los zapatos, el auto, el baño de la casa, la computadora o la play, las comidas rebuscadas, los viajes a Europa y los vinos caros se comportan como dioses en nuestras vidas, el tenerlos y usarlos permiten beneficios que, de acrecer  esos objetos, no tendríamos. Esos objetos nos definen al tenerlos en la mano, separándonos de las personas que no los tienen. Representan cosas por atrás de sus materiales y diseños: lo exótico que somos, la excelente clase a la que pertenecemos, el éxito que tenemos y otras X más. Representan que somos mejores que el resto de los mortales.

Los fetiches nos convierten en sacerdotes de un culto compartido, en una iglesia que somos nosotros mismos, adorando a esos objetos en casa, pero sabiendo que otros hacen al mismo tiempo, eso también.

El fetichismo marxista denunciaba esa condición de las mercancías: su carácter animista. La ropa sube de precio, el dólar está por las nubes, el jabón escasea. Tienen vida propia y cuanto más deseadas, más vida tienen.

Quien esto escribe cree –amargamente- que no podemos vivir sin fetiches. El retrato de la nona la representa, aunque esté en su nicho de El Salvador, esa foto es ella. Pero ya que no podemos vivir sin ellos, elijamos algunos mejores que un Ford Mondeo y tengamos objetos que nos unan, nos hagan mejores personas antes que personas mejores que otros, objetos amables, cálidos, que podamos tener o dejar sin culpa y sin lástima y con alegría.

Tal vez no somos más que un puñado de huesos.

Pero que las personas que amamos suponen que somos más, mucho más que eso. Podemos empezar por ahí.

 

 

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti. Docente de la escuela Superior de Museología

Fotografía: Diego González Halama